Carta pastoral de Mons. Fernando Ocáriz sobre la amistad. “Sin descuidar las tareas que tengamos entre manos, hemos de aprender a cuidar siempre a nuestros amigos”
Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
1. En la primera carta larga que os escribí, recogiendo las conclusiones del Congreso General, decía que “las circunstancias actuales de la evangelización hacen aún más necesario, si cabe, dar prioridad al trato personal, a este aspecto relacional que está en el centro del modo de hacer apostolado que san Josemaría encontró en los relatos evangélicos”[1].
En muchos encuentros que he tenido con personas de distintos países, han surgido espontáneas consideraciones y preguntas sobre la amistad. San Josemaría nos recordaba continuamente la importancia humana y cristiana de esta realidad. Son, además, muchos los testimonios de cómo personalmente cultivó muy numerosas amistades, que conservó durante toda su vida. Como sabemos bien, nos insistía en que el principal apostolado en la Obra es el de amistad y confidencia. En esta carta, querría recordar algunos aspectos de la enseñanza de nuestro Padre sobre este tema.
2. Jesucristo, hombre perfecto, vivió plenamente el valor humano de la amistad. En el Evangelio vemos cómo, desde muy joven, tenía un trato amistoso con las personas que lo rodeaban: ya a los doce años, volviendo de Jerusalén, María y José dieron por supuesto que Jesús caminaba junto a algún grupo de amigos o familiares (cfr. Lc 2,44). Después, durante su vida pública, son numerosos los momentos en los que contemplamos a Nuestro Señor en casas de amigos y conocidos, ya sea de visita o compartiendo la mesa: en casa de Pedro (cfr. Lc 4,38), en casa de Leví (cfr. Lc 5,29), de Simón (cfr. Lc 7,36), de Jairo (cfr. Lc 8,41), de Zaqueo (cfr. Lc 19,5), etc. También lo vemos asistir a una boda en Caná (cfr. Jn 2,1) y a los lugares de culto junto a los demás (cfr. Jn 8,2). En otras ocasiones, dedica tiempo exclusivamente a sus discípulos (cfr. Mc 3,7).
Cualquier circunstancia sirve a Jesús para entablar una relación de amistad: tantas veces lo vemos detenerse con cada uno. Pocos minutos de conversación bastaron para que la mujer samaritana se sintiera conocida y comprendida. Y precisamente por eso preguntó: ¿No será este el Cristo? (Jn 4,29). Los discípulos de Emaús, después de caminar y sentarse a la mesa con Jesús, reconocieron la presencia de aquel Amigo que hacía arder sus corazones con su palabra (cfr. Lc 24,32).
Con frecuencia, el Señor dedica más tiempo a sus amigos. Es el caso de los hermanos de Betania. Allí, en largas jornadas de intimidad, “Jesús sabe de delicadezas, de decir la palabra que anima, de corresponder a la amistad con la amistad: ¡qué conversaciones las de la casa de Betania, con Lázaro, con Marta, con María!”[2] En aquel hogar aprendemos también que la amistad de Cristo genera una profunda confianza (cfr. Jn 11,21) y está llena de empatía; en particular, de capacidad de acompañar en el sufrimiento (cfr. Jn 11,35).
Pero cuando el Señor muestra con mayor hondura el deseo de ofrecernos su amistad es durante la última Cena. En la intimidad del Cenáculo, Jesús dice a los apóstoles: A vosotros os he llamado amigos (Jn 15,15). Y en ellos nos lo ha dicho a todos. Dios nos quiere no solo como criaturas, sino como hijos a los que, en Cristo, ofrece verdadera amistad. Y a esta amistad correspondemos uniendo nuestra voluntad a la suya; haciendo lo que el Señor quiere (cfr. Jn 15,14).
“Idem velle, idem nolle, querer lo mismo y rechazar lo mismo, es lo que los antiguos han reconocido como el auténtico contenido del amor: hacerse uno semejante al otro, que lleva a un pensar y desear común. La historia de amor entre Dios y el hombre consiste precisamente en que esta comunión de voluntad crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más: la voluntad de Dios ya no es algo extraño que los mandamientos imponen desde fuera, sino que es nuestra propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de lo más íntimo de cada uno. Crece entonces el abandono en Dios y Dios es nuestra alegría (cf. Sal 73,23-28)”[3].
