El problema de confundir el espacio vital con el espacio personal es que va creciendo desproporcionadamente y puede llegar un momento en que nos acabe encerrando en nosotros mismos
Siempre me ha llamado la atención la expresión ‘espacio vital’. Más que la expresión, el sentido que se le da. Escuchas a alguien quejarse de que necesita su ‘espacio vital’ y te preguntas: ¿a qué se referirá? Indagas y pronto caes en la cuenta de que en realidad no está hablando de espacio vital, sino de espacio personal.
Recuerdo muy bien un comentario de Josep Argemí, Catedrático de Pediatría que fue Rector de la Universitat Internacional de Catalunya y, sobre todo, padre de familia numerosa y brillante moderador de los cursos de Family Enrichment, en el primer curso al que asistí, para padres con hijos entre menos nueve meses y tres años. Él, probablemente, no se acordará, pero comentó que no resulta extraño en padres con familias grandes y corazón generoso guardar la raqueta un día y recuperarla al cabo de unos años llena de telarañas. Era un ejemplo, claro, porque la raqueta es compatible con cualquier tipo de familia. Ya se entiende lo que quería decir.
El problema de confundir el espacio vital con el espacio personal es que va creciendo desproporcionadamente y puede llegar un momento en que nos acabe encerrando en nosotros mismos. Y es que el espacio personal acaba haciéndose muy aburrido. Es lo que les pasa a muchos adolescentes, que se aburren porque están siempre atentos a ellos mismos y no son capaces de desconectar de sus propias y a veces artificiosas necesidades.
Hace muchos años, cuando nuestros siete hijos eran más pequeños y teníamos todos los frentes abiertos (desde los pañales hasta las salidas), un lunes cualquiera se me acercó un compañero de trabajo, soltero, adicto al trabajo y a sí mismo, aspirante a socio del despacho, y me dijo: “¡uf, estoy muerto…, no sé qué me pasa que no desconecto los fines de semana!”.
“Pues, vente a mi casa ─le dije─, es entrar por la puerta y recibir una bofetada ambiental de realidad familiar de tal calibre que te desconecta del despacho en cinco minutos”. No sé si le hizo mucha gracia. A mí me pasaba lo contrario: el fin de semana era tan trepidante y desconectaba tanto que volver al despacho era como una descompresión. Eso sí, al poco ya me apetecía volver con mis hijos y mi mujer: ¡mi espacio vital!
Traigo este tema a colación porque hoy mi mujer me ha comentado que uno de los miedos que los preparadores matrimoniales perciben en los jóvenes que han decidido casarse es el de perder su ’espacio vital’. La frase paradigmática es: “es que yo trabajo mucho y, al terminar el día, necesito mi tiempo…, ir la gimnasio, quedar con mi amigos”.
Es como si en la primera entrevista de trabajo dijeras: “oiga, yo necesito mi espacio vital. Durante la carrera todos los días tenía una hora de descanso a media mañana y solía dormir la siesta en mi casa después de ver la serie de turno, y no quiero perderlo”. Seguro que el entrevistador te muestra sin dificultad la opción ‘puerta de salida’ o ‘nuevo espacio vital’.
El espacio vital depende, en definitiva, de la circunstancia vital de cada persona. Y no es algo estático, cristalizado, se va construyendo poco a poco. La raqueta, el gimnasio, los amigos, el trabajo y todas las realidades vitales se van adaptando a lo esencial. Y cuando alguien ama a una persona hasta el extremo de querer compartir su vida, lo esencial es ella. No cabe el miedo a perder ‘espacio vital’. Lo que se pierde es lo caduco, lo que ya no sirve para la nueva vida que se va a emprender. Hará falta un tiempo de acostumbramiento, naturalmente, porque la naturaleza humana tiende a la rutina y en ella encuentra seguridad. Pero si uno se lanza a la aventura y no confunde el espacio personal con el espacio vital, que ahora será de los dos, no tardará mucho en olvidar un ‘espacio’ que estaba más vacío de lo que se pensaba. Y, al correr del tiempo, el espacio personal que pronto fue ocupado por el espacio familiar se transformará en espacio de felicidad. Tiempo al tiempo.