La filosofía no es −ni puede ser− un mero ejercicio académico, sino un instrumento para la progresiva reconstrucción crítica y razonable de la práctica cotidiana, del vivir
Hace unos días celebramos en mi Facultad el “Día de la Filosofía” con una simpática sesión promovida por los alumnos que incluyó una amena lección del profesor argentino Ignacio Garay bajo el título festivo “Aprobar un examen no es mejor que suspenderlo”, un sencillo aperitivo, y un concurso de “meriendas filosóficas” al que lamentablemente no pude quedarme.
Al parecer, fue la UNESCO la que introdujo en el año 2005 el Día Mundial de la Filosofía para que se celebrara cada tercer jueves de noviembre tomando pie de la fecha estimada de la muerte de Sócrates (479-399 a. C.). Leo en Wikipedia (en inglés) que con esta celebración la UNESCO «subraya el valor permanente de la filosofía para el desarrollo del pensamiento humano, para cada cultura y para cada individuo. La UNESCO −añade esa entrada de Wikipedia− siempre ha estado estrechamente vinculada a la filosofía, no a la filosofía especulativa o normativa, sino −así dicen− al cuestionamiento crítico que permite dar sentido a la vida y a la acción en el contexto internacional».
Me parece que esta celebración es un buen motivo para recordar una vez más la importancia de que todos −filósofos profesionales y ciudadanos de a pie, jóvenes y adultos− nos lancemos a pensar, a leer, a hablar y a escucharnos unos a otros en esta sociedad de las prisas y del consumismo. ¡Quizá sea por esa razón que el jueves filosófico se celebra la semana anterior a la del Black Friday! A mí este día me brinda la ocasión de recordar algunas de las ideas que de palabra o por escrito vengo repitiendo desde hace años.
Suele situarse el comienzo de la filosofía en Mileto hace 2.600 años cuando Tales, Anaximandro y Anaxímenes se plantearon cuál era el origen de las cosas y dieron sus diversas respuestas a esa pregunta. Precisamente uno de los motivos por los que la sociedad utilitarista actual menosprecia a la filosofía es por esa diversidad de opiniones, por las diferentes respuestas que los filósofos ofrecen a unos mismos problemas.
Nuestra sociedad vive una extraña mezcolanza de una ingenua confianza en la Ciencia con mayúscula y de aquel relativismo perspectivista que expresó tan bien el poeta con su “nada hay verdad ni mentira; todo es según el color del cristal con que se mira”. En contraste con esa actitud, quizá cabe destacar que el profesional −pensemos, por ejemplo, en un buen científico− no es nunca un relativista, no piensa que su opinión en el ámbito de su especialización valga lo mismo que cualquier otra, y, si es honrado, está deseoso de someter su parecer al escrutinio de sus iguales y de contrastarlo con los datos experimentales disponibles. Un buen científico está persuadido de que su opinión es verdadera, de que es la mejor verdad que ha logrado alcanzar, a veces con mucho esfuerzo. Sin embargo, sabe también que su opinión no agota la realidad, sino que casi siempre puede ser rectificada y mejorada con más trabajo suyo y, sobre todo, con la ayuda de los demás, pues la búsqueda de la verdad no es nunca una tarea solitaria, sino solidaria y compartida.
Lo mismo ocurre en la filosofía cuando se hace bien. En este sentido, pienso que el papel de la filosofía en el siglo XXI pende de que quienes se dediquen a ella logren aunar en un mismo campo de actividad intelectual el rigor lógico y la relevancia humana, que durante décadas han constituido los rasgos distintivos de dos modos opuestos de concebir la filosofía. Articular el rigor de la filosofía académica con los más profundos anhelos de los seres humanos viene a ser lograr una genuina forma de vida filosófica en la que se articulen la confianza en la capacidad de nuestra razón y el simultáneo reconocimiento de sus flaquezas y límites.
La filosofía no es −ni puede ser− un mero ejercicio académico, sino un instrumento para la progresiva reconstrucción crítica y razonable de la práctica cotidiana, del vivir. En un mundo en que la vida diaria se encuentra a menudo alejada por completo del examen inteligente de uno mismo, una filosofía que se aparte de los genuinos problemas humanos −tal como ha hecho buena parte de la filosofía moderna− es un lujo que no podemos permitirnos. “Hoy −escribía Thoreau en 1854− hay profesores de filosofía, pero no filósofos. Y sin embargo es admirable enseñarla porque en un tiempo no lo fue menos vivirla. […] El filósofo va por delante de su época incluso en su forma de vivir”.
Como los demás saberes humanos, la filosofía está comprometida con la verdad. La verdad es primordialmente aquello que las personas anhelamos y buscamos. La verdad buscada es la verdad objetiva; es la verdad objeto de los afanes compartidos en el espacio y en el tiempo de cuantos han dedicado sus vidas a saber y a generar nuevos conocimientos. Quienes empeñamos nuestras vidas en saber no lo hacemos por afán de poder ni mucho menos por escribir unos libros que nos hagan millonarios, sino que lo que nos mueve realmente es el saber mismo: nuestras vidas están animadas por el deseo de averiguar la verdad, por el “impulso −escribió Charles S. Peirce− de penetrar en la razón de las cosas”. Lo que queremos −en expresión de Hannah Arendt− es comprender.
Para mí una clave decisiva es reconocer que los diversos pareceres formulados seriamente en todas las cuestiones opinables encierran algún destello de la verdad; de todos esos pareceres algo podemos aprender. La defensa del pluralismo no implica una renuncia a la verdad o su subordinación a un perspectivismo culturalista. Al contrario, el pluralismo estriba no solo en afirmar que hay diversas maneras de pensar acerca de las cosas, sino además en sostener que entre ellas hay −en expresión de Stanley Cavell− maneras mejores y peores, y que mediante el contraste con la experiencia y el diálogo racional los seres humanos somos capaces de reconocer la superioridad de un parecer sobre otro.
Quizá por eso llamó particularmente mi atención la conferencia de Ignacio Garay “Aprobar un examen no es mejor que suspenderlo” con la que nuestros alumnos celebraban festivamente el Día Mundial de la Filosofía. Con expresión muy querida de Leonardo Polo, deseo terminar estas líneas con su “Siempre se puede pensar más”: esto es, sobre todo, a lo que nos invita este día.