3. Sabernos en verdadera amistad con Jesucristo nos llena de seguridad, porque Él es fiel. “La amistad con Jesús es inquebrantable. Él nunca se va, aunque a veces parece que hace silencio. Cuando lo necesitamos se deja encontrar por nosotros (cfr. Jr 29,14) y está a nuestro lado por donde vayamos (cfr. Jos 1,9). Porque Él jamás rompe una alianza. A nosotros nos pide que no lo abandonemos: Permanezcan unidos a mí (Jn 15,4). Pero si nos alejamos, Él permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo (2 Tm 2,13)”[4].
Corresponder a esta amistad de Jesús es amarle, con un amor que es el alma de la vida cristiana, y que tiende a manifestarse en todo lo que hacemos. “Necesitamos una rica vida interior, signo cierto de amistad con Dios y condición imprescindible para cualquier labor de almas”[5]. Todo apostolado, todo trabajo por las almas surge de esta amistad con Dios, que es la fuente del verdadero amor cristiano a los demás. “Viviendo en amistad con Dios –la primera que hemos de cultivar y acrecentar–, sabréis lograr muchos y verdaderos amigos (cfr. Eclo 6,17). La labor que ha hecho y hace continuamente el Señor con nosotros, para mantenernos en esa amistad suya, es la misma labor que quiere hacer con otras muchas almas, sirviéndose de nosotros como instrumento”[6].
4. La amistad es una realidad humana de gran riqueza: una forma de amor recíproco entre dos personas, que se edifica sobre el mutuo conocimiento y la comunicación[7]. Es un tipo de amor que se da “en dos direcciones y que desea todo bien para la otra persona, amor que produce unión y felicidad”[8]. Por eso la Sagrada Escritura afirma que un amigo fiel no tiene precio, es de incalculable valor (Eclo 6,15).
La caridad eleva sobrenaturalmente la capacidad humana de amar y, por tanto, también la amistad: “La amistad es uno de los sentimientos humanos más nobles y elevados que la gracia divina purifica y transfigura”[9]. Este sentimiento puede nacer en ocasiones de modo espontáneo pero, en todo caso, necesita crecer mediante el trato y la consiguiente dedicación de tiempo. “La amistad no es una relación fugaz o pasajera, sino estable, firme, fiel, que madura con el paso del tiempo. Es una relación de afecto que nos hace sentir unidos, y al mismo tiempo es un amor generoso, que nos lleva a buscar el bien del amigo”[10].
5. Dios muchas veces se sirve de una amistad auténtica para llevar a cabo su obra salvadora. El Antiguo Testamento recoge la amistad entre David, todavía joven, y Jonatán, príncipe heredero de Israel. Este no dudó en compartir con su amigo todo lo que tenía (cfr. 1 Sam 18,4) y, en momentos difíciles, recordó a su padre, Saúl, todas las cosas buenas del joven David (cfr. 1 Sam 19,4). Jonatán también llegó a arriesgar su herencia al trono por defender a su amigo, pues le tenía tanto afecto como a sí mismo (1 Sam 20,17). Esa sincera amistad impulsaba a los dos a mantener su fidelidad a Dios (cfr. 1 Sam 20,8.42).
Particularmente elocuente es el ejemplo de los primeros cristianos. Nuestro Padre hacía notar cómo “se amaban entre sí, dulce y fuertemente, desde el Corazón de Cristo”[11]. El amor mutuo es, desde el comienzo de la Iglesia, el signo distintivo de los discípulos de Jesucristo (cfr. Jn 13,35).
Otro ejemplo de los primeros siglos del cristianismo lo encontramos en san Basilio y san Gregorio Nacianceno. La amistad que trabaron en su juventud los mantuvo unidos a lo largo de toda su vida, y aún hoy comparten la fiesta en el calendario litúrgico general. San Gregorio cuenta que “una sola tarea y afán había para ambos, y era la virtud, así como vivir para las esperanzas futuras”[12]. Su amistad no solo no los distraía de Dios, sino que los llevaba más a Él: “Tratábamos de dirigir nuestra vida y todas nuestras acciones, dóciles a la dirección del mandato divino, acuciándonos mutuamente en el empeño por la virtud”[13].
6. “En un cristiano, en un hijo de Dios, amistad y caridad forman una sola cosa: luz divina que da calor”[14]. Incluso se puede decir, con palabras de san Agustín dirigidas al Señor, que entre cristianos “no hay amistad verdadera sino entre aquellos a quienes Tú unes entre sí por medio de la caridad”[15]. Por otra parte, como la caridad puede ser más o menos intensa y, además, el tiempo a disposición es limitado, la amistad es también una realidad que puede ser más o menos profunda. Así, es habitual hablar de ser muy amigos o de una gran amistad, aunque eso no excluye la existencia de verdaderas amistades no tan grandes o íntimas.
