El Papa ha convocado a 185 obispos, expertos y jefes indígenas, para el Sínodo del Amazonia. Se celebrará en el Vaticano entre el 6 y el 27 de octubre
Francisco presidió ayer, 6 de octubre, la Santa Misa de apertura del Sínodo para la Amazonía, condenó las colonizaciones, pero también recordó a todos los misioneros que han dado la vida en defensa de la región.
El Apóstol Pablo, el más gran misionero de la historia de la Iglesia, nos ayuda a “hacer Sínodo”, a “caminar juntos”: lo que escribe a Timoteo parece dirigido a nosotros, Pastores al servicio del Pueblo de Dios.
Primero dice: «Te recuerdo que reavives el don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos» (2Tm 1,6). Somos obispos porque hemos recibido un don de Dios. No hemos firmado un acuerdo, ni hemos recibido un contrato de trabajo en mano, sino manos sobre la cabeza, para ser a nuestra vez manos alzadas que interceden ante el Señor y manos tendidas a los hermanos. Hemos recibido un don para ser dones. Un don no se compra, no se cambia, no se vende: se recibe y se regala. Si nos lo apropiamos, si nos ponemos nosotros en el centro y no dejamos en el centro el don, de Pastores pasamos a funcionarios: hacemos del don una función y desaparece la gratuidad, y así acabamos por servirnos a nosotros mismos y servirnos de la Iglesia. Nuestra vida, en cambio, por el don recibido, es para servir. Lo recuerda el Evangelio, que habla de «siervos inútiles» (Lc 17,10): una expresión que puede querer decir también “siervos sin fines de lucro”. Significa que no nos entregamos para lograr un beneficio, una ganancia nuestra, sino porque gratuitamente lo hemos recibido y gratuitamente lo damos (cfr. Mt 10,8). Nuestra alegría estará en servir porque hemos sido servidos por Dios, que se hizo nuestro siervo. Queridos hermanos, sintámonos llamados aquí para servir poniendo en el centro el don de Dios.
Para ser fieles a esa llamada, a nuestra misión, San Pablo nos recuerda que el don debe ser reavivado. El verbo que utiliza es fascinante: reavivar literalmente, en el original, es “dar vida a un fuego” [anazopurein]. El don que hemos recibido es un fuego, es amor ardiente a Dios y a los hermanos. el fuego no se alimenta solo, muere si no se mantiene con vida, se apaga si las cenizas lo cubren. Si todo se queda como está, si el “siempre se ha hecho así” es lo que marca nuestros días, el don se desvanece, sofocado por las cenizas de los miedos y la preocupación de defender el status quo. Pero «la Iglesia no puede limitarse en modo alguno a una pastoral de “mantenimiento” para los que ya conocen el Evangelio de Cristo. El impulso misionero es una señal clara de la madurez de una comunidad eclesial» (Benedicto XVI, Verbum Domini, 95). Porque la Iglesia siempre está en camino, siempre en salida, nunca encerrada en sí misma. Jesús no vino a traer la brisa de la tarde, sino fuego a la tierra.
El fuego que reaviva el don es el Espíritu Santo, dador de los dones. Por eso San Pablo continua: «Vela por el precioso depósito con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros» (2Tm 1,14). Y también: «Dios no nos ha dado un espíritu de timidez, sino de fortaleza, de amor y de prudencia» (v. 7). No un espíritu de timidez, sino de prudencia. Alguno piensa que la prudencia es la virtud “aduana”, que lo detiene todo para no equivocarse. No, la prudencia es virtud cristiana, es virtud de vida, es más, la virtud del gobierno. Y Dios nos ha dado ese espíritu de prudencia. Pablo pone la prudencia como lo opuesto a la timidez. ¿Qué es entonces esa prudencia del Espíritu? Como enseña el Catecismo, la prudencia «no se confunde ni con la timidez o el temor», sino que «es la virtud que dispone la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo» (n. 1806). La prudencia no es indecisión, no es una actitud defensiva. Es la virtud del Pastor que, para servir con sabiduría, sabe discernir, sensible a la novedad del Espíritu. Entonces reavivar el don en el fuego del Espíritu es lo contrario de dejar correr las cosas sin hacer nada. Y ser fieles a la novedad del Espíritu es una gracia que debemos pedir en la oración. Que Él, que hace nuevas todas las cosas, nos dé su prudencia audaz; inspire nuestro Sínodo para renovar los caminos de la Iglesia en Amazonia, para que no se apague el fuego de la misión.
