“En mi caso concreto, nunca dudé de lo fundamental, pero tampoco me faltaron las pequeñas crisis” (Cardenal Joseph Ratzinger)
Es una preocupación bastante lógica ante una decisión de importancia. Peter Seewald planteó al entonces Cardenal Joseph Ratzinger, en 1996, una pregunta muy personal sobre esta cuestión: "Y, una vez decidido a ordenarse sacerdote, ¿nunca tuvo dudas, tentaciones, nostalgias?".
La respuesta del futuro Papa fue franca y clara. "Sí. Claro que tuve dudas. Concretamente, en el sexto año de estudios de Teología, uno se encuentra frente a cuestiones y problemas muy humanos. ¿Será bueno el celibato para mí? ¿Ser párroco será lo mejor para mí? Estas preguntas no siempre tienen respuesta fácil. En mi caso concreto, nunca dudé de lo fundamental, pero tampoco me faltaron las pequeñas crisis".
"Pero, qué clase de crisis. ¿Le importaría citarme algún ejemplo?", insistía el periodista alemán. "Durante mis años de estudiante de teología en Munich −prosiguió el cardenal−, yo me planteaba dos posibilidades muy distintas. La teología científica me fascinaba. La idea de profundizar en el universo de la historia de la fe era algo que me interesaba mucho; aquello me abriría extensos horizontes del pensamiento y de la fe, que me llevarían a conocer el origen del hombre y el de mi propia vida. Pero, al mismo tiempo, cada vez veía más claro que el trabajo en una parroquia, donde atendería todo tipo de necesidades, era mucho más propio de la vocación sacerdotal que el placer de estudiar teología. Eso suponía que ya no podría seguir estudiando para ser profesor de teología, que era mi más íntimo deseo. Porque, si me decidía al sacerdocio, significaba una entrega plena a mis obligaciones, incluso en trabajos muy sencillos y poco gratificantes. Por otra parte yo era tímido y nada práctico, estaba más bien dotado para el deporte que para la organización o el trabajo administrativo, y también tenía la preocupación de si sabría llegar a las personas, si sabría comunicarme con ellas. Me preocupaba la idea de llegar a ser un buen párroco y dirigir a la juventud católica, o dar clases de religión a los pequeños, atender convenientemente a enfermos y ancianos, etc. Me preguntaba seriamente si estaba preparado para vivir toda la vida así, si aquella era realmente mi vocación.
"A todo ello iba siempre unida la otra cuestión, de si yo podría hacer frente al celibato, a la soltería, de por vida. La Universidad estaba, por aquel entonces, medio en ruinas y no teníamos local para la Facultad de Teología. Estuvimos dos años en los edificios del Palacio de Fürstenried, en los alrededores de la ciudad. Aquello hacía que la convivencia −no solo entre alumnos y profesores, sino también entre alumnos y alumnas−, fuera muy estrecha, así que la tentación de dejarlo todo y seguir los dictados del corazón era casi diaria. Solía pensar en estas cosas paseando por aquellos espléndidos parques de Fürstenried. Pero, como es natural, también haciendo largas horas de oración en la capilla. Hasta que, por fin, en el otoño de 1950 fui ordenado diácono; mi respuesta al sacerdocio fue un rotundo sí, categórico y definitivo".
Cualquier decisión de cierta importancia en la vida comporta un riesgo y entraña unas dudas. Los que contraen matrimonio no saben si serán fieles, si tendrán hijos o no, si serán muy afortunados o si las desgracias azotarán su hogar. Y no por eso dejan de casarse miles de personas cada día.
Los que eligen una carrera no saben si triunfarán o fracasarán en ella. Los que emprenden un viaje no saben si regresarán o no. Y, sin embargo, la vida sigue, y hay que estar tomando decisiones constantemente. Pero no podemos pedir a la llamada de Dios una seguridad que no pedimos para otras decisiones importantes de la vida. No podemos exigir unas garantías que no se exigen a otras decisiones humanas importantes.
