El creciente ateísmo entre los jóvenes plantea una invitación urgente a seguir pensando en cómo mejorar la formación religiosa que se imparte en los centros educativos de inspiración cristiana
Pocas semanas después del cierre del Sínodo de los Obispos sobre la juventud y el discernimiento vocacional, asistí a misa un sábado a las 7 de la tarde en un conocido convento de franciscanos en Barcelona. Lo que más me impresionó fue que la abrumadora mayoría de los asistentes eran ancianos. No llegaba a la media docena el número de jóvenes o de niños que pude contar en aquella misa bastante concurrida. Quizás era la hora, el día o el lugar, pero la ausencia de gente joven trajo a mi memoria el testimonio de una alumna de segundo de carrera que, comentando un texto de Machado en su examen final, había escrito como explicación: “Es que yo soy atea”.
Llamó mi atención en especial porque había recibido supuestamente una buena formación cristiana en el colegio en el que había estudiado. ¿Cómo es que millares de jóvenes que han recibido una educación cristiana abandonan la práctica religiosa apenas a los dos años de haber terminado el colegio? Le pedí a Silvia que pusiera por escrito su testimonio y he aquí algunas de sus palabras:
“Yo creo que no se trata tanto de si crees en Dios o no, sino más bien de cómo lo haces. Fui a un colegio católico y hasta 3º de la ESO [educación secundaria] iba a misa todos los domingos; hasta llegué a recibir la confirmación. Ahora me considero atea; esta postura tiene muchísimas más causas de las que podría escribir aquí. En la universidad es un tema que sale en las conversaciones con mis compañeros cristianos. Mi amiga Ainhoa, por ejemplo, me comentó que ella es creyente, pero que no va a la iglesia porque vive su fe de otra manera más personal en su intimidad; describe su relación con Dios como más “privada” que la de otros que sí van a misa.
En ningún momento quiero decir qué está bien y qué está mal, pero uno de los motivos de mi deserción fue la incoherencia que veía. Se predicaba el amor, el respeto y la tolerancia, y yo no los veía en las personas que repetían ese discurso. Veía a veces malas caras e insultos hacia personas que no encajaban en el molde tradicional, vejaciones a las personas homosexuales y una aparente superioridad moral que estaba muy lejos de la humildad que orgullosamente exhibían como suya.
Me dolía también lo que sentía como autoritarismo, como imposición de que hay una manera establecida para relacionarte con Dios, y yo no lo veía así. Cada cual es persona y por ello, de alguna forma, única. Una relación tan importante como ha de ser la que tengas con quien consideras tu Creador, no puede ser rígida ni impuesta, igual que en cada familia es diferente la relación entre padres e hijos. [...]
La religión cristiana pone sus bases en valores que en teoría son moralmente buenos, pero no estoy segura de si se llevan bien a la práctica. Creo que una forma de vida cuyo Mesías dijo “Amad al prójimo como yo os he amado” tiene que estar presidida por el respeto, incluso a personas que no piensan lo mismo. Y me repito: no lo veo en ningún lado. Lo que sí percibo son desprecios, miradas por encima del hombro, empatía solo hacia los que piensan igual, y falta de comprensión y de ganas de comprender hacia los que difieren. [...] Creo que tiene que ser maravilloso tener algo que guíe tu vida, pero creo que debe estar guiado por el amor”.
El testimonio de Silvia −del que extraigo estas líneas− me ha parecido muy revelador. Lo que viene a decir es que ella dejó de creer, en primer lugar, porque no reconocía la vida y las enseñanzas de Jesús en quienes le explicaban la fe cristiana. Su comentario trajo a mi cabeza aquel célebre pasaje de la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi en el que san Pablo VI afirmaba que “el hombre contemporáneo escucha más a gusto a los testigos que a los maestros o si escucha a los maestros es porque son testigos” (n. 41).
En mi corazón resonaban también las palabras fuertes del Papa Francisco en la Gaudete et Exsultate diciendo que “la Iglesia no necesita tantos burócratas y funcionarios, sino misioneros apasionados, devorados por el entusiasmo de comunicar la verdadera vida” (n. 138).
¿Qué pasa en tantos colegios católicos que no llegan en muchos casos a transmitir efectivamente la fe a las sucesivas generaciones de estudiantes? Sin duda es difícil la pregunta y es imposible dar aquí una respuesta completa, pues el problema no es solo de la escuela sino de toda la sociedad, en particular las familias. Sin embargo, tal como expresa esta alumna, resulta esencial el ejemplo de los profesores: si los jóvenes advierten que sus profesores aman a Jesús y reflejan en su vida el verdadero rostro de Dios, compasivo con todos, acogerán más abiertamente el mensaje evangélico. Como se ha dicho, “el cristianismo se contagia por envidia”. Que quien no es cristiano piense: “Me gustaría disfrutar así, estar así, rodeado por gente que me quiere”.
Finalmente, hay que destacar un segundo elemento en este proceso de entrega de la fe a las nuevas generaciones: el carácter totalmente libre con el que ha de impartirse siempre la formación religiosa, eliminando por completo cualquier imposición o apariencia de imposición en esta materia. Como enseñó san Josemaría, “la libertad es un medio de formación”. “Los jóvenes” −se dice en el Documento Final del reciente Sínodo− “tienen una inquietud que ante todo hay que valorar, respetar y acompañar, apostando con convicción por su libertad y su responsabilidad”. ¡Qué bonita esta expresión “apostar por la libertad”! Estoy persuadido de que el amor a la libertad, unido al ejemplo personal, es el mejor camino para la evangelización de las nuevas generaciones.
Silvia Döllerer y Jaime Nubiola
Fuente: Revista Palabra.
Documento final del Sínodo de los Obispos sobre los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional.
Siete lecciones del Papa Francisco para comunicar la fe, de Juan Manuel Mora.
Carta a los profesores de religión, de Sara Barrena y Jaime Nubiola. Palabra 2015. pp. 74-75.
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