Estamos recorriendo juntos el corazón del Misterio cristiano tal como se ha ido revelando a lo largo de la historia. Así hemos llegado a lo que se llama “el tiempo de la Iglesia”. Creo que para vivir el "hoy" atormentado es interesante y útil recordar los inicios
Todo comienza cuando Jesús, diciéndole a Pedro: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra fundaré mi Iglesia”, da origen al carisma papal y a la Iglesia como institución. Y sucesivamente cuando, justo antes de expirar, al confiar María a Juan, y Juan a María, Jesús muestra el vínculo profundo, un verdadero “cuerpo místico” que, a pesar de su muerte, se mantendrá entre él, su madre y cada creyente que vea la luz. Dos aspectos que deberían ayudarse siempre e integrarse el uno en el otro y que encontrarán un reconocimiento oficial el día de Pentecostés cuando, en lenguas de fuego, el Espíritu que une en el amor al Padre y al Hijo descienda sobre los apóstoles y sobre María, reunidos en oración en el cenáculo.
A partir de ese momento tiene inicio la vida eclesial: en su Misterio profundo, como lugar en el cual encontrar vivo y resucitado a ese Jesús que ya ha ascendido al Cielo; pero también en su misión pública de evangelizar a la gente. Los Hechos de los Apóstoles son, claramente, una crónica admirable y conmovedora de ambos aspectos: una fe en Jesús, unida alrededor de la “fracción del pan”, tan profunda y viva que puede obrar milagros, una comunión entre creyentes tan fraternal y disponible que puede suscitar casi asombro. Pero también el valor de una misión que alcanza, en las entonces difíciles condiciones, lugares cada vez más lejanos, consiguiendo adhesiones al Evangelio cada vez más amplias. Junto a una conciencia que, página tras página, parece hacerse cada vez mayor de lo que significa ser precisamente la Iglesia de Jesucristo, la responsabilidad de vivir su mensaje en lo más hondo y, al mismo tiempo, la capacidad de organizarnos para anunciarlo a todos, judíos y paganos.
Y después, al mismo tiempo que los Hechos, el gran esfuerzo de poner por escrito los recuerdos de los apóstoles que, recogidos y organizados, darán origen a los cuatro Evangelios y a otros escritos no testamentarios. Y, poco después, desde los primeros siglos, todo ese agotador trabajo de reflexión que durará mucho tiempo, y que superará obstáculos muy graves para intentar dar una dimensión teológicamente comprensible a todo el Misterio cristiano. Así tomarán forma los dogmas ─ristológicos y marianos─ que hoy a menudo son mirados con malos ojos, pero que en realidad son faros que iluminan para no perder el camino, cimientos que, como para cualquier casa que no quiera derrumbarse, es peligroso socavar. ¡Qué gran epopeya, hoy casi olvidada! Tengo que decir que, precisamente por esto, reconforta pensar en toda esta labor inicial, que al final ha tenido tan buen resultado.
Pensarlo sobre todo hoy en día, cuando la Iglesia, y nosotros con ella, estamos viviendo momentos de particular dificultad. Nutrirse de esa fe viva, palpitante; alimentarse de esa esperanza total en la asistencia del Espíritu, reencontrarse en ese valor sin fin, en esa capacidad de superar contrastes y obstáculos, casi con levedad, hallando de nuevo, cada vez, una unidad interior y una fuerza misionera.