Evangelio del Domingo de Pentecostés (ciclo C) y comentario al evangelio.
Al atardecer de aquel día, el siguiente al sábado, con las puertas del lugar donde se habían reunido los discípulos cerradas por miedo a los judíos, vino Jesús, se presentó en medio de ellos y les dijo:
—La paz esté con vosotros.
Y dicho esto les mostró las manos y el costado. Al ver al Señor se alegraron los discípulos. Les repitió:
—La paz esté con vosotros. Como el Padre me envió, así os envío yo.
Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo:
—Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos.
El Espíritu Santo es en palabras de Benedicto XVI “el primer y principal don que nos ha obtenido Jesús con su Resurrección y Ascensión al cielo”[1]. Por eso Jesús resucitado se apresuró a infundirlo sobre los apóstoles, encerrados por miedo a los judíos, para enviarlos como el Padre lo había enviado a Él, llenos de la paz de Cristo, alegres y con el poder de perdonar los pecados.
Esta escena narrada por san Juan está estrechamente relacionada con el relato de Pentecostés del libro de los Hechos de los Apóstoles. El Papa Francisco lo explicaba así: “la tarde de Pascua Jesús se aparece a sus discípulos y sopla sobre ellos su Espíritu (cf. Jn 20, 22); en la mañana de Pentecostés la efusión se produce de manera fragorosa, como un viento que se abate impetuoso sobre la casa e irrumpe en las mentes y en los corazones de los Apóstoles. En consecuencia reciben una energía tal que los empuja a anunciar en diversos idiomas el evento de la resurrección de Cristo”[2].
La escena de Pentecostés evoca el relato de la Torre de Babel, en el que el orgullo humano fue castigado con la confusión de lenguas y la dispersión (cfr. Gn 11,1-9). Ahora en cambio, el don del Espíritu de Amor transforma la división, la indiferencia y el miedo en unidad, caridad y audacia. Francisca Javiera del Valle explica en su Decenario cómo Jesús rogó al Padre desde la cruz que fuera “dado para el hombre su Santo y Divino Espíritu, para que todos los a Él congregados vivan como un solo cuerpo y una sola alma”[3]. Si el demonio separa, enfrenta y genera violencia −y por eso es llamado con el término griego diabolos−, el Espíritu en cambio une, armoniza y vivifica.
Es el Espíritu Santo el que nos hace sabernos hijos de Dios y clamar “¡Abbá, Padre!” (Rm 8,15); el que infunde los siete dones que ha contemplado la tradición de la Iglesia: “sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios” (CIC, n. 1831); es también el que llena el alma con los doce frutos que describe san Pablo a los gálatas: “caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia y castidad” (Ga 5,22-23). Como expresa el himno litúrgico de este día, el Espíritu Santo viene a ser pues “luz que penetra las almas, fuente del mayor consuelo, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos”.
Nos conviene examinar con frecuencia si dejamos obrar al Espíritu Santo en nuestras almas, si seguimos sus inspiraciones con actitud dócil y confiada, cuando nos invita a ceder y perdonar, a servir, a tener detalles de cariño con Dios y con los demás. Todo el secreto de nuestra santidad se sintetiza en la docilidad al Espíritu Santo. Si procuramos obrar así, el Paráclito producirá las mismas maravillas y cambios que obró en los primeros discípulos y en los santos, y nos colmará de similar audacia y diligencia apostólica. Podemos seguir hoy el consejo de San Josemaría: “dejemos que su impulso mueva nuestras vidas, sintamos la ilusión de llevar el fuego divino de un extremo a otro del mundo, de darlo a conocer a quienes nos rodean: para que también ellos conozcan la paz de Cristo y, con ella, encuentren la felicidad”[4].
Pero la extensión de esta corriente de amor y unidad, destinada a todas las gentes e inaugurada en Pentecostés, solo es posible por medio de la remisión del pecado, origen de todo mal (cfr. CIC n. 403.). Por eso en el Cenáculo Jesús resucitado concede a los apóstoles el poder de perdonar los pecados, cristalizado después en la confesión sacramental (cfr. Conc. de Trento, De Paenitentia, cap. 1). La confesión es el primer paso necesario para dejar obrar al Paráclito en nuestras vidas. Gracias a la confesión humilde y frecuente de nuestros pecados, con quien tiene autoridad para absolverlos, sucede lo que describe el Papa Francisco: “el Espíritu libera los corazones cerrados por el miedo. Vence las resistencias. A quien se conforma con medias tintas, le ofrece ímpetus de entrega. Ensancha los corazones estrechos. Anima a servir a quien se apoltrona en la comodidad. Hace caminar al que se cree que ya ha llegado. Hace soñar al que cae en tibieza”[5].
Fuente: opusdei.org.
[1] Benedicto XVI, Homilía, 23 de mayo de 2010.
[2] Papa Francisco, Homilía, 24 de mayo de 2015.
[3] Francisca Javiera del Valle, Decenario al Espíritu Santo, Día Tercero.
[4] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 170.
[5] Papa Francisco, Homilía, 20 de mayo de 2018.
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