El sacerdote no tienen obligación de denunciar los delitos conocidos a través de la confesión ni de testificar en juicio acerca de tales hechos
El 7 de junio de 2018 la Asamblea Legislativa del Territorio de Canberra aprobó una ley que obliga a los sacerdotes a romper el secreto de la confesión si llegaran a conocer algún caso de abuso sexual de menores. Con tal decisión, el órgano legislativo del Distrito Federal de la capital australiana traspasó una línea roja que nadie antes había cruzado. Hay otras iniciativas parlamentarias en diversas partes del mundo −por ejemplo, en Chile−, que apuntan en la misma dirección. Ante este panorama, el Vaticano mueve ficha y publica una Nota sobre la inviolabilidad del sigilo sacramental, que no admite excepciones.
El sacramento de la penitencia es un bien del máximo valor para la Iglesia, al que se dispensa la protección oportuna, también en el orden jurídico. Concretamente, la revelación por parte del confesor de la identidad del penitente o de los pecados confesados es un delito canónico castigado con la pena de excomunión automática reservada a la Sede Apostólica. Si el acto de la violación del sigilo hubiera trascendido al fuero externo, el delito es de los reservados a la Congregación para la Doctrina de la Fe, es decir, que, en cuanto delito, ha de ser juzgado por ese Tribunal.
Más allá de la esfera penal, la protección que el Derecho canónico dispensa a la intimidad del penitente se traduce en medidas de tipo administrativo y procesal. Se prohíbe que quien está constituido en autoridad en la Iglesia haga uso, para el gobierno exterior, del conocimiento de pecados que haya adquirido por confesión. Por otra parte, los sacerdotes son considerados incapaces para testificar en relación con todo lo que conocen por confesión sacramental, aunque el penitente pida que lo manifiesten; más aún, lo que de cualquier modo haya oído alguien con motivo de confesión no puede ser aceptado ni siquiera como indicio de la verdad.
Esta estricta disciplina canónica se pone a prueba en el caso de que el pecado confesado pudiera constituir un delito en sede civil. Pues bien, la Iglesia, ante esa eventualidad, reitera su criterio: se prohíbe que el sacerdote condicione la absolución a la obligación de que el penitente se incrimine a sí mismo ante la jurisdicción del Estado, de acuerdo con el principio de derecho natural según el cual nadie puede ser obligado a afirmar la propia responsabilidad penal. Lo que sí tendrá que hacer el confesor, naturalmente, es instruir al penitente que manifieste haber sido víctima de un delito acerca de sus derechos; y, en particular, habrá de informarle acerca de los medios para denunciar el hecho en el foro del Estado o de la Iglesia.
El sacerdote, en suma, no tienen obligación de denunciar los delitos conocidos a través de la confesión ni de testificar en juicio acerca de tales hechos.
En el ordenamiento español, este derecho de los sacerdotes goza de un alto grado de protección. La negativa a testificar en juicio se recoge en la Ley de Enjuiciamiento Criminal: no podrán ser obligados a declarar los eclesiásticos «sobre los hechos que les fueron revelados en el ejercicio de las funciones de su ministerio». El Acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede de 28 de julio de 1976 dispone que «en ningún caso los clérigos y los religiosos podrán ser requeridos por los jueces u otras autoridades para dar información sobre personas o materias de que hayan tenido conocimiento por razón de su ministerio».
El buen sentido jurídico se impondrá, sin duda, en el ámbito de las naciones y la resolución de la Asamblea Legislativa del Territorio de Canberra, quedará, mientras dure, como “la excepción australiana”.
Jorge Otaduy, Vicedecano de la Facultad de Derecho Canónico. Universidad de Navarra.