La naturaleza tiene una finalidad y un orden interno propios −con sus leyes, ritmos y ciclos−. Este orden interno, la Moral, es como una «gramática» que debemos aprender y respetar si queremos relacionarnos adecuadamente con la naturaleza
La llamada «conciencia ecológica» es mayor cada día. Nos hemos dado cuenta progresivamente de que el medio ambiente no lo aguanta todo y es fácil comprobar los efectos negativos del maltrato del entorno natural. Hoy nadie pone en tela de juicio la necesidad de cuidar mejor nuestra casa común. Por eso, cuando alguien daña el medio ambiente para conseguir sus propios intereses, aquello es percibido como un acto de egoísmo, una injusticia, y en definitiva, un mal moral. No debemos servirnos de la naturaleza de cualquier manera porque, entre otras cosas, comprometeríamos su futuro.
Gracias a la experiencia y al estudio profundo del medio natural, reconocemos que la naturaleza tiene una finalidad y un orden interno propios −con sus leyes, sus ritmos y ciclos−. Ese orden interno viene a ser como una «gramática» que debemos aprender y respetar si queremos relacionarnos adecuadamente con la naturaleza. En palabras de Benedicto XVI, «el ambiente natural no es sólo materia disponible a nuestro gusto, sino obra admirable del Creador y que lleva en sí una «gramática» que indica finalidad y criterios para un uso inteligente, no instrumental y arbitrario»[1]. Comprendemos así que la propia libertad no es absoluta y está medida por el respeto de ese orden inscrito en la naturaleza. Además, se trata de un don recibido, pues sabemos que nosotros no hemos creado ni el mundo ni el orden interno que posee. Es un regalo que debemos cuidar de forma inteligente.
En este contexto, tiene sentido que nos detengamos a pensar en una realidad: los seres humanos no somos un elemento artificial de este mundo; no nos hemos creado a nosotros mismos ni nos hemos situado en este entorno particular −el mundo− por una decisión de nuestra libertad. Somos parte de la creación. Y si es así, ¿no es coherente que el ser humano también posea un orden y finalidad internas, como una «gramática» intrínseca que lo orienta a un objetivo que ha de alcanzar de manera inteligente y libre?
Entendemos que existe un modo adecuado de cuidar la salud corporal para proteger la vida humana. No todo lo que a uno le parece bueno necesariamente hace bien a su salud; no todas las setas son digestivas. Pero en el ser humano hay más que cuidado de la salud. En nuestro corazón encontramos un deseo irresistible de felicidad. Gracias a la fe, los cristianos sabemos que estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, que «es amor» (1 Jn 4,8), y por eso, tenemos claro que la felicidad guarda relación con el amor verdadero, y en definitiva, con Dios. En realidad, es algo que no resulta ajeno a nadie porque la experiencia nos muestra que todos encontramos dentro el deseo de amor recibido y dado. Dicho en términos muy gráficos, «nuestro corazón siempre apunta en alguna dirección: es como una brújula en busca de orientación. Podemos incluso compararlo con un imán: necesita adherirse a algo»[2].
¿En qué consiste la felicidad? ¿En las riquezas, en el placer, en la diversión, en el éxito profesional, en el amor? ¿Y cuál es el buen camino para llegar a ella? Hoy muchos afirman con rotundidad que no existe una verdad acerca de la bondad o maldad del obrar en vistas a la excelencia humana. Lo que existe son las verdades de cada individuo, «que consisten en la autenticidad con lo que cada uno siente dentro de sí, válidas sólo para uno mismo, y que no se pueden proponer a los demás con la pretensión de contribuir al bien común»[3]. De ese modo la «gramática» del amor y la felicidad humanas, es decir, una verdad más grande acerca del obrar moral que orienta la vida personal y social en su conjunto hacia una vida lograda, no existiría y «es vista con sospecha»[4].
Sin embargo, comprobamos que, aunque todo el mundo busca la felicidad, hay mucha infelicidad en este mundo. Eso es percibido por todos como un mal, es decir, como la privación del bien adecuado al ser humano. No todo aquello que el hombre ama y estima ser la clave de la felicidad lo es en realidad, ni todos los caminos que parecen llevar a la felicidad terminan en ella: las apariencias y los espejismos abundan. Por ejemplo, es frecuente cifrar la felicidad en los placeres, en el bienestar físico o en la posesión y disfrute de las riquezas, y orientar la conducta en consecuencia. Sin embargo, numerosas personas de todos los tiempos que han perseguido –y logrado– una vida de placer, bienestar y riquezas afirman desde lo más íntimo de sus corazones que son infelices. ¿No era esa su verdad acerca de lo bueno para ellos? ¿Y las obras con las que perseguían la felicidad no eran buenas moralmente, puesto que aquella era su verdad?
