Para san Pablo: tanto el matrimonio como el celibato son dones de Dios, que hay que custodiar y cultivar con cuidado. (…) Ambos tienen un carisma específico; cada uno de ellos es una vocación, que el hombre, con la ayuda de la gracia de Dios, debe saber discernir en la propia vida"
Nosotros no decidimos nuestra vocación ni la elegimos, sino que la elige Dios. En ese sentido, es cierto que a la vocación se responde que afirmativa o negativamente, pues la vocación es una llamada de Dios desde la eternidad.
Pero esa llamada no es un hecho aislado, que nos llega en un momento concreto de la vida, al que se responde que sí o que no, y que a partir de entonces es ya cuestión cerrada. Esa llamada es una actitud permanente de Dios, que nos va desvelando su querer con mil pequeñas llamadas cada día.
En toda vida hay momentos de especial lucidez, en los que cada persona advierte con mayor claridad su posición ante Dios y, con ello, la misión que está llamada a desempeñar en el mundo. Son momentos en los que toma especial conciencia de su vocación, pero que han sido precedidos por otros momentos que han preparado el terreno, y seguidos después por otros que contribuirán a manifestar las implicaciones del querer divino, interpelando de nuevo a la libertad de esa persona.
La vocación es una llamada a la que podemos responder en mayor o menor medida. Cuando respondemos a una llamada telefónica, abrimos un diálogo, pero, si no tenemos teléfono, o no respondemos a la llamada, ni siquiera comienza el diálogo. Pero, si respondemos, se abre entonces una conversación con el Señor, que dura toda nuestra vida. Un diálogo que está abierto a la libertad de nuestra respuesta, que está condicionado a cada momento por nuestra generosidad.
En ese sentido, puede decirse que no hay dos vocaciones iguales, porque Dios pide a cada uno cosas distintas cada día, como escribió León Felipe: "Nadie fue ayer, ni va hoy, ni irá mañana hacia Dios por este mismo camino que yo voy". No está todo preconcebido y cerrado. No somos como unas marionetas de Dios, sino que nuestra vida estará siempre condicionada por la generosidad de nuestras respuestas. Cada "sí" nuestro abre la puerta a nuevos requerimientos de Dios, a nuevas aventuras de generosidad y de entrega, y con ello a una felicidad cada vez mayor.
Exacto. Hay modos de perseverar que no son fidelidad. Se puede perseverar en el matrimonio pero no ser fiel. Se puede perseverar en el celibato de un modo que tampoco debería propiamente llamarse fidelidad. Es verdad que, mientras se persevera, aunque sea mal, tenemos ocasión de convertirnos y ser fieles a nuestro camino, pero la perseverancia sin fidelidad es siempre un drama personal.
Al responder que sí a la llamada inicial de Dios, iniciamos un diálogo: "Tú, Señor, me llamas, y yo me pongo en tus manos. ¿Qué debo hacer, qué hacemos?". Según cómo respondamos, esa conversación con Dios que es nuestra vocación alcanzará mayor o menor intimidad, mayor o menor fruto. Tenemos incluso la posibilidad de cortar ese diálogo, de rechazar la vocación. Pero lo que se pierde entonces no es la vocación, lo que se pierde es la respuesta. En ese caso, nosotros seremos los principales perjudicados, pues, como escribió Saint-Exupèry, "conoces lo que tu vocación pesa en ti, y si la traicionas, es a ti a quien desfiguras; pero sabes que tu verdad se hará lentamente, porque es nacimiento de árbol y no hallazgo de una fórmula". La vocación es como un árbol que germina y crece, no un hecho aislado que un día hemos descubierto.
Lógicamente. Puede que ese diálogo con Dios nos lleve, con rectitud, a un cambio, a resituarnos respecto a lo que inicialmente percibimos. Pero eso no es abandonar la vocación, sino precisar mejor el discernimiento. Por eso, en todas las instituciones y caminos de la Iglesia existen esos plazos y etapas de prueba, de los que ya hemos hablado, que permiten ir confirmando ese discernimiento personal, de manera semejante a como existe el noviazgo antes del matrimonio. Pero, una vez que han concluido los períodos de prueba, hay un evidente deber de fidelidad. La llamada divina se percibe en un momento determinado, pero es desde siempre y para siempre, porque "los dones y la vocación de Dios son irrevocables" (Romanos 11, 28-29). Con la vocación, el Señor concede los medios para poder descubrirla y para responder afirmativamente; y después, a lo largo de la vida, otorga las gracias necesarias para llevar a cabo la misión confiada.