Al inicio del nuevo milenio, san Juan Pablo II señalaba que todas las iniciativas apostólicas que surgieran en el futuro serían “medios sin alma” si no pusieran su centro en querer sinceramente a todas las personas, en “compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle[s] una verdadera y profunda amistad”[16]. Nuestras casas, destinadas a servir para una gran catequesis, deben ser lugares en los que muchas personas encuentren un amor sincero y aprendan a ser amigas de verdad.
7. La amistad cristiana no excluye a nadie, ha de estar intencionalmente abierta a toda persona, con corazón grande. Los fariseos criticaron a Jesucristo, como si ser amigo de publicanos y pecadores (Mt 11,19) fuera algo malo. Nosotros, procurando –dentro de nuestra poquedad– imitar al Señor, tampoco “excluimos a nadie, no apartamos a ningún alma de nuestro amor en Jesucristo. Por eso habréis de cultivar una amistad firme, leal, sincera –es decir, cristiana– con todos vuestros compañeros de profesión: más aún, con todos los hombres, cualesquiera que sean sus circunstancias personales”[17].
Cristo estaba completamente metido en el tejido social de su lugar y de su tiempo, dándonos también ejemplo en eso. Como escribió san Josemaría: “No limita el Señor su diálogo a un grupo pequeño, restringido: habla con todos. Con las santas mujeres, con muchedumbres enteras; con representantes de las clases altas de Israel como Nicodemo, y con publicanos como Zaqueo; con personas tenidas por piadosas, y con pecadores como la samaritana; con enfermos y con sanos; con los pobres, a quienes amaba de todo corazón; con doctores de la ley y con paganos, cuya fe alaba por encima de la de Israel; con ancianos y con niños. A nadie niega Jesús su palabra, y es una palabra que sana, que consuela, que ilumina. ¡Cuántas veces he meditado y he hecho meditar ese modo del apostolado de Cristo, humano y divino al mismo tiempo, basado en la amistad y en la confidencia!”[18]
8. La amistad es especialmente valiosa para ejercitar esa manifestación necesaria de la caridad que es la comprensión: “La amistad verdadera supone también un esfuerzo cordial por comprender las convicciones de nuestros amigos, aunque no lleguemos a compartirlas, ni a aceptarlas”[19]. De este modo, nuestros amigos nos ayudan a comprender maneras de ver la vida que son diferentes a la nuestra, enriquecen nuestro mundo interior y, cuando la amistad es profunda, nos permiten experimentar las cosas en un modo distinto al propio. Se trata, en fin, de un auténtico sentir en los demás, es decir, participar de lo que viven, de lo que les pasa.
Querer a los demás supone reconocerlos y afirmarlos tal como son, con sus problemas, sus defectos, su historia personal, su entorno y sus tiempos para acercarse a Jesús. Por eso, para construir una verdadera amistad, es preciso que desarrollemos la capacidad de mirar con afecto a las demás personas, hasta verlas con los ojos de Cristo. Necesitamos limpiar nuestra mirada de cualquier prejuicio, aprender a descubrir lo bueno en cada persona y renunciar al deseo de hacerlas a nuestra imagen. Para que un amigo reciba nuestro cariño no necesita cumplir con ciertas condiciones. Como cristianos, vemos cada persona, ante todo, como criatura amada por Dios. Cada persona es única, y es igualmente única cada relación de amistad.
San Agustín señalaba que, “a pesar de que a todos se debe la misma caridad, no a todos se ha de ofrecer la misma medicina: la misma caridad da a unos luz y con otros sufre (...), con unos se muestra tierna y con otros severa, de nadie es enemiga y de todos es madre”[20]. Ser amigos significa aprender a tratar a cada persona como lo hace el Señor: “Al crear las almas, Dios no se repite. Cada uno es como es, y hay que tratar a cada uno según lo ha hecho Dios y según lo lleva Dios”[21]. Como se trata de descubrir y de querer el bien del otro, la amistad supone también sufrir con los amigos y por los amigos. En los momentos difíciles, es de gran ayuda renovar la fe en que Dios actúa a su manera y a su ritmo en el alma de las personas.
