Encuentro del Papa con los párrocos y los sacerdotes de la diócesis de Roma, 7 de marzo de 2019
En la mañana de ayer, en la basílica papal de San Juan de Letrán, el Santo Padre Francisco se ha encontrado con los párrocos y los sacerdotes de la diócesis de Roma para participar en la tradicional liturgia penitencial al comienzo de la Cuaresma reservada al clero de la diócesis de Roma, que se celebra siempre el día después del Miércoles de Ceniza
Buenos días a todos. Siempre es agradable encontrarnos aquí, cada año, al inicio de la Cuaresma, para esta liturgia del perdón de Dios. Nos hace bien −¡me sienta bien hasta a mí!− y siento en el corazón una gran paz, ahora que cada uno de nosotros ha recibido la misericordia de Dios y la ha dado a los demás, sus hermanos. Vivimos este momento como lo que es realmente, una gracia extraordinaria, un milagro permanente de la ternura divina, en el que una vez más la Reconciliación de Dios, hermana del Bautismo, nos emociona, nos lava con las lágrimas, nos regenera, nos devuelve la belleza original.
Esta paz y esta gratitud que suben de nuestro corazón al Señor nos ayudan a comprender cómo la Iglesia entera y cada uno de sus hijos vive y crece gracias a la misericordia de Dios. La Esposa del Cordero se vuelve «sin mancha ni arruga» (Ef 5,27) por don de Dios, su belleza es el punto de llegada de un camino de purificación y de transfiguración, o sea de un éxodo al que el Señor permanentemente la invita: «La llevaré al desierto y hablaré a su corazón» (Os 2,16). Nunca debemos dejar de estar mutuamente en guardia de la tentación de la autosuficiencia y de la autocomplacencia, como si fuésemos Pueblo de Dios por nuestra iniciativa o por mérito nuestro. Ese replegarse en nosotros mismos es muy malo y siempre nos hará daño: ya sea la autosuficiencia al hacer o el pecado del espejo, la autocomplacencia: “¡Qué bueno soy! ¡Qué estupendo soy!”. No somos pueblo de Dios por nuestra iniciativa, por mérito nuestro; no, realmente somos y seremos por siempre el fruto de la acción misericordiosa del Señor: un Pueblo de orgullosos que se han hecho pequeños por la humildad de Dios, un Pueblo de miserables −no tengamos miedo de decir esta palabra: “soy miserable”− que se han hecho ricos por la pobreza de Dios, un Pueblo de malditos convertidos en justos por Aquel que se hizo el “Maldito” colgado en el madero de la cruz (cfr. Gal 3,13). Nunca lo olvidemos: «¡sin mí no podéis hacer nada!» (Jn 15,5). Lo repito, el Maestro nos dijo: «¡sin mí no podéis hacer nada!». Y así la cosa cambia, no soy yo quien se mira ante el espejo, no soy yo el centro de las actividades, ni siquiera el centro de la oración, tantas veces… No, no, es Él el centro. Yo estoy en la periferia. Es Él el centro, es Él quien hace todo, y esto requiere de nosotros una santa pasividad −la que no es santa es la pereza, no, esa no−, una santa pasividad ante Dios, sobre todo ante Jesús, es Él quien hace las cosas.
Por eso este tiempo de Cuaresma es realmente una gracia: nos permite recolocarnos delante de Dios dejando que Él sea todo. Su amor nos levanta del polvo (acordaos de que sin mí sois polvo, nos dijo ayer el Señor), su Espíritu que sopla una vez más en nuestras narices nos da la vida de los resucitados. La mano de Dios, que nos ha creado a imagen y semejanza de su misterio trinitario, nos ha hecho múltiples en la unidad, diversos pero inseparables los unos de los otros. El perdón de Dios, que hoy hemos celebrado, es una fuerza que restablece la comunión a todos los niveles: entre nosotros presbíteros en el único presbiterio diocesano; con todos los cristianos, en el único cuerpo que es la Iglesia; con todos los hombres, en la unidad de la familia humana. El Señor nos presenta los unos a los otros y nos dice: este es tu hermano, «hueso de tus huesos, carne de tu carne» (cfr. Gen 2,23), aquel con el que estás llamado a vivir la «caridad que nunca acaba» (1Cor 13,8).