Si la moralidad fuera algo subjetivo, que cambia en función de las personas, épocas y sociedades, no habría inconveniente en volver a permitir, por ejemplo, la esclavitud según en qué lugares y circunstancias. Sólo pensarlo produce repulsión, y es que la inmoralidad de la esclavitud es una verdad moral incuestionable para la humanidad; una verdad alcanzada tras vencer fuertes resistencias de una razón oscurecida por poderosos intereses personales y colectivos.
Desde otra perspectiva, la experiencia de toda persona que sufre en carne propia los estragos del mal moral puede servir para captar que existe un orden moral no subjetivo. ¿Cómo explicar racionalmente a quien ha perdido el empleo y el sustento suyo y de su familia por una calumnia, que en realidad calumniar no es objetivamente malo? ¿Cómo convencerle de que es malo para él o ella, pero que puede haber sido moralmente bueno para quien realizó la calumnia porque ahora es más feliz, o porque le ha venido bien a terceras personas?
Una intuición se eleva de lo más profundo: es inhumano que no haya una verdad objetiva acerca del bien o el mal en relación con el ser humano y el anhelo de su corazón. «Llega siempre un momento en el que el alma no puede más, no le bastan las explicaciones habituales, no le satisfacen las mentiras de los falsos profetas»[5]. Lo que aparta al ser humano del camino hacia la auténtica felicidad le hace daño, y es por eso un mal moral. En cambio, lo que le lleva por esa senda es un bien. Cada persona tiene ante sí la tarea de aprender a distinguir la verdad acerca del bien y del mal en relación con el amor y la felicidad, y obrar en consecuencia: es el reto de descubrir el orden moral o, con otras palabras, la «gramática» del amor y de la felicidad.
Cada uno ha de encontrar y recorrer el camino de la felicidad con libertad, a través de su propia conciencia. Sin embargo, sería frustrante que tuviéramos que comenzar desde cero en la búsqueda del camino hacia la felicidad. Gracias a Dios, la ley natural está «presente en el corazón de todo hombre y establecida por la razón»[6] y es algo a lo que todos tenemos acceso directo porque forma parte de nuestra naturaleza. Además, ninguno es una isla, y la reflexión sobre lo que hace que una vida humana sea lograda y excelente −sobre cómo conseguir la felicidad− es muy antigua. Cada persona cuenta con las fuerzas de la razón y del corazón para esa búsqueda, pero siendo realistas, también somos conscientes de que, con no poca frecuencia, la inteligencia se nubla y la voluntad se tuerce víctima de los propios intereses y pasiones que deforman la verdad. No es fácil dar con el auténtico orden moral que lleva a la plenitud humana. Se percibe un clamor de voces con propuestas muy dispares, voces con un atractivo innegable pero que no siempre transmiten la verdad. ¿Cómo orientarnos?
Si alguien quiere distinguir un buen vino de uno peor, podrá orientarse con lo que dicen los catadores expertos, quienes fruto de su experiencia y de su estudio han logrado una llamativa connaturalidad para detectar las cualidades de un vino. En el orden moral sucede algo análogo. Como decía santo Tomás de Aquino, «aquel que se comporta rectamente en todo posee un recto juicio acerca de los casos singulares. Mientras que el que sufre de falta de rectitud viene a menos también en el juicio: pues quien está despierto juzga rectamente tanto que él está despierto como que otro duerme; mientras que quien duerme no tiene juicio recto ni sobre él mismo ni sobre los demás. Por tanto, las cosas no son como aparecen al que duerme, sino como aparecen a quien está despierto»[7].
El gran tesoro que los cristianos poseen para ofrecerlo a la humanidad entera es que, gracias a la fe, han recibido una brújula y un mapa inigualables acerca del orden moral que permite acertar con el camino del amor y la felicidad. Se trata de un orden creado por aquel que tiene el «copyright» del amor y la felicidad: Dios mismo, autor del ser humano y del mundo. En Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, Dios «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación»[8]. La vida de Jesús −el Evangelio− conecta con las intuiciones y experiencias del corazón humano. No contiene solo una orientación preciosa sobre el amor y la felicidad verdaderas, sino que es sobre todo el ejemplo y la sabiduría de Jesús, que ha enseñado y recorrido el camino de la felicidad y acompaña por él a toda persona llamada a la vida: «os he dado ejemplo para que, como yo he hecho con vosotros, también lo hagáis vosotros (…). Si comprendéis esto y lo hacéis, seréis bienaventurados» (Jn 13,15.17).