9. La amistad tiene, además, un inestimable valor social, pues contribuye a la armonía entre los miembros de las familias y a la creación de ambientes sociales más dignos de la persona humana. “Por vocación divina –nos escribe nuestro Padre– vivís en medio del mundo, compartiendo con los demás hombres –iguales a vosotros– alegrías y sinsabores, esfuerzos e ilusiones, afanes y aventuras. En vuestro recorrer los innumerables caminos de la tierra os habréis esforzado, porque a eso nos mueve nuestro espíritu, en convivir con todos, en relacionaros con todos, para contribuir a crear un ambiente de paz y de amistad”[22].
Este ambiente de amistad, que cada uno está llamado a llevar consigo, es fruto de la suma de muchos esfuerzos por hacer la vida agradable a los demás. Ganar en afabilidad, alegría, paciencia, optimismo, delicadeza, y en todas las virtudes que hacen amable la convivencia es importante para que las personas puedan sentirse acogidas y ser felices: Palabras dulces ganan muchos amigos, y el bien hablar multiplica las cortesías (Eclo 6,5). La lucha por mejorar el propio carácter es condición necesaria para que surjan más fácilmente relaciones de amistad.
En cambio, ciertas maneras de expresarse pueden enturbiar o dificultar la creación de un ambiente de amistad. Por ejemplo, ser demasiado categórico al expresar la propia opinión, dar la apariencia de que pensamos que los propios planteamientos son los definitivos, o no interesarse activamente por lo que dicen los demás, son modos de actuar que encierran en uno mismo. En ocasiones, estos comportamientos manifiestan una incapacidad para distinguir lo opinable de lo que no lo es, o la dificultad para relativizar temas en los que las soluciones no son necesariamente únicas.
10. La preocupación cristiana por los demás nace precisamente de nuestra unión con Cristo y de nuestra identificación con la misión a la que Él nos ha llamado: “Somos para la muchedumbre: no estamos nunca encerrados, vivimos de cara a la multitud y tenemos metidas en el alma aquellas palabras de Jesucristo Nuestro Señor: me da compasión esta multitud, porque hace ya tres días que están conmigo, y no tienen qué comer (Mc 8,2)”[23].
Fortalecer los vínculos con los amigos conlleva tiempo, atención, y a menudo supone huir de la comodidad o prescindir de las propias preferencias. Para un cristiano, significa en primer lugar oración, con la seguridad de que ahí se encuentra la auténtica energía capaz de transformar el mundo: “Para que este mundo nuestro vaya por un cauce cristiano –el único que merece la pena–, hemos de vivir una leal amistad con los hombres, basada en una previa leal amistad con Dios”[24].
11. “El amigo verdadero no puede tener, para su amigo, dos caras: la amistad, si ha de ser leal y sincera –vir duplex animo inconstans est in omnibus viis suis (St 1,8); el hombre falso, de ánimo doble, es inconstante en todo–, exige renuncias, rectitud, intercambio de favores, de servicios nobles y lícitos. El amigo es fuerte y sincero en la medida en que, de acuerdo con la prudencia sobrenatural, piensa generosamente en los demás, con personal sacrificio”[25]. La amistad es mutua: es una comunicación sincera, en las dos direcciones; se transmite la propia experiencia para aprender unos de otros.
Los amigos comparten las alegrías, como el pastor que encontró la oveja perdida (cfr. Lc 15,6), y como la mujer que encontró la dracma que había extraviado (cfr. Lc 15,9). Además, se comparten las ilusiones y proyectos, y también las penas. La amistad se manifiesta especialmente en la disposición a ayudar, como vemos en aquel hombre que acudió a Jesús para pedirle la salud de un siervo de su amigo el Centurión (cfr. Lc 7,6). Y, sobre todo, la amistad más grande tiende a imitar la grandeza del amor de amistad de Jesucristo: Nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos (Jn 15,13).
12. Puede suceder algunas veces que, por cierta reserva o timidez, uno no logre manifestar a los demás todo el cariño que querría. Superar este obstáculo, perder ese miedo, puede ser una gran oportunidad para que Dios derrame su amor sobre los amigos: “La verdadera amistad comporta cariño mutuo, que es la verdadera protección de la libertad y de la intimidad recíprocas”[26]. En este sentido, santo Tomás señala que la amistad auténtica tiene que manifestarse exteriormente: requiere “la reciprocidad de amor, ya que el amigo es amigo para el amigo”[27].