Para estos siete años de camino diocesano de conversión pastoral, que nos separan del Jubileo del 2025 (llegamos al segundo) os he propuesto el libro del Éxodo como paradigma. El Señor actúa, entonces como hoy, y transforma un “no-pueblo” en Pueblo de Dios. Ese es su deseo y su plan también para nosotros.
Pues bien, ¿qué hace el Señor cuando debe constatar con tristeza que Israel es un pueblo «de dura cerviz» (Ex 32,9), «inclinado al mal» (Ex 32,22) como en el episodio del becerro de oro? Comienza una paciente labor de reconciliación, una pedagogía sabia, en la que Él amenaza y consuela, hace tomar conciencia de las consecuencias del mal cometido y decide olvidar el pecado, castiga golpeando el pueblo y cura la herida que ha infligido. Precisamente en el texto del Éxodo 32-34, que propondréis en Cuaresma a la meditación de vuestras comunidades, el Señor parece haber tomado una decisión radical: «Yo no subiré contigo» (Ex 33,3)… el Señor se cierra, se aleja. Nosotros tenemos experiencia de esto, en los momentos malos, de desolación espiritual. Si alguno no conoce esos momentos, le aconsejo que vaya a hablar con un buen confesor, con un padre espiritual, porque algo te falta en la vida; no sé qué es, pero no tener desolación… no es normal, diría que no es cristiano. Nosotros tenemos esos momentos. Ya no iré en cabeza; mandaré a mi ángel (cfr. Ex 32,34) a precederte en el camino, pero yo no iré. Cuando el Señor nos deja solos, sin su presencia, y estamos en la parroquia, estamos trabajando y nos sentimos empleados pero sin la presencia del Señor, en la desolación… No solo en el consuelo, en la desolación. Pensad en esto.
Por otra parte, el pueblo, tal vez por impaciencia o sintiéndose abandonado (porque Moisés tardaba en bajar del monte), apartó al profeta elegido por Dios y pidió a Aarón que les construyera un ídolo, imagen muda de Dios, que caminase a la cabeza. El pueblo no soporta la ausencia de Moisés, está desolado, no lo tolera y busca enseguida a otro Dios para estar cómodo. A veces, si no tenemos desolación, puede ser que tengamos ídolos. “No, estoy bien, con esto que tengo me apaño…”. Nunca viene la tristeza del abandono de Dios. ¿Qué hace el Señor cuando lo “quitamos” −con los ídolos− de la vida de nuestras comunidades, porque estamos convencidos de que nos bastamos nosotros mismos? En ese momento el ídolo soy yo: “No, me apaño... Gracias… No te preocupes, me las arreglo”. Y no se siente esa necesidad del Señor, no se siente la desolación de la ausencia del Señor.
¡Pero el Señor es astuto! La reconciliación que Él quiere ofrecer al pueblo será una lección de que los israelitas se acordarán siempre. Dios se comporta como un amante rechazado: ¡si no me quieres, entonces me voy! Y nos deja solos. Es verdad, podemos apañarnos solos, para un poco de tiempo, seis meses, un año, dos años, tres años, incluso más. Pero llega un momento que explota. Si vamos adelante solos, explota esa autosuficiencia, esa autocomplacencia de la soledad. Y explota mal, revienta mal. Pienso en un caso de un sacerdote bueno, religioso, lo conocí bien. Era brillante. Si había un problema en cualquier comunidad, los superiores pensaban en él para resolver el problema: un colegio, una universidad, era bueno, muy bueno. Pero era devoto de “san espejo”: se miraba tanto a sí mismo. Y Dios fue bueno con él. Un día le hizo sentir que estaba solo en la vida, que había perdido tanto. Y no se atrevió a decir al Señor: “Pero, si yo he arreglado esto y aquello y lo otro…”. No, inmediatamente se dio cuenta de que estaba solo. Y la gracia más grande que puede dar el Señor, para mí es la gracia más grande: ¡aquel hombre lloró! ¡La gracia del llanto! Lloró por el tiempo perdido, lloró porque “san espejo” no le había dado lo que él se esperaba de sí mismo. Y recomenzó de nuevo, humildemente. Cuando el Señor se va, porque nosotros lo echamos, hay que pedir el don de las lágrimas, llorar la ausencia del Señor. “Tú no me quieres, pues me voy”, dice el Señor, y con el tiempo sucede lo que le pasó a ese sacerdote.
