Vienen los días santos del cristianismo, que se pueden enmarcar en una frase del mismo protagonista, Jesús de Nazaret: “nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos”
“El hombre que no ha descubierto aquello por lo que daría su vida no está preparado para vivir”, afirmaba Martin Luther King en una de sus sugerentes reflexiones. En vísperas de Semana Santa, cuyo acontecimiento principal se centra precisamente en una persona que dio su vida por los demás, resulta una afirmación interesante.
En uno de los últimos discursos que pronunció antes de morir, titulado “He ido a la cima de la montaña”, este cristiano ejemplar, consciente de los peligros que se cernían sobre él, que acaba de recibir serias amenazas de muerte, afirmaba: “No sé lo que ocurrirá. Tenemos unos días difíciles por delante. Pero ahora no me preocupa. Porque yo he ido a la cima de la montaña. Y no me importa. Como cualquiera, me gustaría vivir una vida larga. La longevidad tiene su lugar. Pero no me preocupa eso ahora. Solo quiero realizar la voluntad de Dios. Y Él me ha permitido llegar a la cima de la montaña. Y he mirado desde allí. Y he visto la tierra prometida. Puede que no llegue allí con ustedes. Pero quiero que esta noche sepan, que nosotros, como pueblo, llegaremos a la tierra prometida. Estoy feliz esta noche. Nada me preocupa. No le temo a ningún hombre. ¡Mis ojos han visto la gloria de la venida del Señor!”
Su premonición se cumplió en un doble sentido: el 4 de abril de 1968 moría de un disparo en la cabeza, y el pueblo negro estadounidense llegó a la tierra que él vislumbraba, aunque tenga que defenderla cada día.
La frase de King se podría reformular así: “quien no tiene nada por lo que morir no tiene nada por lo que vivir”. Y nos sitúa ante un horizonte exigente en dos fases: descubrir por qué daría yo la vida… y darla.
Lo interesante es unir ambas. Si se separan, se corre el riesgo de llevar una vida insustancial, sin una meta que valga la pena. Hay mucha gente que entrega su vida a realidades por las que nunca morirían, porque morir por ellas sería un absurdo con el que solo se lograría frustrarlas definitivamente. Por ejemplo, la riqueza, el prestigio, el poder o el placer sexual constituyen el móvil principal de muchas personas, pero ninguna de ellas sacrificaría su propia vida por ellas, porque sin vida no hay posibilidad de disfrute. Es una contradicción morir por la riqueza, el placer o el poder que tendré después de la muerte. Por eso, estas vidas acaban estando vacías. No tienen una razón suficientemente poderosa para vivir… ni para morir.
Por lo tanto, antes de decidir a qué se va a dedicar la vida conviene saber a qué se estaría dispuesto a ofrecer la muerte. ¿Moriría yo por mis posesiones?, ¿por mi éxito profesional?, ¿por salir en el diario todos los días?, ¿por mi país?, ¿por la justicia?, ¿por la erradicación de la pobreza?, ¿por mi familia? ¿Por mi Fe?
No hay tantas realidades con entidad suficiente para justificar la entrega de una vida humana. Y, naturalmente, no todos y cada uno de los actos de una vida pueden estar destinados al logro de una meta por la que se estaría dispuesto a morir. Caben muchos objetivos y metas intermedias. Pero sí vale la pena reflexionar un poco sobre ello, porque esa meta o metas últimas por las que estaríamos dispuestos a morir serán el norte de toda nuestra actuación. Un criterio claro es que debe tratarse de algo, o de alguien, que nos trascienda, que percibamos más grande que nosotros mismos.
Vienen los días santos del cristianismo, que se pueden enmarcar en una frase del mismo protagonista, Jesús de Nazaret: “nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos”. Él lo hizo. Y, para sorpresa e incomprensión de todos los que no saben que se puede dar la vida, a lo largo de la historia mucha gente le ha devuelto el gesto y ha muerto por Él.