Al mismo tiempo, ofrecer nuestra amistad de manera auténtica presupone la capacidad de arriesgar, pues cabe la posibilidad de no ser correspondido. En la vida del Señor se pone de manifiesto esta experiencia cuando el joven rico prefiere tomar otro camino (cfr. Mc 10,22) o cuando, bajando desde el monte de los Olivos, llora sobre Jerusalén al pensar en quienes tienen endurecido su corazón (cfr. Lc 19,41). Ante estas experiencias –que aparecen tarde o temprano–, hay que superar el miedo a volver a arriesgarse, de la misma manera que lo hace también Jesucristo con cada uno de nosotros. Es decir, es preciso aceptar esa vulnerabilidad, dar continuamente ese primer paso sin esperar nada a cambio, con la vista puesta en el gran bien que podrá nacer así: una amistad auténtica.
13. Para que se dé un ambiente propicio en el que puedan crecer amistades fecundas, hace falta también favorecer la espontaneidad personal, además de promover la iniciativa de cada uno en la vida familiar y social. Estas dos características –espontaneidad e iniciativa– no se generan por inercia en cualquier ambiente; más bien es preciso impulsarlas, animar a las personas a mostrarse tal como son. Esto da lugar, lógicamente, a un pluralismo que “debe ser querido y fomentado, aunque quizá a alguno la diversidad a veces se le pueda hacer costosa. Quien ama la libertad logra ver lo que tiene de positivo y amable lo que otros piensan”[28]. Valorar a quien es distinto o piensa de modo diverso es una actitud que denota libertad interior y apertura de miras: dos aspectos de una amistad auténtica.
Por otro lado, la amistad –como el amor, del que es una expresión– no es una realidad unívoca. No con todos los amigos se da una igual comunicación de la propia intimidad. Por ejemplo, no son idénticas la amistad entre esposos, la amistad entre padres e hijos –tan aconsejada por san Josemaría–, la amistad entre hermanos o la amistad entre colegas. En todas ellas habrá un espacio interior compartido que es propio de cada relación. Respetar esa diversidad en la manifestación de la intimidad no es falta de sinceridad o de profundidad en la amistad, sino todo lo contrario: generalmente es condición para preservar la verdadera naturaleza de esa relación.
14. El beato Álvaro del Portillo escribió que “filiación y amistad son dos realidades inseparables para los que aman a Dios”[29]. Análogamente, entre fraternidad y amistad se da una íntima relación. La fraternidad, de simple relación fundamentada en la común filiación, se hace amistad por el cariño entre hermanos, con lo que comporta de interés mutuo, comprensión, comunicación, servicio atento y delicado, ayuda material, etc.
En ese sentido, también la fraternidad radicada en la común vocación a la Obra pide expresarse en una amistad, que alcanza su madurez cuando el bien que se desea para el otro es su felicidad, su fidelidad y su santidad. Al mismo tiempo, esta amistad no es “particular” en el sentido de exclusiva o excluyente, sino que está siempre abierta a los demás, aunque las limitaciones de espacio y tiempo no permitan una igual intensidad de comunicación y trato con todos.
“Con una caridad exquisita –que es característica de la Obra de Dios– nos ayudamos unos a otros a vivir y a querer la propia santidad y la santidad de los demás; y nos sentimos fuertes, con aquella fortaleza de los naipes que –solos– no se pueden sostener, pero que, apoyándose mutuamente, forman castillos que se mantienen en pie”[30]. Así, el amor que nos une entre nosotros es el mismo amor que mantiene la Obra unida.
15. La amistad es un apoyo y un estímulo constante para la misión que se comparte. Con nuestros hermanos compartimos también nuestras alegrías y proyectos, nuestras preocupaciones e ilusiones, aunque, lógicamente, hay aspectos de la propia vida de relación con Dios que, al menos de ordinario, se reservan a la dirección espiritual. Lo mismo sucede en la amistad entre los esposos, entre padres e hijos y, en general, entre buenos amigos.
El esfuerzo por hacer la vida agradable a los demás es un empeño gustoso, que forma parte de la vida diaria. En este campo, obrando con sentido común y sentido sobrenatural, difícilmente existirán excesos. Al contrario, se trata de un componente fundamental del camino a la santidad. “No me importa repetirlo muchas veces. Cariño, lo necesitan todas las personas, y lo necesitamos también en la Obra. Esforzaos para que, sin sensiblerías, aumente siempre el afecto hacia vuestros hermanos. Cualquier cosa de otro hijo mío debe ser —¡de verdad!— muy nuestra”[31]. Cariño es lo que recuerdan especialmente quienes convivieron con nuestro Padre. Un cariño que le llevaba a procurar lo mejor para cada hija y cada hijo suyo, y que al mismo tiempo le empujaba a amar profundamente su libertad.
