El 53 mensaje del Santo Padre para la Jornada de las Comunicaciones Sociales analiza la capacidad de las redes sociales para generar comunidad
Diferentes problemas −el odio online, la ausencia de privacidad o los intereses de las grandes compañías digitales− han cuestionado en los últimos años los beneficios de internet. ¿Puede la red, pese a todos los obstáculos, dar respuesta a nuestra profunda necesidad de entrar en relación con los demás?
En 1967, san Pablo VI puso en marcha la costumbre de dedicar un mensaje cada año para reflexionar sobre la comunicación. Sus sucesores han continuado con esta iniciativa, confirmando así la intuición del pontífice italiano acerca de la relevancia que los medios informativos tienen para la vida de la Iglesia y la transmisión de la fe.
En estos más de 50 años, los diversos Papas han abordado los más variados temas, pero si repasamos los más recientes es fácil detectar una lógica atención por la comunicación digital. Las redes sociales, la verdad en la era digital, la pastoral y la virtualidad, o el diálogo y las nuevas tecnologías son algunas de las cuestiones que han abordado los pontífices.
El mensaje de este año (el 53º) se inspira en una expresión de la carta de san Pablo a los Efesios, a quienes el Apóstol recuerda que “somos miembros unos de otros” (Ef 4, 25). El Papa Francisco se sirve de esta consideración paulina para meditar sobre la capacidad que tienen las redes sociales para reforzar o debilitar −según el uso que se haga de ellas− las comunidades humanas. El texto resulta una aportación valiosa a un movimiento de reflexión social más amplio −que desborda lógicamente los límites de la Iglesia- sobre los beneficios y perjuicios que la digitalización de las relaciones está introduciendo en nuestras vidas. Actualmente pasamos cada día un 300 % más de minutos ante una pantalla respecto a 1995, un dato que implica numerosos cambios no solo en la gestión del tiempo, sino también en otras esferas fundamentales, como son la adquisición de conocimientos, las relaciones sociales o la formación de la personalidad. Como ha señalado el secretario del Dicasterio para la Comunicación, Mons. Lucio Ruiz, “el mirarse a los ojos se ha sustituido por la contemplación de una pantalla táctil, y ya no se necesita, de modo forzoso, el silencio del otro para expresarse sin ser interrumpido”.
Con ocasión de los 30 años del lanzamiento de la primera página web, su creador, Tim Berners-Lee, se lamentaba de la deriva que está tomando internet. El sueño de una sociedad conectada, donde la colaboración sustituiría a la competitividad, se enfrenta hoy a numerosos obstáculos causados por quienes promueven intereses particulares. Los problemas de privacidad, la ausencia de neutralidad, las noticias falsas, el imperialismo de las grandes compañías tecnológicas o la fragmentación de la regulación de internet en distintas áreas geográficas de poder (Estados Unidos, Europa, China y Rusia, principalmente) son algunas de las amenazas principales. “El sueño de internet que tanto entusiasmó a la gente no parece que vaya a suponer ahora un gran bien para la humanidad”, dijo Berners-Lee en el CERN de Ginebra el pasado marzo.
A este complejo horizonte del negocio digital −dramático, en cuanto que escapa al control de los usuarios y que, al mismo tiempo, dibuja un incierto futuro para una herramienta que se ha hecho imprescindible para las relaciones y tareas más ordinarias− se une la personal experiencia de cómo internet ha invadido progresivamente hasta el más mínimo espacio de nuestras vidas. Nicholas Carr, un ensayista estadounidense crítico con la red, ha afirmado que “la tecnología es la expresión de la voluntad del hombre”, quien se sirve de ella para superar los lógicos límites que le impone la realidad. ¿Necesitamos controlar el tiempo? Hagamos relojes. ¿Queremos volar? Construyamos aviones. ¿Deseamos hablar con quien está lejos? Inventemos el teléfono. ¿Queremos desprendernos de los límites de la realidad física (distancia, tiempo, espacio)? Voilà internet.
Internet existe porque lo hemos querido profundamente. Hasta ahora, nuestros inagotables deseos se topaban con los límites del espacio, del tiempo o de nuestra naturaleza, pero de repente la virtualidad nos está ofreciendo una solución instantánea. Por eso dedicamos tantas horas a las redes sociales, sucumbimos a la comodidad de las apps o nos enganchamos a la conversación constante que permite la mensajería instantánea. Las tecnologías digitales nos envuelven con tanta fuerza porque prometen satisfacer las necesidades más profundas que mueven a la voluntad: el afecto de los amigos, la aceptación social, la curiosidad intelectual, el entretenimiento, etcétera. La inagotable información contenida en la red parece estar a la altura de nuestros deseos y sueños infinitos (pues ¡ay del hombre que deja de desear!).
El mensaje de Papa Francisco afronta una de las principales necesidades del hombre a las cuales la red ofrece una respuesta inconmensurable: entrar en relación con los demás. La expresión paulina “somos miembros unos de otros” (Ef 4, 25) recuerda que el hombre necesita del otro para conocer la verdad sobre sí mismo. En las primeras líneas del mensaje, se señala la amenaza más terrible de la que todo hombre huye: la soledad. Desde una perspectiva positiva, el Santo Padre invita a “reflexionar sobre el fundamento y la importancia de nuestro estar-en-relación; y a redescubrir, en la vastedad de los desafíos del contexto comunicativo actual, el deseo del hombre que no quiere permanecer en su propia soledad”. Es decir, estamos en red porque nuestra naturaleza, nuestro modo de ser hombres, nos lleva a ello, porque disfrutamos interactuando con los demás y porque encontramos en la tecnología un instrumento valioso para desplegar nuestro instinto por vivir en sociedad.