Es verdad, y no hay por qué ocultarlo. Por ejemplo, Salomón, de quien ya hemos hablado antes como ejemplo de prudencia y de sabiduría, se apartó de Dios en su vejez. "El más sabio de los hombres −comentaba Newman− se convirtió en el más brutal. El más fiel se hizo el más pervertido. El autor del Cantar de los Cantares acabó esclavizado por las afecciones más viles. ¡Qué contraste entre esta figura de cabello gris, cargado de años y de pecados, inclinado ante mujeres y ante ídolos, y aquella otra figura juvenil y brillante cuando dedicó a Dios el templo que acababa de construir, y aparecía como un mediador entre Dios y el pueblo! Su vida es una advertencia que se aplica también a nosotros. Cuanto más santo es un hombre, más necesita vigilar atentamente su proceder, no sea que caiga y se pierda. Una honda convicción de esta necesidad ha sido la gran protección de los santos. Si no hubieran temido a Dios, no habrían perseverado".
Es verdad que algunos acaban mal. Es más, todos tenemos la posibilidad de acabar mal, y es natural que sea así, pues, si estuviéramos seguros de nuestra fidelidad, ni tendría mérito nuestra entrega ni pondríamos celo por mantener vivo nuestro amor.
Decir que sí es siempre afrontar un riesgo y una incertidumbre. Pero el riesgo, la incertidumbre y la duda se pueden presentar tanto al que dice que sí como al que dice que no. En ese sentido, Joseph Ratzinger escribió, en 1963, que "tanto el creyente como el no creyente comparten, cada uno a su manera, la duda y la fe"; y eso puede aplicarse también a la vocación: el que decide entregarse a Dios puede hacerlo con algunas dudas, pero el que decide no entregarse puede albergar igualmente esas dudas.
Perseverar es una cuestión de coherencia y de empeño a lo largo de la vida, de mantener la palabra dada a Dios y, en particular, de mantener esa palabra cuando lleguen los días malos. Porque es fácil ser coherente por un día o por una temporada. Pero lo importante es ser coherente toda la vida. Es fácil ser coherente a la hora del entusiasmo o de la exaltación, pero hay que serlo también en los días malos, a la hora de la tribulación. Y solo puede llamarse fidelidad a una coherencia que dure toda la vida. Así lo expresa, por ejemplo, la fórmula del matrimonio ("…prometo serte fiel, en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, y amarte y honrarte todos los días de mi vida"), y es lógico que sea así, por el carácter definitivo del amor humano, por la responsabilidad que se contrae con la entrega personal plena que supone el matrimonio. En esto hay una gran sabiduría y una tradición que, en definitiva, están respaldadas por la palabra del mismo Dios. Solo al darme por entero, sin reservarme una parte de mí, sin aspirar a una revisión, a una rescisión, se responde plenamente a la dignidad humana. No es un experimento, ni un contrato de arrendamiento, sino la entrega del uno al otro. Y la entrega de una persona a otra solo puede ser acorde con la naturaleza humana si el amor es total, sin reservas.
Quizá estás ahora en una encrucijada. Ante ti, dos caminos: uno que regresa hacia atrás, hacia la propia tierra, donde todo es quizá más conocido, más cómodo, menos arriesgado. Y otro camino, que exige más decisión, que supone un riesgo, que abre la vida hacia un horizonte nuevo, que reclama un caminar un poco más audaz.
Y sabes que ese camino no será idílico, como no lo es el otro, ni ninguno. Tendrá sus días de paisajes maravillosos, de altas montañas nevadas, de ríos y lagos de agua cristalina, de música suave que nos envuelve de paz, pero habrá otros de polvo y de cansancio, de andar y de subir, de monotonía, de incertidumbre.
Pero retrasar una decisión no siempre la resuelve. A veces, la complica, o hace que se acabe tomando contra nosotros por eliminación o por indecisión. Por eso debemos actuar de modo distinto según sea nuestro carácter. Si sabemos que tendemos a ser demasiado dubitativos, hemos de procurar lanzarnos un poco más de lo que nuestro espíritu perfeccionista nos pide. Si, por el contrario, tendemos a ser demasiado impulsivos o precipitados, será mejor que procuremos madurar un poco más la decisión.
Pero no pienses que, si la decisión es entregarse a Dios en celibato, vas a tener menos apoyo que si la entrega es en el matrimonio. Cuando Dios ve que un alma está determinada a seguirle pase lo que pase, no la deja en la estacada. Una persona puede dudar sobre cuál es su camino, y debe hacer lo posible por aclarar esa duda, pero, una vez que lo ve razonablemente claro, no debe pensar tanto en si perseverará o no, porque la perseverancia es algo que debemos construir día a día, y eso es cuestión de decisión personal y de gracia de Dios. Y, como la gracia de Dios no nos faltará, quizá lo más importante es aquello de Santa Teresa, de "que importa mucho y el todo una grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabájese lo que se trabajare, murmure quien murmurare, siquiera llegue allá, siquiera muera en el camino o no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo, como muchas veces acaece con decirnos: ‘Hay peligros’, ‘Fulana por aquí se perdió", "el otro se engañó’".
