Evangelio del 17º domingo del Tiempo ordinario (Ciclo C) y comentario al evangelio
Estaba haciendo oración en cierto lugar. Y cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos:
− Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos.
Él les respondió:
− Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino; sigue dándonos cada día nuestro pan cotidiano; y perdónanos nuestros pecados, puesto que también nosotros perdonamos a todo el que nos debe; y no nos pongas en tentación.
Y les dijo:
− ¿Quién de vosotros que tenga un amigo y acuda a él a medianoche y le diga: «Amigo, préstame tres panes, porque un amigo mío me ha llegado de viaje y no tengo qué ofrecerle», le responderá desde dentro: «No me molestes, ya está cerrada la puerta; los míos y yo estamos acostados; no puedo levantarme a dártelos»? Os digo que, si no se levanta a dárselos por ser su amigo, al menos por su impertinencia se levantará para darle cuanto necesite.
Así pues, yo os digo: pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá; porque todo el que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá.
¿Qué padre de entre vosotros, si un hijo suyo le pide un pez, en lugar de un pez le da una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le da un escorpión? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?
A san Josemaría le conmovía la escena que nos narra este pasaje del Evangelio: “Jesús convive con sus discípulos, los conoce, contesta a sus preguntas, resuelve sus dudas. Es sí, el Rabbí, el Maestro que habla con autoridad, el Mesías enviado de Dios. Pero es a la vez asequible, cercano. Un día Jesús se retira en oración; los discípulos se encontraban cerca, quizá mirándole e intentando adivinar sus palabras. Cuando Jesús vuelve, uno de ellos pregunta: Domine, doce nos orare, sicut docuit et Ioannes discipulos suos; enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos”[1]. ¿Cómo se notaría la intensidad de la oración de Jesús que los discípulos se sienten atraídos, pero no quieren molestar?
Jesús responde con naturalidad, enseñándoles con sencillez a unirse a su oración: “Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino” (v. 2). Lo primero, es dirigirse a Dios como “Padre” porque somos hijos de Dios. La consideración de nuestra filiación divina establece el tono apropiado a la oración, que no es otra cosa que un diálogo confiado de un hijo con un padre que lo ama con ternura.
Jesús, el Hijo que habla con su Padre, comparte con sus discípulos y con nosotros, los sentimientos que lleva en lo más profundo de su corazón y que son el tema de su oración y de la nuestra. Primero, “santificado sea tu Nombre”. Dios no necesita que se lo recordemos, pero a nosotros nos viene muy bien reconocerlo, para no olvidarnos de dónde está la fuente y el origen de toda santidad. Después añade “venga tu Reino”, esto es, el deseo de que Dios reine en todas las almas para que sean felices y se salven. También en este caso, Él es el primer interesado en que esto sea una realidad, pero cuenta con nuestra insistencia y con que pongamos los medios para ayudarle a reinar en todos los corazones y en el mundo.
Sugiere, a continuación, realizar tres peticiones para implorar lo que más necesitamos para el presente, relativo al pasado y en orden al futuro.
Primero: “Sigue dándonos cada día nuestro pan cotidiano” (v. 3). Solicitamos a Dios el alimento diario de cada jornada, la posesión austera de lo necesario, lejos de la opulencia y de la miseria (cfr. Pr 30,8). Los Santos Padres han visto en el pan que se pide aquí no sólo el alimento material, sino también la Eucaristía, sin la cual no podemos vivir como verdaderos cristianos. La Iglesia nos lo ofrece diariamente en la Santa Misa, ¡ojalá aprendiéramos a valorarlo y a encontrar ahí la fortaleza para todo nuestro día!
En la segunda petición de esta serie, “perdónanos nuestros pecados, puesto que también nosotros perdonamos a todo el que nos debe” (v. 4), imploramos que descargue nuestra conciencia de todo lo que la oprime. El Señor sabe que somos débiles. Por eso nos invita a ser sencillos para reconocer nuestros errores, limitaciones y pecados, a pedir perdón, y a desagraviar por ellos con mucho amor.
Por último, Jesús nos sugiere pedir a Dios que no nos ponga en tentación (cfr. v. 4). ¿Qué queremos decir exactamente al realizar esa petición? Es como un desahogo filial de un hijo que abre su corazón al Padre. Benedicto XVI comenta que en esa petición decimos a Dios: “Sé que necesito pruebas para que mi ser se purifique. Si dispones esas pruebas sobre mí, si −como en el caso de Job−– das una cierta libertad al Maligno, entonces piensa, por favor, en lo limitado de mis fuerzas. No me creas demasiado capaz. Establece unos límites que no sean excesivos, dentro de los cuales puedo ser tentado, y mantente cerca con tu mano protectora cuando la prueba sea desmedidamente ardua para mí (…) Pronunciamos esta petición con la confiada certeza que san Pablo nos ofrece en sus palabras: ‘Dios es fiel y no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas; al contrario, con la tentación os dará fuerzas suficientes para resistir a ella’ (1Co 10, 13)”[2].
Fuente: opusdei.org.
[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 108.
[2] Joseph Ratzinger-Benedicto XVI, Jesús de Nazaret I. Desde el Bautismo a la Transfiguración (La esfera de los libros, Madrid, 2000), pp. 199-201.
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