Volvamos al Éxodo. El efecto es el esperado: «Al oír el pueblo estas duras palabras, hizo duelo y nadie se vistió sus galas» (Ex 33,4). A los israelitas no se les escapó que ningún castigo es tan pesado como esa decisión divina que contradice su santo nombre: “¡Yo soy el que soy!” (Ex 3,14): expresión que tiene un sentido concreto, no abstracto, traducible quizá: “yo soy el que soy y estaré aquí junto a ti”. Cuando te das cuenta de que Él se ha ido, porque tú lo has echado, es una gracia oír eso. Si no te das cuenta, hay sufrimiento. El ángel no es la solución, es más, sería el testigo permanente de la ausencia de Dios. Por eso la reacción del pueblo es la tristeza. Eso es otra cosa peligrosa, porque hay una tristeza buena y una tristeza mala. Ahí hay que discernir, en los momentos de tristeza: ¿cómo es mi tristeza, de donde viene? A veces es buena, viene de Dios, de la ausencia de Dios, como en este caso; otras veces esa tristeza es una autocomplacencia, ¿no es cierto?
¿Qué sentiríamos nosotros si el Señor Resucitado nos dijese: seguid con vuestras actividades eclesiales y vuestras liturgias, pero ya no seré yo quien esté presente ni quien actúe en vuestros sacramentos? Desde el momento en que, al tomar vuestras decisiones, os basáis en criterios mundanos y no evangélicos (tamquan Deus non esset), entonces me quito totalmente del medio... Todo sería vano, privado de sentido, no sería más que “polvo”. La amenaza de Dios abre la brecha a la intuición de qué sería nuestra vida sin Él, si realmente apartase para siempre su Rostro. Es la muerte, la desesperación, el infierno: sin mí no podéis hacer nada.
El Señor nos muestra una vez más, en carne viva, desenmascarando nuestra hipocresía, qué es realmente su misericordia. A Moisés Dios revela en el monte su Gloria y su Nombre santo: «El Señor, el Señor, Dios misericordioso y clemente, lento a la ira y rico en amor y fidelidad» (Ex 34,6). En el “juego del amor” que Dios lleva adelante, hecho de ausencia amenazada y de presencia restituida −«Yo mismo iré contigo y te daré descanso» (Ex 33,14)− Dios realiza la reconciliación con su Pueblo. Israel sale de esa experiencia dolorosa, que le marcará para siempre, con una madurez nueva: es más consciente de quién es el Dios que lo ha liberado de Egipto, es más lúcido en comprender los verdaderos peligros del camino (podríamos decir: ¡tiene más miedo de sí mismo que de las serpientes del desierto!). Eso es bueno: tener un poco de miedo de nosotros mismos, de nuestra omnipotencia, de nuestras astucias, de nuestros escondites, de nuestro doble juego… Un poco de miedo. Si fuera posible, tener más miedo de eso que de las serpientes, porque eso es un verdadero veneno. Y el pueblo, así, está más unido en torno a Moisés y a la Palabra de Dios que él anuncia. La experiencia del pecado y del perdón de Dios es lo que permitió a Israel llegar a ser un poco más el Pueblo que pertenece a Dios. Hemos hecho esta Liturgia penitencial y hemos experimentado nuestros pecados; y decir el pecado es algo que nos abre a la misericordia de Dios, porque habitualmente el pecado se esconde. Escondemos el pecado no solo a Dios, no solo al prójimo, no solo al sacerdote, sino a nosotros mismos. La “cosmética” ha llegado tan lejos en esto: somos especialistas en maquillar las situaciones. “Sí, pero no es para tanto, se entiende…”. Y un poco de agua para lavarse de la cosmética sienta bien a todos, para ver que no somos tan guapos: somos feos, feos también en nuestras cosas. Pero sin desesperarnos, porque Dios, clemente y misericordioso, está siempre detrás de nosotros. Es su misericordia la que nos acompaña.
