Unos hitos que no resumen su currículum ni explican siquiera un poco su vida, porque Guadalupe, tan querida ahora en todo el mundo, era una reina de lo corriente, alguien que intentaba amar, con cada gesto, a Dios y a los demás. Como había aprendido de San Josemaría
Piensan los aficionados que escribir bien consiste en redactar bonito: en adjetivar mucho, con términos que deslumbren. Los profesionales saben que los verbos mandan más que los adjetivos y procuran, antes que el brillo, la forma transparente que deja ver con claridad el fondo. Alguien lo resumía así: lo nuestro consiste en conseguir efectos extraordinarios con palabras ordinarias, y no al revés.
Hoy beatifican en Madrid a una mujer que hizo eso con su vida: algo extraordinario con elementos ordinarios. Guadalupe Ortiz de Landázuri vivió situaciones excepcionales: en 1936, el fusilamiento de su padre, al que, con veinte años, acompañó en la cárcel toda la noche previa.
Se adelantó en muchos ámbitos: estudió Química, algo extraño en una chica de su época; fue una de las primeras mujeres del Opus Dei, donde ocupó puestos de gobierno durante casi toda su vida, conciliándolos a menudo con la investigación y la docencia; puso en marcha la Obra en México y en apenas cinco años dejó una extensa labor, que incluía un complejo educativo de alto nivel para campesinas, construido a partir de una hacienda ruinosa.
Ya de vuelta en Madrid y ya doctora, sus compañeros le ofrecieron la dirección del Ramiro de Maeztu, pero la falta de salud −padeció muchos años una grave enfermedad cardíaca, de la que falleció en 1975− le impidió aceptar.
También es la primera persona laica del Opus Dei que llega a los altares. Pero estos hitos no resumen su currículum ni explican siquiera un poco su vida, porque Guadalupe, tan querida ahora en todo el mundo, era una reina de lo corriente, alguien que intentaba amar, con cada gesto, a Dios y a los demás. Como había aprendido de San Josemaría.