El fuego de Dios, como en el episodio de la zarza ardiente, quema pero no consume (cfr. Ex 3,2). Es fuego de amor que ilumina, calienta y da vida, no fuego que quema y devora. Cuando sin amor ni respeto se devoran pueblos y culturas, no es el fuego de Dios, sino del mundo. Sin embargo, ¡cuántas veces el don de Dios no ha sido ofrecido sino impuesto, cuántas veces ha habido colonización en lugar de evangelización! Dios nos preserve de la avidez de los nuevos colonialismos. El fuego provocado por intereses que destruyen, como el que recientemente devastó la Amazonia, no es el del Evangelio. El fuego de Dios es calor que atrae y recoge en unidad. Se alimenta compartiendo, no con las ganancias. El fuego devorador, en cambio, quema cuando se quieren sacar adelante solo las propias ideas, hacer el propio grupo, quemar las diversidades para homologar todo y a todos.
Reavivar el don; acoger la prudencia audaz del Espíritu, fieles a su novedad; San Pablo dirige una última exhortación: «No te avergüences del testimonio de nuestro Señor ni de mi, su prisionero; antes bien, toma parte en los padecimientos por el Evangelio, según la fuerza de Dios» (2Tm 1,8). Pide dar testimonio del Evangelio, sufrir por el Evangelio, en una palabra, vivir para el Evangelio. El anuncio del Evangelio es el criterio príncipe para la vida de la Iglesia: es su misión, su identidad. Poco después Pablo escribe: «Estoy a punto de derramar mi sangre en sacrificio» (4,6). Anunciar el Evangelio es vivir la entrega, es dar testimonio a fondo, es hacerse todo para todos (cfr. 1Cor 9,22), es amar hasta el martirio. Doy gracias a Dios porque en el Colegio Cardenalicio hay algunos hermanos Cardenales mártires, que han probado, en la vida, la cruz del martirio. Pues, subraya el Apóstol, se sirve al Evangelio no con el poder del mundo, sino con la sola fuerza de Dios: permaneciendo siempre en el amor humilde, creyendo que el único modo de poseer de verdad la vida es perderla por amor.
Queridos hermanos, miremos juntos a Jesús Crucificado, a su corazón desgarrado por nosotros. Iniciemos desde ahí, porque de ahí brotó el don que nos engendró; de ahí fue infundido el Espíritu que renueva (cfr. Jn 19,30). Desde allí sintámonos llamados, todos y cada uno, a dar la vida. Muchos hermanos y hermanas en Amazonia llevan cruces pesadas y esperan el consuelo liberador del Evangelio, la caricia de amor de la Iglesia. Muchos hermanos y hermanas en Amazonia han gastado su vida. Permitidme repetir las palabras de nuestro amato Cardenal Hummes: cuando llega a aquellas pequeñas aldeas de la Amazonia, va a los cementerios a buscar la tumba de los misioneros. Un gesto de la Iglesia para los que gastaron su vida en Amazonia. Y luego, con un poco de pillería, dice al Papa: “No se olvide de ellos. Merecen ser canonizados”. Por ellos, por esos que están dando la vida ahora, por los que gastaron su vida, con ellos, caminemos juntos.