Queridos hermanos, ese es el sentido de la Cuaresma que viviremos. En los ejercicios espirituales que prediquéis a las personas de vuestras comunidades, en las liturgias penitenciales que celebréis, tened el valor de proponer la reconciliación del Señor, de proponer su amor apasionado y celoso.
Nuestra tarea es como la de Moisés: un servicio generoso a la obra de reconciliación de Dios, un “jugar al juego” de su amor.
Es bonito cómo Dios implica a Moisés, lo trata realmente como su amigo: lo prepara antes de que baje de la montaña advirtiéndole de la perversión del pueblo, acepta que él haga de intercesor para sus hermanos, lo escucha mientras le recuerda el juramento que Él, Dios, hizo a Abraham, Isaac y Jacob. Podemos imaginar que Dios sonreiría cuando Moisés lo invitó a no contradecirse, a no quedar mal a los ojos de los egipcios y a no ser menos que sus dioses, a respetar su santo Nombre. Lo provoca con la dialéctica de las responsabilidades: “Tu pueblo, que tú, Moisés, has sacado de Egipto”, para que Moisés responda subrayando que no, que el pueblo le pertenece a Dios, es Él quien lo sacó de Egipto... Pues eso es un diálogo maduro con el Señor. Cuando vemos que el pueblo al que servimos en la parroquia, o donde sea, se ha alejado, solemos tener esa tendencia a decir: “Es mi gente, es mi pueblo”. Sí, es tu pueblo, pero vicariamente, digamos así: ¡el pueblo es Suyo! Y entonces ir a reprocharle: “Mira lo que está haciendo tu pueblo”. Ese diálogo con el Señor.
Pero el corazón de Dios exultó de alegría cuando escuchó las palabras de Moisés: «Si tú perdonases su pecado…, y si no, bórrame del libro que has escrito!» (Ex 32,32). Y esa es una de las cosas más hermosas del sacerdote, del cura que va ante el Señor y da la cara por su pueblo. “Es tu pueblo, no el mío, y lo debes perdonar” −“No, pero…” −“¡Yo me voy! Yo contigo no hablo más. Bórrame”. ¡Hacen falta “pantalones” para hablar así con Dios! Pues nosotros debemos hablar así, como hombres, no como pusilánimes, ¡como hombres! Porque eso significa que soy consciente del puesto que tengo en la Iglesia, que no soy un administrador, puesto ahí para sacar adelante algo ordenadamente. Significa que creo, que tengo fe. Intentad hablar así con Dios.
Morir por el pueblo, compartir el destino del pueblo pase lo que pase, hasta morir. Moisés no aceptó la propuesta de Dios, no aceptó la corrupción. Dios finge quererlo corromper. No aceptó: “No, de eso nada. Yo estoy con el pueblo. Con tu pueblo”. La propuesta de Dios era: «Déjame ahora que se encienda mi ira contra ellos y los devore; de ti, en cambio, haré un gran pueblo» (Ex 32,10): esa era la “corrupción”. ¿Pero cómo? ¿Dios es el corruptor? Está intentando ver el corazón de su pastor. No quiere salvarse a sí mismo, Moisés: él ya es una sola cosa con sus hermanos. ¡Ojalá cada uno de nosotros llegase a ese punto, ojalá! Qué feo cuando un sacerdote va al obispo a quejarse de su gente: “Ah, no se puede, esta gente no entiende nada, y así y asá…, se pierde el tiempo…”. ¡Es feo! ¿Qué le falta a ese hombre? ¡Le faltan muchas cosas a ese sacerdote! Moisés no hace eso. No quiere salvarse él, porque es una sola cosa con sus hermanos. Aquí el Padre vio el rostro del Hijo. La luz del Espíritu de Dios invadió el rostro de Moisés y trazó en su cara los rasgos del Crucificado Resucitado, volviéndolo luminoso. Y cuando vamos allí a luchar con Dios –también nuestro padre Abraham lo hizo, esa lucha con Dios–, cuando vamos allí hacemos ver que nos parecemos a Jesús, que da la vida por su pueblo. Y el Padre sonríe: verá en nosotros la mirada de Jesús que fue a la muerte por nosotros, por