Eso puede suceder, por supuesto, como también puede suceder en el matrimonio, donde pueden darse casos de matrimonios nulos por vicio del consentimiento. Pero, igual que en el matrimonio existe una presunción a favor del vínculo, también debe haberla en el caso del compromiso definitivo de celibato.
La comparación entre el matrimonio y el celibato arroja habitualmente bastante luz, aunque tiene sus límites, como sucede con cualquier comparación, en la que siempre hay una parte de similitud y otra de diferencia. Desde luego, si se declara una nulidad matrimonial de forma honesta y legítima, ya no existe el vínculo matrimonial, porque, en realidad, nunca existió. Pero, si se recurre a ese proceso como un subterfugio para obtener algo que no responde a la realidad, las cosas son bastante distintas. Y con la dispensa del celibato sucede algo parecido. Pienso que, en todo caso, es Dios quien debe juzgar a cada uno según sus obras, pues solo Él conoce de modo completo lo que sucede en el interior de las personas.
Así lo decía Juan Pablo II en 1995, refiriéndose entonces al caso concreto del sacerdocio. "La vocación al celibato necesita ser defendida conscientemente con una vigilancia especial sobre los sentimientos y sobre toda la propia conducta. Cuando en el trato con una mujer peligrara el don y la elección del celibato, el sacerdote debe luchar para mantenerse fiel a su vocación. Semejante defensa no significaría que el matrimonio sea algo malo, sino que para el sacerdote el camino es otro. Dejarlo sería, en su caso, faltar a la palabra dada a Dios.
"La oración del Señor: "No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal" cobra un significado especial en el contexto de la civilización contemporánea, saturada de elementos de hedonismo, egocentrismo y sensualidad. Se propaga por desgracia la pornografía, que humilla la dignidad de la mujer, tratándola exclusivamente como objeto de placer sexual. Estos aspectos de la civilización actual no favorecen, ciertamente, la fidelidad conyugal ni el celibato por el Reino de Dios. Si el sacerdote no fomenta en sí mismo auténticas disposiciones de fe, de esperanza y de amor a Dios, puede ceder fácilmente a los reclamos que le llegan del mundo. ¿Cómo no dirigirme, pues, a vosotros, queridos hermanos sacerdotes, para exhortaros a permanecer fieles al don del celibato, que nos ofrece Cristo? En él se encierra un gran bien espiritual para cada uno y para toda la Iglesia".
Así han nacido numerosas fundaciones que han llenado de gloria la historia de la Iglesia. Pero, en todos los casos, esas personas han buscado siempre la aprobación de los superiores jerárquicos competentes −sus autoridades diocesanas o bien la Santa Sede− para dar ese paso. Y aunque haya habido con frecuencia dificultades e incomprensiones, que se dan en todas las grandes obras, al final han demostrado su rectitud y su origen sobrenatural, y han dado ese paso con la correspondiente aprobación.
Con la vocación no nos hemos propuesto, simplemente, hacer unas cuantas cosas buenas. La vocación es algo que abarca todas las dimensiones de nuestra vida y la envuelve por completo. No es unirse a otras personas buenas para hacer unas cuantas cosas buenas; es proponerse cambiar el mundo, mejorarlo, y no porque seamos superhombres, sino porque así entendemos que lo reclama Dios de nosotros.
Con la vocación, cambia la visión de la vida. "Si me preguntáis −escribió San Josemaría Escrivá− cómo se nota la llamada divina, cómo se da uno cuenta, os diré que es una visión nueva de la vida. Es como si se encendiera una luz dentro de nosotros". "La vocación enciende una luz que nos hace reconocer el sentido de nuestra existencia. Es convencerse, con el resplandor de la fe, del porqué de nuestra realidad terrena. Nuestra vida, la presente, la pasada y la que vendrá, cobra un relieve nuevo, una profundidad que antes no sospechábamos. Todos los sucesos y acontecimientos ocupan ahora su verdadero sitio: entendemos a dónde quiere conducirnos el Señor y nos sentimos como arrollados por ese encargo que se nos confía."