Las verdades sobre el orden moral, cuya revelación fue plenamente realizada en y por Cristo, han sido recibidas y custodiadas a lo largo de los siglos a través del magisterio del Papa y de los demás sucesores de los apóstoles −los obispos−. Su misión ha consistido en guardar el depósito de la fe y la moral recibidas de Jesucristo, y transmitirlo incólume de generación en generación. Así, la Iglesia ofrece al mundo una «gramática» del comportamiento humano, y lo hace a pesar de las fuertes presiones que recibe en cada tiempo para cambiar esas enseñanzas. Eso es algo que podemos ver con toda claridad en nuestros días, por ejemplo en lo que toca al matrimonio, al amor y la sexualidad.
Además de las enseñanzas del Magisterio, la Iglesia ofrece ante todo el testimonio inigualable de la vida de miles y miles de hombres y mujeres que, a lo largo de la historia, se han esforzado por vivir conforme a ese orden moral. Son personas que han alcanzado una excelencia humana de vida −un amor y una felicidad tales− que causa admiración al mundo y es imposible de negar. Sin olvidar la miseria que resulta de la incoherencia con la vida de Cristo de muchos cristianos, la Iglesia es una «fábrica» muy probada de personas santas, como santa Teresa de Calcuta, san Maximiliano Kolbe, o la recién beatificada Guadalupe Ortiz de Landázuri, cuyas vidas demuestran la solidez y profunda humanidad del orden moral vivido y enseñado por Jesucristo. Quien tenga inquietud por la cuestión ética no debería despreciar el hecho de que el orden moral que propone el cristianismo es el más probado −y durante más tiempo− en numerosas culturas del mundo, dando muestras de su capacidad de conexión con el corazón humano en entornos culturales extraordinariamente diferentes entre sí.
Por último, cuando la Iglesia se pronuncia sobre cuestiones relativas a la convivencia humana −por ejemplo, sobre algunas leyes− lo hace sólo si están en juego la dignidad del ser humano, la justicia u otros bienes morales importantes. La Iglesia no pretende en absoluto usurpar la justa autonomía de las realidades temporales ni imponer lo que ella piensa a quienes no comparten su fe. Participa en el diálogo social ofreciendo su experiencia ética porque la historia de la humanidad demuestra que la razón humana «ha de purificarse constantemente, porque su ceguera ética, que deriva de la preponderancia del interés y del poder que la deslumbran, es un peligro que nunca se puede descartar totalmente»[9]. En definitiva, lo que la Iglesia desea es «servir a la formación de las conciencias en la política y contribuir a que crezca la percepción de las verdaderas exigencias de la justicia y, al mismo tiempo, la disponibilidad para actuar conforme a ella, aun cuando esto estuviera en contraste con situaciones de intereses personales»[10].
* * *
Hoy es fácil percibir la llamada a cuidarnos a nosotros mismos y al mundo que nos rodea. En realidad, esa llamada está relacionada con la vocación al amor y a la felicidad que es propia del ser humano. Cualquier persona que quiera tomarse con seriedad ese anhelo podrá encontrar en el Evangelio de Jesucristo, que resuena en su Iglesia, una clara orientación, una «gramática» adecuada para entablar un diálogo con el corazón humano y con el mundo que nos rodea, en la búsqueda de la auténtica felicidad.
Gregorio Guitián
Fuente: opusdei.org.
[1] Benedicto XVI, Enc. Caritas in veritate, 29-VI-2009, n. 48.
[2] Francisco, Homilía en el Miércoles de ceniza, 6-III-2019.
[3] Francisco, Enc. Lumen fidei, 29-VI-2013, n. 25.
[4] Ibid.
[5] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 260.
[6] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1956.
[7] Santo Tomás de Aquino, In I Cor, c. 2, lect. 3, n. 118.
[8] Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 7-XII-1965, n. 22.
[9] Benedicto XVI, Enc. Deus caritas est, 25-XII-2005, n. 28.
[10] Ibid.
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