el pueblo del Padre, nosotros. El corazón del amigo de Dios ya se ha dilatado plenamente, haciéndose grande −Moisés, el amigo de Dios− se parece al corazón de Dios, mucho más grande que el corazón humano (cfr. 1Jn 3,18). Realmente Moisés era el amigo que habla con Dios cara a cara (cfr. Ex 33,11). ¡Cara a cara! Esto es cuando el obispo o el padre espiritual pregunta a un sacerdote si reza: “Sí, sí, yo… sí, yo con la ‘suegra’ me apaño −la ‘suegra’ es el breviario− sí, me apaño, hago Laudes, luego…”. No, no. Si rezas, ¿qué quiere decir? Si das la cara por tu pueblo delante de Dios. Si vas a luchar por tu pueblo con Dios. Eso es rezar, para un sacerdote. No es cumplir las prescripciones. “Ah, Padre, pero entonces, ¿el breviario ya no hace falta?”. No, el breviario sí, pero con esa actitud. Tú estás ahí, delante de Dios y con tu pueblo detrás de ti. Y Moisés es también el custodio de la Gloria de Dios, de los secretos de Dios. Contempló la Gloria de espaldas, oyó su verdadero Nombre en el monte, comprendió su amor de Padre.
Queridos hermanos, ¡es un privilegio enorme el nuestro! Dios conoce nuestra “vergonzosa desnudez”. Me llamó mucho la atención cuando vi el original de la Virgen de Odegitria de Bari: el niño no está como ahora, un poco tapado con las ropas que ponen en los iconos cristianos orientales. Está la Virgen con el niño desnudo. Me gustó mucho que el Obispo de Bari me enseñase una, me la regaló, y la puse ahí, delante de mi puerta. A mí me gusta −lo digo por compartir una experiencia−, por la mañana, cuando me levanto, cuando paso por delante, decirle a la Virgen que proteja mi desnudez: “Madre, tú conoces todas mis desnudeces”. Es una gran cosa: pedir al Señor −desde mi despojo− que proteja mi desnudez. Ella las conoce todas. Dios conoce nuestra “vergonzosa desnudez”, pero no se cansa de servirse de nosotros para ofrecer a los hombres la reconciliación. Somos pobrísimos, pecadores, pero Dios nos toma para interceder por nuestros hermanos y distribuir a los hombres, a través de nuestras manos nada inocentes, la salvación que regenera.
El pecado nos desfigura, y sentimos con dolor la humillante experiencia cuando nosotros mismos o uno de nuestros hermanos sacerdote u obispos cae en el abismo sin fondo del vicio, de la corrupción o, peor aún, del crimen que destruye la vida de los demás. Siento compartir con vosotros el dolor y la pena insoportables que causan en nosotros y en todo el cuerpo eclesial la ola de los escándalos de los que los periódicos del mundo entero están llenos. Es evidente que el verdadero significado de lo que está pasando es buscar en el espíritu del mal, en el Enemigo, que actúa con la pretensión de ser el dueño del mundo, como dije en la liturgia eucarística al término del Encuentro sobre la protección de los menores en la Iglesia (24-II-2018). Sin embargo, ¡no nos desanimemos! El Señor está purificando a su Esposa y nos está convirtiendo a todos. Nos está haciendo experimentar la prueba para que comprendamos que sin Él somos polvo. Nos está salvando de la hipocresía, de la espiritualidad de las apariencias. Está soplando su Espíritu para devolver belleza a su Esposa, sorprendida en flagrante adulterio. Nos vendrá bien tomar hoy el capítulo 16 de Ezequiel. Esa es la historia de la Iglesia. Esa es mi historia, puede decir cada uno de nosotros. Y al final, pero a través de tu vergüenza, seguirás siendo el pastor. Nuestro humilde arrepentimiento, que permanece silencioso entre lágrimas ante la monstruosidad del pecado y la insondable grandeza del perdón de Dios, eso, ese humilde arrepentimiento es el inicio de nuestra santidad.
