El mundo se humaniza cuando procuramos pensar más en quienes están detrás de nuestras decisiones
Un periodista deportivo jubilado de 86 años, llamado Horst Rippert, explicó en una entrevista publicada en 2008 que fue él quien, ya en los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial, pilotaba el caza alemán que el 31 de julio de 1944 derribó el avión francés guiado por Antoine de Saint-Exupéry, mítico autor de “El principito”.
A las 8.45 de la mañana, Saint-Exupéry había despegado desde la base aérea de Borgo-Poretta, al norte de Córcega, para realizar una misión de reconocimiento fotográfico preparatoria del desembarco aliado en las costas de La Provenza.
Pronto el avión francés fue detectado por los radares alemanes. Horst Rippert recibió la orden de despegar desde la base de Aix-les-Milles para combatir cualquier actividad aérea enemiga. A bordo de un Masserchmidt ME109, localizó un aparato que volaba de Toulon a Marsella a poca velocidad y por debajo de la altura de seguridad. Rippert no encontró dificultad para seguirlo y derribarlo. Pudo ver cómo se incendiaba y caía en picado al agua sin que su piloto saltara. Días después, cuando supo de la desaparición del escritor, pensó que quizá aquel avión podría ser del autor al que tanto admiraba.
Durante años se especuló sobre si la desaparición de Saint-Exupéry había sido resultado de un combate aéreo, un accidente, o incluso un suicidio. En 1998 un pescador encontró entre sus redes una pulsera de plata con el nombre del escritor y de su esposa. Dos años más tarde se localizaron los restos del aparato, a 87 metros de profundidad, junto a la isla de Riou, cerca de Marsella. La suposición quedó confirmada tres años después, cuando se rescataron y pudo comprobarse el número de serie del avión.
Horst Rippert lo explicó años más tarde: “Todo ocurrió cerca de Toulon. Era un día precioso, soleado. Yo estaba efectuando una misión de reconocimiento. Él volaba 3.000 metros más alto que yo. Vi sus insignias tricolores y maniobré para ponerme a su cola y derribarle. Se puso en mi camino y yo disparé, era mi deber.”
Rippert tenía entonces solo 20 años. El Masserchmidt ME109 que tripulaba era más rápido y potente que el Lockheed Lightning P38 de su oponente francés. “Sé que derribé un avión como el de Exupéry. A él no lo vi. En pleno vuelo no se puede ver la cabina de otro avión. Fue uno de mis 28 derribos. Yo nunca apunté contra personas, y le diré más: de haber sabido que Saint-Exupéry iba en ese avión, jamás habría disparado sobre él. En nuestra juventud a todos nos encantaban sus libros. Ya entonces los había leído todos, era un escritor célebre. Su obra despertó la vocación de volar en muchos de nosotros.”
La guerra tiene siempre una gran carga de crueldades y atrocidades anónimas. Este episodio nos muestra un ejemplo que puede servirnos también para tiempos de paz, para todas esas ocasiones en que habríamos actuado diferente si hubiéramos sabido más sobre las personas que hay detrás de cada una de nuestras actuaciones.
No siempre podemos pensar en todas las consecuencias de cada cosa que hacemos, porque nos enredaríamos en una madeja interminable de escrupulosidades. Pero no todo son simples e inevitables daños colaterales. Lo habitual es que apenas advirtamos la mayoría de los dramas humanos que hay a nuestro alrededor, que seamos un poco sordos o un poco ciegos ante las necesidades o sentimientos de las personas que interaccionan con nosotros.
El mundo se humaniza cuando procuramos pensar más en quienes están detrás de nuestras decisiones. Nuestro entorno sería sin duda más habitable si nos propusiéramos fijarnos más en el rostro de cada persona, si nos impusiéramos como un deber ser más sensibles ante los sentimientos de todos. No se trata de agradar a toda costa a todos, pues ni es posible ni muchas veces es lo mejor, pero sí podemos proponernos pensar más en cada uno, proponernos no causar daños injustos o innecesarios.
Tantas veces, cuando después somos conscientes del daño que hemos hecho, nos proponemos ser más atentos, más cuidadosos. Pero no es solo cuestión de empeño, también hay que educar nuestros sentimientos para fijar más nuestra vida emocional en los demás. Así ganaremos en gratitud y en comprensión, nos quejaremos menos y aprenderemos más.