Cuánta prisa tiene el mundo para lo accidental y lo efímero, y qué miedo a pararse en la contemplación de lo definitivo
Los artistas, algunos artistas, buscan el silencio. A veces se confunden porque solo buscan quietud, y al poco rato están prendados de la luz, la luz sola, la claridad estática, sin relieve y sin movimiento. Y resulta que Yasuhiro Ozu, director de cine japonés, quiere mostrarnos la eternidad del segundo, pretende inmortalizar el silencio de un momento de quietud, como si no quisiera que pasara el tiempo.
Silencios elocuentes es un libro antiguo, del siglo pasado −1999− y reeditado en este siglo, que nos habla de ese afán de transcendencia. “A Ozu sólo le interesa la eternidad del instante. Todo su esfuerzo se concentra en apresar el instante, fijándolo en imágenes en las que se perciba el fluir del tiempo. Para captar esa realidad tan vulnerable se necesitan herramientas de precisión. Y ello requiere poner en pie una técnica que esté libre de toda veleidad personal” (p. 34).
Cuando pasan los años, el tiempo se nos hace corto, nos da un poco de vértigo el suceder alocado de acontecimientos irrelevantes, que quisiéramos detener. Queremos que se pare el tiempo, pero no tenemos tiempo para pararlo. Queremos la eternidad donde todo es tiempo, y no nos damos cuenta de que lo que viene, detrás de ese tiempo que se precipita, es la eternidad.
“Un trabajo basado en la omisión, en la renuncia, guiado sin vacilaciones por el principio de economía espiritual, según la cual hay que estar siempre dispuesto a desprenderse de todo lo que no resista la prueba de la necesidad. Sólo así es posible aspirar a la epifanía de lo trascendente” (p. 22). Queremos la eternidad del hoy, sin darnos cuenta de que eso es ilógico, porque ahora nos toca hacer, merecer, evolucionar.
“Hay un rasgo común en la obra de estos cinco maestros. Su rechazo del arte entendido como una histérica agresión a los sentidos que promueve la pseudo-cultura mediática y su afirmación del arte como contemplación, como introspección destinada a desvelar el misterio del mundo” (p. 5). Una contemplación de la belleza, que tanto atrae y nos llena, y una contemplación del Amor. Contemplar la belleza es buscar la emoción en mi interior, me centro en mí. Contemplar el Amor es encontrar el gozo en quien amo, es salir de mí. Dios no necesita de mí, pero yo solo me detengo en un trocito de eternidad cuando le amo a Él. Y esta es la auténtica contemplación.
El tiempo pasa volando y nos asusta. Es una contradicción absurda. Queremos ser, queremos la quietud, esa paz que solo da el Amor definitivo, y sin embargo parece que tuviéramos miedo a ese paso que supone encaramarse en la dicha que es estar con Él.
Cuánta prisa tiene el mundo para lo accidental y lo efímero, y qué miedo a pararse en la contemplación de lo definitivo.