Esta idea nos recuerda una reflexión que, siendo aún una niña, se hacía Santa Teresa de Lisieux. Le gustaba divertirse tomando en sus manos un caleidoscopio, y se admiraba de cómo aquella especie de catalejo podía producir un fenómeno tan fascinante. Un día, tras examinar el interior del mecanismo, vio que se trataba simplemente de algunos pedacitos de papel y lana, echados acá y allá, cortados de cualquier manera, y tres cristales en el interior del tubo. "Esto fue para mí −escribiría en sus memorias− la imagen de un gran misterio. Nuestras acciones, aun las más pequeñas, mientras no se salgan del foco del amor, la Santísima Trinidad, figurada por los tres cristales convergentes, da sobre ellas un reflejo y una belleza admirables…”. Pero, si salimos de ese centro inefable del amor, ¿qué queda? Briznas de paja. La vocación nos introduce en la óptica del amor, en una nueva perspectiva que llena de color y de atractivo lo más ordinario. La vocación es una luz de Dios que nos ayuda a ver de modo concreto, hoy y ahora, personalmente, lo que Dios quiere de nosotros. La vocación no es, simplemente, una idea que nos inspira, sino una determinación clara de la voluntad de Dios para nosotros. Dios quiere de nosotros algo grande y lo hará, si no ponemos obstáculos.
Santo Tomás de Aquino ponía una interesante comparación. Dios es como la luz del sol, y nosotros estamos dentro de una habitación en la que, si abrimos la ventana, Dios nos inunda con su luz y tenemos claridad. La luz solar que entra en la habitación no es efecto solo de que la ventana esté abierta: tiene que alumbrar el sol. Es Dios quien actúa, pero es preciso que nosotros lo facilitemos, que no cerremos la ventana, que no lo impidamos.
Lo importante es que cada uno estemos firmemente decididos a ser fieles a lo que Dios nos pida. Luego, ya Dios suple nuestra debilidad. Así lo contaba Lázaro Linares, al narrar la historia de su vocación, cuando, un día de abril de 1955, expuso esas dudas al director del centro donde deseaba pedir la admisión en el Opus Dei. El director le escuchó con atención, se aseguró de la claridad con que se había planteado dar ese paso y, finalmente, le preguntó acerca de aquella duda: "Lázaro… ¿tú crees que podrías perseverar un día?". "Hombre, sí; un día, sí", le contestó. "¿Y una semana?" "Sí, una semana pienso que también." "¿Y un mes?" "Hombre, un mes puede ser muy largo, pero supongo que también". "Entonces −concluyó-, si eres capaz de perseverar un mes, eres capaz de perseverar toda la vida".
Había en todo aquello, aparentemente simple, mucha profundidad y mucha sabiduría. Dios nos da en cada momento la gracia necesaria para ser fieles. Cada día tiene su propio afán y su propia gracia de Dios. Si no hay ningún obstáculo para vivir el día a día, no tiene por qué haberlos después. Se trata de mantener la palabra dada a Dios, de mantener vivo ese diálogo personal con el Señor, pues ese diálogo nos hace ser receptivos a sus requerimientos.
