Evangelio del Domingo Quinto de Pascua (Ciclo C) y comentario al evangelio
Evangelio (Jn 13, 31-33a. 34-35)
Cuando salió [Judas del cenáculo], dijo Jesús:
− Ahora es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios le glorificará a él en sí mismo; y pronto le glorificará. Hijos, todavía estoy un poco con vosotros. (…) Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros. Como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros.
Comentario
Jesús habla en el cenáculo con sus discípulos durante la Última Cena. Acaba de marcharse Judas Iscariote. El Maestro les anuncia que en ese momento comienza su triunfo y, al mismo tiempo, la glorificación del Padre: “Ahora es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es glorificado en él”. No dice que sería glorificado después de su pasión, por medio de la resurrección, sino que afirma que su glorificación comenzó precisamente con la pasión. Gloria y cruz son inseparables.
A continuación, se dirige a ellos de un modo desacostumbrado: “Hijos, todavía estoy un poco con vosotros”. Es la única vez en el evangelio en que los denomina “hijos”, tratándolos como un padre a sus pequeños. Puede llamarlos así con verdad ya que −como había dicho Jesús mismo− “Yo y el Padre somos uno” (Jn 10,30), y “el Padre está en mí y yo en el Padre” (Jn 10,38). San Buenaventura explica teológicamente esta realidad diciendo que “entre las Personas divinas reina una suma y perfecta circumincessio”, en cuanto que “uno está en el otro y viceversa”, algo que en sentido propio y perfecto solamente sucede en Dios, ya que sólo entre las tres Personas de la Santísima Trinidad “se da la más alta unidad con distinción, de manera que es posible hacer esta distinción sin mezcla y esta unidad sin separación”[1].
A la vez, parece sugerirles que, de modo análogo a lo que sucede en Él, también entre ellos debe haber una misteriosa participación en esas relaciones entre de las Personas divinas, en virtud de la cual han de tener sentimientos de paternidad hacia sus hermanos. Si Jesucristo, que es “primogénito entre muchos hermanos” (Rm 8, 29) los llama “hijos”, también ellos han de tener con respecto a sus hermanos un corazón de padre.
San Josemaría, siguiendo esta enseñanza de Jesús, proponía, con gran sentido práctico: “Siguiendo el ejemplo del Señor, comprended a vuestros hermanos con un corazón muy grande, que de nada se asuste, y queredlos de verdad (...). Al ser muy humanos, sabréis pasar por encima de pequeños defectos y ver siempre, con comprensión maternal, el lado bueno de las cosas. De una manera gráfica y bromeando, os he hecho notar la distinta impresión que se tiene de un mismo fenómeno, según se observe con cariño o sin él. Y os decía −y perdonadme, porque es muy gráfico− que, del niño que anda con el dedo en la nariz, comentan las visitas: ¡qué sucio!; mientras su madre dice: ¡va a ser investigador! (…) Mirad a vuestros hermanos con amor y llegaréis a la conclusión −llena de caridad− de que ¡todos somos investigadores!”[2].
En ese momento de especial intimidad, Jesús añade: “Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros. Como yo os he amado, amaos también unos a otros”. En el Antiguo Testamento ya se había formulado el precepto de amar. Pero ahora se añade algo nuevo: Jesús se presenta como modelo y fuente de ese amor. El suyo es un amor sin límites, universal, capaz de transformar incluso el dolor y las circunstancias negativas en ocasiones de amar. Amar así es el signo distintivo de sus discípulos. ¡Cuánto camino debemos recorrer aún para vivir como Jesús nos enseña!
“Debemos pedir al Señor −recuerda el Papa Francisco− que nos haga comprender bien esta ley del amor. Cuán hermoso es amarnos los unos a los otros como hermanos auténticos. ¡Qué hermoso es! Hoy hagamos una cosa: tal vez todos tenemos simpatías y no simpatías; tal vez muchos de nosotros están un poco enfadados con alguien; entonces digamos al Señor: Señor, yo estoy enfadado con este o con esta; te pido por él o por ella. Rezar por aquellos con quienes estamos enfadados es un buen paso en esta ley del amor. ¿Lo hacemos? ¡Hagámoslo hoy!”[3].
[2] S. Josemaría, Carta 29-IX-1957, 35. Citado en Ernst Burkhart - Javier López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría: estudio de teología espiritual, vol. 2, Madrid, Rialp, 2011, pp. 331-332.
[3] Papa Francisco, Audiencia general, miércoles 12 de junio de 2013.