No tengáis miedo de jugaros la vida al servicio de la reconciliación entre Dios y los hombres: no se nos ha dada ninguna otra secreta grandeza que ese dar la vida para que los hombres puedan conocer su amor. La vida de un cura suele estar marcada por incomprensiones, sufrimientos silenciosos, a veces persecuciones. Y también pecados que solo Él conoce. Las heridas entre hermanos de nuestra comunidad, el rechazo de la Palabra evangélica, el desprecio a los pobres, el resentimiento alimentado por reconciliaciones que nunca llegan, el escándalo suscitado por comportamientos vergonzosos de algunos hermanos, todo eso puede quitarnos el sueño y dejarnos hundidos. Creamos, en cambio, en la paciente guía de Dios, que hace las cosas a su tiempo, agrandemos el corazón y pongámonos al servicio de la Palabra de la reconciliación.
Lo que hoy hemos vivido en esta Catedral propongámoslo en nuestras comunidades. En las liturgias penitenciales que viviremos en las parroquias en este tiempo de Cuaresma, cada uno pedirá perdón a Dios y a los hermanos del pecado que ha minado la comunión eclesial y ahogado el dinamismo misionero. Con humildad −–que es una característica propia del corazón de Dios, pero que a nosotros nos cuesta hacer nuestra− confesamos los unos a los otros que necesitamos que Dios nos remodele la vida.
Sed vosotros los primeros en pedir perdón a vuestros hermanos. «Acusarse uno mismo es un inicio sapiencial, ligado al temor de Dios». Será una buena señal si, como hemos hecho hoy, cada uno de vosotros se confiesa con un hermano también en las liturgias penitenciales en la parroquia, ante los ojos de los fieles. Tendremos el rostro luminoso, como Moisés, si con ojos emocionados hablamos a los demás de la misericordia que se nos ha dado. Es el camino, no hay otro. Así veremos al demonio del orgullo caer como el rayo del cielo, si dará el milagro de la reconciliación en nuestras comunidades. Sentiremos ser un poco más el Pueblo que pertenece al Señor, en medio del cual Dios camina. Ese es el camino. ¡Y os deseo una feliz Cuaresma!
Ahora quisiera añadir una cosa que me han pedido que haga. Uno de los modos concretos para vivir una Cuaresma de caridad es contribuir generosamente en la campaña “Como en el cielo, así en la calle”, con la que nuestra Caritas diocesana quiere responder a todas las formas de pobreza, acogiendo y sosteniendo a quien lo necesite. Sé que cada año respondéis con generosidad a este llamamiento, pero este año os pido un esfuerzo mayor para que toda la comunidad y todas las comunidades estén realmente implicadas en primera persona.
Cardenal De Donatis: Una palabra para la entrega, ahora, de este librito: el Papa Francisco nos lo regala. Es el volumen que nos acompañará en la Cuaresma, como segunda lectura, como hicimos el año pasado: del mismo tamaño del breviario, así nos ayudará a tenerlo cerca. Los arciprestes distribuirán a todos estos volúmenes, y ojalá lo podáis llevar también a quien no haya podido venir. Gracias. Yo, en nombre de todos digo un gracias verdaderamente de todo corazón a Usted, que ha venido hoy aquí, como cada año. Lo que le puedo decir en nombre de todos, además del gracias, es que continuemos sosteniéndole con nuestra oración diaria.
Papa: La necesito, necesito la oración. Rezad por mí. Una de las cosas que me gusta de este libro es la riqueza de los Padres: volver a los Padres. Hace poco, en una parroquia de Roma se presentó un libro, “Necesidad de paternidad” creo que se llama, y son textos de los Padres según varios temas: las virtudes, la Iglesia… Volver a los Padres nos ayuda mucho porque es una gran riqueza. Gracias.
Fuente: vatican.va
Traducción de Luis Montoya.
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