La nostalgia de los demás aparece, por tanto, como una de las fuerzas más poderosas. Francisco señala que el origen de la necesidad de vivir en relación se basa en el hecho de haber sido creados “a imagen y semejanza de Dios”, de un Dios que no es soledad, sino comunión trinitaria. Así pues, dice el Papa ahondando aún más, la verdad de cada persona se revela solo en la comunión. Solo a través de la relación con los demás, el individuo se hace otro, llega a ser plenamente alguien. Así lo expresa san Pablo: “Por lo tanto, dejaos de mentiras, y hable cada uno con verdad a su prójimo, que somos miembros unos de otros” (Ef 4, 25). Si no nos damos a los demás abriéndonos a la relación, resume el mensaje, perdemos la única vía para encontrarnos a nosotros mismos, para entender quiénes somos y a qué estamos llamados.
Las redes prometen comunidad, pero los hombres necesitan comunión. Aunque el mensaje hace una lectura positiva de la capacidad de las redes sociales, también alerta de su poder destructivo, y menciona explícitamente algunos desvaríos fraudulentos, como el “uso manipulador de los datos personales con la finalidad de obtener ventajas políticas y económicas”, la “desinformación y a la distorsión consciente y planificada de los hechos y de las relaciones interpersonales”, el “narcisismo” e “individualismo desenfrenado”, o la identidad virtual construida como “contraposición frente al otro, frente al que no pertenece al grupo”. La red puede convertirse en una comunidad en la que entrar en conexión con los demás, sí, pero también en una telaraña en la que quedar atrapados.
Uno de los últimos párrafos del mensaje contiene las claves para conciliar la nostalgia por entrar en relación con los demás con un uso prudente de las redes: “Si se usa la red como prolongación o como espera de ese encuentro [con los demás], entonces no se traiciona a sí misma y sigue siendo un recurso para la comunión. Si una familia usa la red para estar más conectada y luego se encuentra en la mesa y se mira a los ojos, entonces es un recurso. Si una comunidad eclesial coordina sus actividades a través de la red, para luego celebrar la Eucaristía juntos, entonces es un recurso. Si la red me proporciona la ocasión para acercarme a historias y experiencias de belleza o de sufrimiento físicamente lejanas de mí, para rezar juntos y buscar juntos el bien en el redescubrimiento delo que nos une, entonces es un recurso”.
Las herramientas digitales, que poco a poco aprendemos a dominar, están poniendo a prueba nuestra humanidad. Comenzamos a darnos cuenta de que la tecnología es infinita, pero nosotros no; y de que su oferta es virtual, pero que nosotros somos seres materiales. Al igual que ocurre con las fuerzas de la naturaleza −como el fuego o el agua−, necesitamos canalizar el poder de la tecnología −estableciendo límites y regulando su potencia−.
Recientemente, un estudio sobre la amistad entre adolescentes ha revelado un dato curioso: en 2012, la mayoría de jóvenes prefería comunicarse con los amigos en persona (49 %), por delante de quienes escogían hacerlo a través de mensajes de texto (33 %); seis años después, en 2018, las preferencias han cambiado: el canal privilegiado para hablar con los amigos son los mensajes de texto (35 %), mientras que las conversaciones cara a cara solo las elige el 32 % de los adolescentes.
¿Podemos de verdad ser-con-los-demás reduciendo cada vez más el encuentro físico? La lógica indica que no, porque somos alma y cuerpo, y la felicidad no admite medias felicidades −no nos basta una felicidad “virtual” o puramente “espiritual”−, sino que aspiramos a la plenitud.
El futuro tecnológico está, sin duda, en manos de las grandes corporaciones y de ellas depende el desarrollo de innumerables e ilusionantes promesas futuras (por ejemplo, la inteligencia artificial o la realidad virtual). ¿Es la tecnología un tren que ha perdido la Iglesia? No: además de seguir inspirando el trabajo de los innovadores con el mensaje del Evangelio, la Iglesia, experta en humanidad, está sin duda llamada a convertirse en “experta en fisicidad”. Tendrá que recordar una vez más al mundo la importancia del cuerpo y de los sentidos físicos conectados profundamente al alma; deberá invitar a vivir la caridad en el encuentro físico, creando espacios y ocasiones para el trato personal, invitando a ejercer la caridad del “estar ahí” -¡cuánto bien puede hacer una llamada de teléfono en vez de un cómodo Whatsapp!-; necesitará subrayar aún más el papel central de los sacramentos y de las celebraciones comunitarias, etcétera.
La Iglesia no afronta sola el reto de humanizar las tecnologías digitales, sino que la acompañan otras fuerzas sociales. Me refiero, fundamentalmente, a la familia y a los centros educativos. Son los espacios adecuados en los que aprender el arte de ser humanos en un mundo digital: donde usar la tecnología para comunicar con los demás y aprender a desconectarse para escuchar; donde callarse un comentario online y ser capaces de discutir sin herirse offline; donde navegar para conocer el mundo y, al mismo tiempo, dialogar para entender al prójimo.
Prolongación y espera: estas dos palabras del mensaje dan la clave para usar con beneficio las redes sociales, porque extienden la relación con los demás o nos preparan a ella, pero no sustituyen al otro. El reto consiste, quizá, en ofrecer a quienes nos rodean y a nosotros mismos motivos suficientes para el encuentro personal, para recibir de los demás aquella felicidad que sólo otra persona nos puede dar.
Juan Narbona
Profesor de Comunicación Digital de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz (Roma)
Fuente: Revista Palabra
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