El Evangelio de hoy (cfr. Lc 17,5-10) presenta el tema de la fe, introducido por la petición de los discípulos: «¡Auméntanos la fe!» (v. 6). Una bonita oración, que deberíamos rezar mucho durante la jornada: “¡Señor, auméntame la fe!”. Jesús responde con dos imágenes: el granito de mostaza y el siervo disponible. «Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: “Arráncate de raíz y plántate en el mar”, y os obedecería» (v. 6). La morera es un árbol robusto, bien arraigado en la tierra y resistente a los vientos. Jesús, pues, quiere dar a entender que la fe, aunque sea pequeña, puede tener la fuerza de arrancar incluso una morera. Y luego trasplantarla al mar, que es algo aún más improbable: pero nada es imposible para quien tiene fe, porque no se fía de sus fuerzas, sino de Dios, que lo puede todo.
La fe comparable al granito de mostaza es una fe que no es soberbia ni segura de sí; no pretende ser la de un gran creyente que a veces hace el ridículo. Es una fe que en su humildad siente una gran necesidad de Dios y en la pequeñez se abandona con plena confianza en Él. Es la fe que nos da la capacidad de mirar con esperanza los sucesos alternos de la vida, que nos ayuda a aceptar también las derrotas, los sufrimientos, conscientes de que el mal nunca tiene, jamás tendrá la última palabra.
¿Cómo podemos saber si tenemos fe de verdad, o sea si nuestra fe, aun minúscula, es genuina, pura, sincera? Nos lo explica Jesús indicando cuál es la medida de la fe: el servicio. Y lo hace con una parábola que a primera vista resulta un poco desconcertante, porque presenta la figura de un amo prepotente e indiferente. Pero precisamente ese modo de hacer del amo hace resaltar lo que es el verdadero centro de la parábola, es decir la actitud de disponibilidad del siervo. Jesús quiere decir que así es el hombre de fe respecto a Dios: se entrega completamente a su voluntad, sin cálculos ni pretensiones.
Esa actitud con Dios se refleja también en el modo de comportarse en comunidad: se refleja en la alegría de estar al servicio los unos de los otros, hallando ya en él la recompensa y no en los reconocimientos y ganancias que se puedan derivar. Es lo que enseña Jesús al final de este relato: «Cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: “Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer”» (v. 10). Siervos inútiles, o sea sin pretensiones de que nos den las gracias, sin reivindicaciones. “Somos siervos inútiles” es una expresión de humildad, de disponibilidad que hace mucho bien a la Iglesia y recuerda la actitud correcta para obrar en ella: el servicio humilde, del que nos dio ejemplo Jesús, lavando los pies a los discípulos (cfr. Jn 13,3-17).
Que la Virgen María, mujer de fe, nos ayude a ir por esa senda. Nos dirigimos a Ella en vísperas de la fiesta de la Virgen del Rosario, en comunión con los fieles reunidos en Pompeya para la tradicional Súplica.
Queridos hermanos y hermanas, se acaba de concluir, en la Basílica de San Pedro, la celebración eucarística con la que hemos dado inicio a la Asamblea Especial del Sínodo de Obispos para la Región Panamazónica. Durante tres semanas los Padres sinodales, reunidos en torno al Sucesor de Pedro, reflexionarán sobre la misión de la Iglesia en Amazonia, sobre la evangelización y la promoción de una ecología integral. Os pido que acompañéis con la oración este evento eclesial, para que sea vivido en la comunión fraterna y en la docilidad al Espíritu Santo, que siempre muestra las vías para el testimonio del Evangelio.
Agradezco a todos los peregrinos que habéis venido tan numerosos de Italia y de tantas partes del mundo. Saludo a los fieles de Heidelberg, Alemania, y de Rozlazino, Polonia; a los estudiantes de Dillingen, también en Alemania, y a los del Instituto San Alfonso de Bella Vista, Argentina. Saludo al grupo de Fara Vicentino e Zugliano, a las familias de la Alta Val Tidone, a los peregrinos de los Castelli Romani que han hecho una marcha por la paz y a los de Camisano Vicentino venidos por la Vía Francígena por una iniciativa de solidaridad.
A todos deseo un feliz domingo. y, por favor, no olvidéis de rezar por mí. ¡Buen provecho y hasta la vista!
Fuente: vatican.va / romereports.com
Traducción de Luis Montoya
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