Lo importante es tener claro el horizonte y seguirlo con perseverancia. Y, como dice el poeta, "si quieres que el surco te salga derecho, ata a tu arado una estrella". La consideración frecuente del ideal de servicio propio de nuestra misión, y de todas las personas que esperan nuestra ayuda, siempre supondrá un excelente estímulo para nuestra perseverancia.
Las expectativas legítimas de otros pueden urgir y facilitar nuestra fidelidad. Así ha sucedido siempre, en la familia, en la amistad, en cualquier ideal de servicio o de entrega. Lo expresa admirablemente Antoine de Saint-Exupéry en "Tierra de hombres", donde cuenta la historia de un piloto perdido en la montaña después de estrellarse su avión. Aquel hombre, Guillaumet, tenía un montón de razones para dejar de luchar por seguir adelante: no conocía el camino, era casi seguro que todo aquel esfuerzo sobrehumano no serviría para nada. Estaba solo, perdido, roto de golpes, de fatiga, de cansancio. Derribado a cada paso por la tormenta, en una zona de la que se decía que "Los Andes, en invierno, no devuelve a los hombres".
La muerte por congelación es una muerte dulce: entra una especie de sopor, lleno de sensaciones agradables en las que uno se encuentra, incluso, optimista, y en medio de ese sueño se escapa el alma. Aquel hombre lo sabía. No le costaba nada dejarse llevar, recostado sobre el suelo helado, no levantarse después de una caída, decir ¡ya basta, se acabó! y no volver a intentarlo de nuevo. "Perdidas, poco a poco, tu sangre, tus fuerzas, tu razón, seguías avanzando, obstinado como una hormiga, volviendo sobre tus pasos para rodear el obstáculo, volviendo a ponerte en pie después de las caídas, o volviendo a subir aquellas pendientes que solo conducen al abismo, sin concederte ningún descanso, pues, de haberlo hecho, ya no te hubieras levantado del lecho de nieve.
"En efecto, cuando resbalabas, tenías que incorporarte deprisa para no ser transformado en piedra. El frío te petrificaba en cuestión de segundos, y disfrutar, después de una caída, de un minuto más de descanso, te suponía mover unos músculos muertos para poder reiniciar la marcha. Te resistías a las tentaciones. "En la nieve −me decías−, se pierde todo instinto de conservación. Después de dos, tres, cuatro días de marcha, uno solo quiere dormir. Era lo que yo deseaba". Y tú caminabas y, con la punta de la navaja, cada día te ensanchabas un poco más la abertura de los zapatos para que los pies, que se te congelaban y se hinchaban, cupiesen dentro...".
Guillaumet piensa en su mujer, en sus hijos, en sus compañeros. ¿Quién podrá mantener a esa familia que le aguarda en algún lugar de Francia si él se para? No, no les puede fallar. Ellos le quieren, le esperan. ¿Qué pasaría si supieran que estaba vivo? "Si mi mujer cree que vivo, cree que camino. Los compañeros creen que camino. Todos tienen confianza en mí, y soy un canalla si no camino". Cuando volvía a caerse, repetía esas palabras. Cuando las piernas se negaban a avanzar más; cuando los huesos todos de su cuerpo gemían entumecidos por el frío y el cansancio; cuando después de bajar tenía que volver a subir, como en un carrusel que no acababa nunca, volvía a repetir el mismo estribillo: "Si creen que vivo, creen que camino, y soy un canalla si no sigo".
El pensamiento de las personas que nos esperan y nos necesitan, nos comunica fuerza para ir adelante. Y eso es un ejercicio de responsabilidad y una estupenda manifestación de fidelidad. Hay muchas personas a nuestro alrededor que necesitan de nosotros, y quizá Dios espera que dediquemos a ellas nuestra vida, y, si es así, no podemos defraudar ni a Dios ni a esas personas.
Alfonso Aguiló, en interrogantes.net.
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