¡Cuánto hemos avanzado, a mejor! Bueno es reconocerlo. Innumerables espectadores respiraron dulzura: una dulzura que esponja el ánimo. Esa película sembró un suave vendaval de afecto, bondad, dulzura, sensibilidad
Confieso mi absoluta ignorancia sobre cine, pero creo moverme con alguna soltura en el espacio de la psicología. Por ello, al referirme a la exitosa película “Campeones” lo haré desde el ángulo humano, sin ninguna alusión a lo cinematográfico.
Yo también fui un psicólogo joven, aunque eso ocurrió hace ya algunos años… Comencé profesionalmente cuando el término “subnormal” generaba un consenso general de asentimiento, también afectivo (como recuerdan en la película). La experiencia me enseña que las distintas terminologías (débiles mentales, deficientes mentales, minusválidos psíquicos, oligofrénicos…) se desgastan más por la recarga afectiva del uso indiferente, y no tanto por su mejor adecuación técnica.
Ni se imaginan las lágrimas, y las lágrimas contenidas, en padres de discapacitados cuando desahogaban el corazón en mi despacho. Allí escondían las heridas de los rechazos a sus hijos en lugares públicos, los olvidos intencionados, las miradas esquivas, los desaires, la palabra descortés o incluso algún desprecio (recuerden la escena del desalojo del autobús). Sin embargo, ¡hoy son protagonistas de una película!; que se exhibe en los cines, con salas abarrotadas. ¡Cuánto hemos avanzado, a mejor! Bueno es reconocerlo. Innumerables espectadores respiraron dulzura: una dulzura que esponja el ánimo. Esa película sembró un suave vendaval de afecto, bondad, dulzura, sensibilidad.
Aunque no conviene moverse a ritmo exclusivo del corazón. En estos momentos corremos el riesgo de caer en el extremo opuesto. El irrenunciable ideal de la inclusión no significa renunciar a la pertenencia al grupo de iguales; lo inclusivo no es uniformidad, sino integrar lo diverso. Las personas con necesidades especiales agradecen situaciones en las que se muevan con soltura, comodidad, seguridad, solvencia. Así lo dicen en la película: “cuanto más entrenan, más socializan”; no se sienten segregados o excluidos. También nosotros buscamos el grupo de iguales o de referencia; y cuando estamos en esos grupos no nos desgajamos de lo social, al contrario, nos integramos en la sociedad mediante la pertenencia a esos grupos. Eso sí, el camino hacia la plena inclusión debe estar abierto a cualquier persona capaz de alcanzarla.
Al terminar, la película me provocó una densa sensación agridulce. Por un lado, una alegría serena fruto de la explosión de ternura y el rezumar de humanismo. Reconozco que en algunas escenas se me escapó una sonrisa franca. Pienso que esa naturalidad forma parte de la inclusión. De la misma forma que sonreímos ante la tontuna de un hijo pequeño, o del despiste divertido de una persona querida... Esa naturalidad ahuyenta la compasión sensiblera y conduce a la normalización.
De otro lado, un tedioso e insidioso cuestionamiento: si los discapacitados son capaces de generar tantísima humanidad, ¿por qué los abortan? ¿Quién de los personajes merecía no haber nacido? Se privan, y nos privan, de algún “campeón”. Un campeón con vida propia, distinto al cuerpo de su madre… Tal vez lo abortaron para ahorrarle multitud de limitaciones, dificultades, aflicciones, humillaciones. Pero no es solamente así… Lo cuenta José Mauro de Vasconcelos en El velero de cristal, una novela con un gustoso contubernio entre ficción y realidad:
Edu es un chavalín fantasioso con un diagnóstico preciso: espina bífida con hidrocefalia. Vive con la muerte escondida detrás de un cercano anochecer. Bautizó con el nombre de Gabriel a la estatua del tigre chino del jardín; y Gabriel se ha convertido en el amigo y confidente atento y charlador. Las dificultades y limitaciones de su discapacidad hoy han resultado más patentes y para Edu el día transcurrió gris. A Gabriel le cuenta la dura caída cuando falló una muleta, la vergüenza por su incontinencia..., y enlaza con los amargos recuerdos del internado; se le ahoga la voz al pretender olvidar las largas noches de insomnio pensando en la casa familiar, la añoranza de papá y mamá. Gabriel se siente triste y pretende consolar:
− “Nosotros [los animales] somos más rígidos y más lógicos en ciertas cosas. Cuando nace una cría defectuosa, la destruimos sin que ella sufra. Tempranamente abreviamos el gran sufrimiento que debería soportar más tarde”.
− “Correcto −responde Edu−. Pero no me gustaría haber perdido toda esta belleza de la vida que mis ojos me trajeron hasta hoy. A pesar de todo, ¡la vida es una verdadera belleza!”
Es… ¡así! Sin esconder o menospreciar las penalidades, lo cierto es que disfrutan con cualquier chisgarabís, agradecen lo indecible una caricia o un gesto de cariño, se ilusiona con una nadería; reclaman muy poco… En la película lo explican requetebién: quieren con locura al entrenador sencillamente porque “nos has tratado como personas”. Son un radar y un foco de amor y encanto, entreverado con dolor. Esa película nos prestó el favor de despertar un sereno huracán de ternura. Y ensanchar el horizonte de lo humano con esa ya histórica e icónica frase: No quisiera tener un hijo como yo, pero sí unos padres como vosotros…