16. El cariño entre hermanos, que es caridad, lleva, por una parte, a ver a los demás con los ojos de Cristo, descubriendo siempre de nuevo su valor. Y, por otra, empuja a quererles mejores, más santos. San Josemaría nos animaba: “Tened siempre el corazón muy grande, para amar a Dios y para amar a los demás. Yo le pido muchas veces al Señor que me dé un corazón a su medida; en primer lugar, para llenarme más de Él, y luego para querer a todas las criaturas, sin murmurar jamás, sabiendo comprender y disculpar los defectos de los otros, porque no puedo olvidar cuánto me aguantó Dios a mí. Esa comprensión, que es verdadero cariño, se manifiesta también en la corrección fraterna, cuando sea necesaria, porque es un medio completamente sobrenatural de ayudar a los que nos rodean”[32]. La corrección fraterna nace del cariño; manifiesta que queremos que los demás sean cada vez más felices. A veces, puede costar hacerla y también por eso la agradecemos.
17. La felicidad personal no depende de los éxitos que conseguimos sino del amor que recibimos y del amor que damos. El amor de nuestros hermanos y hermanas nos da la seguridad que necesitamos para seguir “combatiendo una hermosísima guerra de amor y de paz: in hoc pulcherrimo caritatis bello! Tratamos de llevar a todos los hombres la caridad de Cristo, sin excepción de lenguas, ni de naciones, ni de circunstancias sociales”[33]. Sabemos cuánto le gustaba a nuestro Padre esta frase de la Escritura: Frater qui adiuvatur a fratre quasi civitas firma (Vg. Pr 18,19); el hermano que es ayudado por su hermano es como una ciudad amurallada.
Durante las últimas tertulias que compartió con nosotros, don Javier nos repetía con frecuencia: “¡Que os queráis!”. Se trataba de una llamada que, como siempre, era un eco de las intenciones de nuestro Padre: “¡Con cuánta insistencia el Apóstol San Juan predicaba el mandatum novum! –¡Que os améis los unos a los otros! –Me pondría de rodillas, sin hacer comedia –me lo grita el corazón–, para pediros por amor de Dios que os queráis, que os ayudéis, que os deis la mano, que os sepáis perdonar. Por lo tanto, a rechazar la soberbia, a ser compasivos, a tener caridad; a prestaros mutuamente el auxilio de la oración y de la amistad sincera”[34].
18. Desde los primeros años del Opus Dei, san Josemaría enseñó el modo concreto en que Dios nos invita a anunciar el Evangelio en medio del mundo: “Habéis de acercar las almas a Dios con la palabra conveniente, que despierta horizontes de apostolado; con el consejo discreto, que ayuda a enfocar cristianamente un problema; con la conversación amable, que enseña a vivir la caridad: mediante un apostolado que he llamado alguna vez de amistad y de confidencia”[35].
La amistad verdadera –como la caridad, que eleva sobrenaturalmente su dimensión humana– es en sí misma un valor: no es medio o instrumento para conseguir ventajas en la vida social, aunque pueda tenerlas (como también puede acarrear desventajas). Nuestro Padre, al mismo tiempo que nos anima a cultivar la amistad con muchas personas, nos advierte: “Obraréis así, hijas e hijos míos, no ciertamente para usar la amistad como táctica de penetración social: eso haría perder a la amistad el valor intrínseco que tiene; sino como una exigencia –la primera, la más inmediata– de la fraternidad humana, que los cristianos tenemos obligación de fomentar entre los hombres, por diversos que sean unos de otros”[36].
La amistad tiene un valor intrínseco, porque denota una preocupación sincera por la otra persona. Así, “la amistad misma es apostolado; la amistad misma es un diálogo, en el que damos y recibimos luz; en el que surgen proyectos, en un mutuo abrirse horizontes; en el que nos alegramos por lo bueno y nos apoyamos en lo difícil; en el que lo pasamos bien, porque Dios nos quiere contentos”[37].
Cuando una amistad es así, leal y sincera, no cabe instrumentalizarla: sencillamente un amigo desea transmitir al otro el bien que experimenta en su vida. Habitualmente lo haremos sin darnos cuenta, mediante el ejemplo, la alegría y un deseo de servir que se expresa en mil pequeños gestos. Sin embargo, “el valor del testimonio no significa que se deba callar la palabra. ¿Por qué no hablar de Jesús, por qué no contarles a los demás que Él nos da fuerzas para vivir, que es bueno conversar con Él, que nos hace bien meditar sus palabras?”[38]. La amistad desemboca así, naturalmente, en la confidencia personal, llena de delicadeza y respeto a la libertad, consecuencia precisamente de la autenticidad de esa amistad.
19. Naturalmente, la relación de amistad lleva a compartir muchos momentos: conversar dando un paseo o en torno a una mesa, practicar un deporte, disfrutar una común afición cultural, ir de excursión, etc. En resumen, la amistad requiere dedicar tiempo para el trato y la confidencia; sin confidencia no hay amistad. “Cuando te hablo de ‘apostolado de amistad’, me refiero a amistad ‘personal’, sacrificada, sincera: de tú a tú, de corazón a corazón”[39]. Cuando una amistad es verdadera, cuando la preocupación por la otra persona es sincera y llena nuestra oración, no existen tiempos compartidos que no sean apostólicos: todo es amistad y todo es apostolado, indistintamente.
“De ahí la enorme importancia, no sólo humana sino divina, de la amistad. Os lo repito una vez más, como lo vengo haciendo desde el comienzo de nuestra Obra: sed amigos de vuestros amigos, amigos sinceros, y realizaréis así un apostolado y un diálogo fecundos”[40]. No se trata de tener amigos para hacer apostolado, sino de que el Amor de Dios informe nuestras relaciones de amistad para que sean un auténtico apostolado.
20. Que nazca una amistad tiene mucho de don inesperado, por lo que requiere también paciencia. A veces, ciertas malas experiencias o prejuicios pueden hacer que la relación personal con alguien que tenemos cerca tarde un tiempo en llegar a convertirse en amistad. Igualmente pueden hacerlo difícil el temor, los respetos humanos o una actitud de prevención. Es bueno tratar de ponerse en el lugar de los demás y tener paciencia. Hemos de ser como Jesucristo, que “está dispuesto a hablar con todos, incluso con quien no quiere conocer la verdad, como Pilatos”[41].
Muchos son los modos rectos de evangelizar; en la Obra, el apostolado principal es siempre el de amistad. Así nos lo enseñó nuestro Padre: “Bien puede decirse, hijos de mi alma, que el fruto mayor de la labor del Opus Dei es el que obtienen sus miembros personalmente, con el apostolado del ejemplo y de la amistad leal con sus compañeros de profesión: en la universidad o en la fábrica, en la oficina, en la mina o en el campo”[42]. Sin descuidar las tareas que tengamos entre manos, hemos de aprender a cuidar siempre a nuestros amigos.
21. Además, a menudo nuestro trato de amistad se complementará con el apostolado corporativo que se hace en nuestros centros y labores apostólicas: “Esa amistad, esa relación con uno de vosotros se amplía después, de una parte, con el afecto, con la simpatía y por la frecuencia con que acude esa persona a la casa del Opus Dei, a la que comenzó a ir y se le enseñó que debía considerar como propia, como casa suya; todo esto, claro está, se une después a una amistad con los que conoce y trata en aquel hogar nuestro”[43].
22. Dentro de este apostolado de amistad, se encuadra también el apostolado ad fidem con personas que no comparten nuestra fe: “Hijas e hijos míos: fe, fe recia, fe viva, fe que opere con caridad, veritatem facientes in caritate (cfr. Ef 4, 15). Conservad este espíritu en vuestro trato con los hermanos separados y con los no cristianos. Con todos amor, con todos caridad, con todos amistad. A ninguno, de los que han acudido a nuestras obras corporativas, se le ha molestado jamás por sus convicciones religiosas; a ninguno se le habla de nuestra fe, si él no lo quiere”[44].
* * *
23. A lo largo de estas páginas he querido recordaros cómo necesitamos todos de la amistad, este don de Dios que nos transmite consuelo y alegría. “Dios ha hecho al hombre de tal manera que no puede dejar de compartir con otros los sentimientos de su corazón: si ha recibido una alegría, nota en él una fuerza que le lleva a cantar y a sonreír, a hacer –del modo que sea– que otros participen de su felicidad; si es el dolor lo que invade su alma, aspira también a que haya a su alrededor un ambiente de silencio, que le recuerde que los demás le comprenden y le respetan. Necesita el hombre, necesitamos todos, hijas e hijos míos, apoyarnos los unos en los otros, para recorrer así el camino de la vida, convertir en realidad nuestras ilusiones, superar las dificultades, gozar del producto de nuestros afanes. De ahí la enorme importancia, no sólo humana sino divina, de la amistad”[45].
Los primeros jóvenes que se acercaron a la Obra, en los años treinta, encontraron en torno a nuestro Padre un auténtico ambiente de amistad. Eso fue lo primero que los atrajo y los mantuvo unidos en momentos muy difíciles. La amistad multiplica las alegrías y ofrece consuelo en las penas; la amistad del cristiano desea la felicidad más grande –la relación con Jesucristo– para quienes tiene cerca. Pidamos, como hacía san Josemaría: ¡Danos, Jesús, un corazón a la medida del tuyo![46] Ese es el camino. Solo identificándonos con los sentimientos de Cristo –tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús (Fil 2,5)– podremos llevar esa alegría plena a nuestra casa, a nuestro trabajo y a todos los lugares en los que nos encontremos, a través de nuestra amistad.
Con todo cariño os bendice
vuestro Padre
Fernando
Roma, 1 de noviembre de 2019.
Solemnidad de Todos los Santos.
Fuente: opusdei.org.
[1] Carta pastoral, 14-II-2017, n. 9.
[2] San Josemaría, Carta 24-X-1965, n. 10.
[3] Benedicto XVI, Enc. Deus Caritas est, 25-XII-2005, n. 17.
[4] Francisco, Ex. ap. Christus vivit, 25-III-2019, n. 154.
[5] San Josemaría, Carta 31-V-1943, n. 8.
[6] San Josemaría, Carta 11-III-1940, n. 70.
[7] Cfr. Santo Tomás, Suma Th., II-II, q. 23, a.1, c.
[8] San Juan Pablo II, Discurso, 18-II-1981.
[9] Benedicto XVI, Alocución, 15-IX-2010.
[10] Francisco, Ex. ap. Christus vivit, n. 152.
[11] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 225.
[12] San Gregorio Nacianceno, Sermón 43.
[13] Ibid.
[14] San Josemaría, Forja, n. 565.
[15] San Agustín, Confesiones, 4, 4.
[16] San Juan Pablo II, Carta ap. Novo Millennio ineunte, 6-I-2001, n. 43.
[17] San Josemaría, Carta 9-I-1951, n. 30.
[18] San Josemaría, Carta 24-X-1965, n. 10.
[19] Surco, n. 746. Cfr. Camino, n. 463.
[20] San Agustín, La catequesis a principiantes, 15, 23.
[21] San Josemaría, Carta 8-VIII-1956, n. 38.
[22] San Josemaría, Carta 24-X-1965, n. 2.
[23] San Josemaría, Carta 31-V-1954, n. 23.
[24] San Josemaría, Forja, n. 943.
[25] San Josemaría, Carta 11-III-1940, n. 71.
[26] Carta pastoral, 9-I-2018, n. 14.
[27] Santo Tomás, Suma Th., II-II, q.23, a.1, c.
[28] Carta pastoral, 9-I-2018, n. 13.
[29] Beato Álvaro, «Presentación», en Amigos de Dios.
[30] San Josemaría, Carta 29-IX-1957, n. 76.
[31] Palabras de san Josemaría citadas por el beato Álvaro en Cartas de familia, I, n. 115.
[32] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, X-1972.
[33] San Josemaría, Notas de una meditación, 29-II-1964.
[34] San Josemaría, Forja, n. 454.
[35] San Josemaría, Carta 24-III-1930, n. 11.
[36] San Josemaría, Carta 11-III-1940, n. 54.
[37] Carta pastoral, 9-I-2018, n. 14.
[38] Francisco, Ex. ap. Christus vivit, n. 176.
[39] San Josemaría, Surco, n. 191.
[40] San Josemaría, Carta 24-X-1965, n. 16.
[41] Ibid., n. 12.
[42] San Josemaría, Carta 11-III-1940, n. 55.
[43] San Josemaría, Carta 24-X-1942, n. 18.
[44] San Josemaría, Carta 24-X-1965, n. 62.
[45] Ibid., n. 16.
[46] Cfr. San Josemaría, Surco, n. 813.
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Aprender a perdonar |
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