El dinero es en sí mismo un instrumento bueno, como muchas cosas de las que el hombre dispone: es un medio a disposición de su libertad, y sirve para ampliar sus posibilidades. Con tal de que se considere siempre como un instrumento, como un medio y no como un fin
“Ninguna actividad económica puede sostenerse por mucho tiempo si no se realiza en un clima de saludable libertad de iniciativa” (Congregación para la doctrina de la Fe - Dicasterio para el servicio del desarrollo humano integral. Consideraciones para un discernimiento ético sobre algunos aspectos del actual sistema económico y financiero. Roma, 6 de enero de 2018, n. 12). Esa libertad de iniciativa debe ser valorada y defendida, pues la libertad del mercado es a menudo amenazada por las oligarquías monopolísticas. Esta amenaza lo es para las personas concretas y para la eficiencia misma del sistema económico. El creciente y penetrante poder de agentes importantes y grandes redes económicas y financieras, viene acompañado por la supranacionalidad de tales agentes y la volatilidad del capital manejado por estos. Esto hace que su actividad pueda escapar fácilmente a la solicitud de las instancias políticas en orden al bien común.
En principio, todos los instrumentos utilizados por los mercados para aumentar su capacidad de operación, si no están dirigidos contra la dignidad de la persona y tienen en cuenta el bien común, son moralmente admisibles (Cf. Concilio Ecuménico Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 64). Sin embargo los mercados son incapaces de regularse por sí mismos (Cf. Pío XI, Carta enc. Quadragesimo anno, n. 89; Benedicto XVI, Caritas in veritate, n. 35; Francisco, Exhort. ap. Evangelii gaudium, n. 204): “no son capaces de generar los fundamentos que les permitan funcionar regularmente (cohesión social, honestidad, confianza, seguridad, leyes...), ni de corregir los efectos externos negativos (diseconomy) para la sociedad humana (desigualdades, asimetrías, degradación ambiental, inseguridad social, fraude...”) (Consideraciones para un discernimiento ético, n.13)
En la actualidad la actividad financiera ha adquirido prepotencia sobre la economía real y presencia en todas sus manifestaciones. Ello facilita los egoísmos y los abusos, a pesar de las buenas intenciones individuales. Hay casos en los que las posibilidades de abusos y fraudes son grandes, especialmente para el que se halle en desventaja. “Por ejemplo, comercializar algunos productos financieros, en sí mismos lícitos, en situación de asimetría, aprovechando las lagunas informativas o la debilidad contractual de una de las partes, constituye de suyo una violación de la debida honestidad relacional y es una grave infracción desde el punto ético” (Consideraciones para un discernimiento ético, n.14). Ello sucede “ya sea por la evidente relación jerárquica que se instaura en algunos tipos de contratos (como entre prestamista y el prestatario), ya sea por la compleja estructuración de muchas ofertas financieras” (idem).
También el dinero es en sí mismo un instrumento bueno, como muchas cosas de las que el hombre dispone: es un medio a disposición de su libertad, y sirve para ampliar sus posibilidades. Con tal de que se considere siempre como un instrumento, como un medio y no como un fin. El dinero debe estar sometido a prioridades más altas. Este medio, sin embargo, se puede volver fácilmente contra el hombre.
“Así también la multiplicidad de instrumentos financieros (financialization) a disposición del mundo empresarial, que permite a las empresas acceder al dinero mediante el ingreso en el mundo de la libre contratación en bolsa, es en sí mismo un hecho positivo. Este fenómeno, sin embargo, implica hoy el riesgo de provocar una mala financiación de la economía, haciendo que la riqueza virtual, concentrándose principalmente en transacciones marcadas por un mero intento especulativo y en negociaciones “de alta frecuencia” (high-frequency trading), atraiga a sí excesivas cantidades de capitales, sustrayéndolas al mismo tiempo a los circuitos virtuosos de la economía real” (Consideraciones para un discernimiento ético, n.15).
Cuando el capital cobra más importancia que el trabajo se olvida el bien del hombre, dentro de una visión economicista. “Precisamente en esa inversión de orden entre medios y fines, en virtud del cual el trabajo, de bien, se convierte en “instrumento” y el dinero, de medio, se convierte en “fin”, encuentra terreno fértil esa “cultura del descarte”, temeraria y amoral, que ha marginado a grandes masas de población, privándoles de trabajo decente y convirtiéndoles en sujetos “sin horizontes, sin salida” (idem): «Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son «explotados» sino desechos, “sobrantes”» (Francisco, Exhort. ap. Evangelii gaudium, n. 53).
El crédito tiene una función económica y social insustituible. Pero cuando las tasas de interés son excesivamente altas se cae en la usura. “Desde siempre, semejantes prácticas, así como los comportamientos efectivamente usurarios, han sido percibidos por la conciencia humana como inicuos y por el sistema económico como contrarios a su correcto funcionamiento” (Consideraciones para un discernimiento ético, n.16).
La actividad financiera no debe ser una aventura especulativa sino un servicio a la economía real. “En este sentido, por ejemplo, son muy positivas y deben ser alentadas realidades como el crédito cooperativo, el microcrédito, así como el crédito público al servicio de las familias, las empresas, las comunidades locales y el crédito para la ayuda a los países en desarrollo” (idem).
Estas consideraciones no son puramente hipotéticas, sino que reflejan lo que ha ocurrido en fecha reciente y continúa ocurriendo. “cuando unos pocos ─por ejemplo importantes fondos de inversión─ intentan obtener beneficios, mediante una especulación encaminada a provocar disminuciones artificiales de los precios de los títulos de la deuda pública, sin preocuparse de afectar negativamente o agravar la situación económica de países enteros, poniendo en peligro no sólo los proyectos públicos de saneamiento económico sino la misma estabilidad económica de millones de familias, obligando al mismo tiempo a las autoridades gubernamentales a intervenir con grandes cantidades de dinero público, y llegando incluso a determinar artificialmente el funcionamiento adecuado de los sistemas políticos” (idem).
El afán de lucro desvirtúa la convivencia humana. “En este contexto, palabras como “eficiencia”, “competencia”, “liderazgo”, “mérito” tienden a ocupar todo el espacio de nuestra cultura civil, asumiendo un significado que acaba empobreciendo la calidad de los intercambios, reducidos a meros coeficientes numéricos” (idem, n. 17).
“Esto requiere ante todo que se emprenda una reconquista de lo humano, para reabrir los horizontes a la sobreabundancia de valores, que es la única que permite al hombre encontrarse a sí mismo y construir sociedades que sean acogedoras e inclusivas, donde haya espacio para los más débiles y donde la riqueza se utilice en beneficio de todos. En resumen, lugares donde al hombre le resulte bello vivir y fácil esperar” (idem).