Me recuerda lo que sucedió a San Enrique, príncipe heredero de Baviera. A la muerte de su padre, en el año 995, Enrique ocupó el trono con solo veintidós años. Era uno de los príncipes más instruidos de su tiempo y su fama de buen gobernante se difundió enseguida por toda Baviera, ganándose la simpatía de sus súbditos. Había tenido como maestro a San Wolfgang, que le dio una esmerada educación cristiana. Al poco de morir su maestro, tuvo Enrique un sueño, la noche del 1 de enero del año 996. En el sueño, San Wolfgang escribía en una pared esta frase: "Después de seis". Enrique se imaginó que, por medio de ese sueño, le avisaba de que dentro de seis días iba a morir, y se dedicó con todo empeño a prepararse para ese momento. Pero pasaron los seis días y no murió. Entonces, pensó que serían seis meses, y procuró obrar en todo momento con ese mismo pensamiento. Pero a los seis meses tampoco murió. Concluyó entonces que el plazo era de seis años, y durante ese tiempo siguió actuando, en su vida personal y en el gobierno de su reino, con la idea de que el tiempo que Dios le concedía era ese. Pero, a los seis años, justo el 1 de enero de 1002, lo que le llegó no fue la muerte, sino su proclamación como Emperador de Alemania. Los seis años de preparación para el encuentro definitivo con Dios fueron la mejor preparación para su misión en tan alto cargo, en el que estuvo hasta que falleció en el año 1024. Fue un gobernante santo y prestó grandísimos servicios a la evangelización de Europa. Sin duda, aquel sueño le fue de gran ayuda. A nosotros también puede ayudarnos la idea de poner empeño en ser fieles a la llamada de Dios pensando que el tiempo que tenemos por delante es corto, pues, si somos fieles ahora, estaremos bien preparados para serlo siempre.
Juan Pablo II decía que, para vivir el celibato de modo maduro y sereno, es particularmente importante desarrollar profundamente en uno mismo la imagen de la mujer como hermana o del varón como hermano. En Cristo, hombres y mujeres son hermanos y hermanas, independientemente de los vínculos de la sangre. Se trata de un vínculo universal, gracias al cual, el célibe puede abrirse a cada ambiente nuevo, hasta el más diverso, con la conciencia del deber de ejercer en favor de los hombres y de las mujeres a quienes es enviado una auténtica paternidad espiritual, que le concede "hijos" e "hijas" en el Señor.
Y ponderaba de modo especial la figura del celibato femenino, de esa entrañable "figura de la mujer-hermana, de tan notable importancia en nuestra civilización cristiana, donde innumerables mujeres se han hecho hermanas de todos, gracias a la actitud típica que ellas han tomado con el prójimo, especialmente con el más necesitado. Una "hermana" es garantía de gratuidad: en la escuela, en el hospital, en la cárcel y en otros sectores de los servicios sociales. Cuando una mujer permanece soltera, con su "entrega como hermana" mediante el compromiso apostólico o la generosa dedicación al prójimo, desarrolla una peculiar maternidad espiritual. Esta entrega desinteresada de "fraterna" femineidad ilumina la existencia humana, suscita los mejores sentimientos de los que es capaz el hombre y siempre deja tras de sí una huella de agradecimiento por el bien ofrecido gratuitamente".
El celibato siempre ha sido un testimonio necesario. "Cuando Cristo afirmó que el hombre puede permanecer célibe por el Reino de Dios −continúa Juan Pablo II−, los Apóstoles quedaron perplejos (cfr. Mt 19,10-12). Un poco antes había declarado indisoluble el matrimonio, y ya esta verdad había suscitado en ellos una reacción significativa: "Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse". Como se ve, su reacción iba en dirección opuesta a la lógica de fidelidad en la que se inspiraba Jesús. Pero el Maestro aprovecha también esta incomprensión para introducir, en el estrecho horizonte del modo de pensar de ellos, la perspectiva del celibato por el Reino de Dios. Con esto trata de afirmar que el matrimonio tiene su propia dignidad y santidad sacramental y que existe también otro camino para el cristiano: camino que no es huida del matrimonio, sino elección consciente del celibato por el Reino de los cielos.
"El apóstol Pablo, que vivía el celibato, escribe así en la Primera Carta a los Corintios: "Mi deseo sería que todos los hombres fueran como yo; mas cada cual tiene de Dios su gracia particular: unos de una manera, otros de otra" (I Cor. 7,7). Para él no hay duda: tanto el matrimonio como el celibato son dones de Dios, que hay que custodiar y cultivar con cuidado. Subrayando la superioridad de la virginidad, de ningún modo menosprecia el matrimonio. Ambos tienen un carisma específico; cada uno de ellos es una vocación, que el hombre, con la ayuda de la gracia de Dios, debe saber discernir en la propia vida".
Alfonso Aguiló, en interrogantes.net.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |