Tal vez nos aproveche hacer un poco de examen sobre lo que colmaba nuestra esperanza hasta el momento de la crisis
Las Provincias
¿Qué esperábamos cuando se inició la crisis actual? Porque es posible que anhelásemos una serie de asuntos que están exactamente en la raíz de nuestras dificultades
Los gruesos problemas que estamos atravesando, siembran desesperanza por doquier. Buscamos alguien que nos saque de un marasmo tan envolvente, que cuando parece arreglarse algo, otro asunto se marchita. Sin embargo, antes de continuar, tal vez nos aproveche hacer un poco de examen sobre lo que colmaba nuestra esperanza hasta el momento de la crisis. Para empezar, nos sirve algo que decía un antiguo filósofo al afirmar que la esperanza mira al propio bien, no al que pertenece a otro; pero si amamos a ese otro, ya se puede desear algo para él como para uno mismo.
Ahí tenemos un primer punto para pensar. Creo recordar que fue Agustín de Hipona quien señalaba respecto a la condición humana: no se pregunta si ama, se pregunta qué ama. Efectivamente, amar, amamos todos, pero ¿cuál es el objeto de nuestros amores? Nos faltan palabras que expresen lo que amaban otros: los pelotazos económicos, el poder por el poder, un orgullo inútil y ridículo, una presunta liberación sexual que —como escribió Julián Marías— está conduciendo a un agotamiento de la propia sexualidad, trivializada y carente de interés cuando pierde su entronque personal, la máxima ganancia con el mínimo esfuerzo, el menor trabajo con la mayor retribución posible y tal vez blindada, el dinero de papá Estado con el que se puede trampear para vivir sin dar un palo al agua...
Todas esas actitudes —y otras que se quedan sin teclear— no son precisamente un modelo de amor a nadie y suceden, precisamente, en tiempos que creíamos solidarios. Falta amor a los demás, al pueblo de al lado, a la región vecina o del otro extremo del país. Se pregunta qué ama, y la respuesta puede ser muy triste: se ama a sí mismo. Si miramos a nuestro contexto europeo —y más en concreto, a la zona euro—, cada nación tira de la manta hasta tratar de hacerse con ella. Pero me escapo del examen personal —de conciencia, laica o religiosa—. Enseguida miro al de al lado: vecino, político, empresario, sindicalista liberado, pueblo siguiente, autonomía de enfrente o la Europa del euro. Y yo, ¿qué?
Porque al margen de todos ellos, se pregunta qué amas y, por tanto, qué esperas. ¿Qué esperábamos cuando se inició la crisis actual? Porque es posible que anhelásemos una serie de asuntos que están exactamente en la raíz de nuestras dificultades. Los citados anteriormente u otros semejantes han vencido a muchos, porque ante la búsqueda de confort, dinero, sexo fácil, poder o lo políticamente correcto —que consiste en mentir—, no hemos sido capaces de entender que esos caminos no llevan a ninguna parte, o sencillamente conducen al abismo. Si esperábamos de ese modo, es lógico que andemos ahora desesperados, por la sencilla razón de que para muchos todo eso ya no es así. Digo para muchos porque no deja de haber un resto que continúa viviendo muy bien. O quizá no tan bien, a causa de que, como permanecen esperando lo mismo, sean un tropel de gente tan sumamente pobre que sólo tiene dinero.
Sin olvidar los millones de parados —quizá los menos culpables—, como dicen en Italia, hemos llegado al punto. El punto es que necesitamos ser lo suficientemente honrados para reconocer cuál era el objeto de nuestras ilusiones, dónde teníamos puesto el corazón y en qué hemos de rectificar todos, de modo muy particular los depositarios de dinero y poder, pero todos.
Hoy día es inmoral toda ostentación —en realidad, lo es siempre, pero ahora es obscena—, todo gasto inútil, todo el inmenso aparato de partidos, sindicatos, gobierno, oposición, autonomías, el uso de los impuestos que salen del bolsillo de los ciudadanos —por mucho que le llamen dinero público— y son utilizados en vano.
Pero es igualmente inmoral no rendir en el trabajo, la destemplanza, gastar lo que no tenemos, la insolidaridad con el necesitado, viajar sin tino, culpar de todo a no se sabe quién, declararse absolutamente inocente de nuestra deuda global porque ha sido causada por los que han robado, los que han mentido, los autores de dispendios de cualquier calibre... Y, ahora mismo, no es ético desertar de la desesperanza dejando de lado el optimismo y el espíritu emprendedor sin ser capaces de extraer lo mejor de nosotros mismos y encontrar la verdadera esperanza, asentada en valores tan cristianos como la magnanimidad y la humildad. En nuestro corazón han de caber todos y, si es posible, Dios primero. Lo contrario se llama mezquindad.