Detrás de selfies más o menos peligrosos hay chicos en busca de un reconocimiento social que quizás no tienen ni siquiera dentro de su propia casa
En la era de las redes sociales y la comunicación, una imagen puedo serlo todo. Es un mantra que resuena en los medios tradicionales y en los digitales. Aparecer para poder ser: esta es la nueva y delirante norma que hay que seguir, para demostrar al mundo la propia existencia, aun a costa de perder la vida.
Este fenómeno global afecta a jóvenes y menos jóvenes; es una tendencia que tiene su origen en el pasado, pero que se cobra hoy víctimas reales: si antes el disparador automático parecía algo estupendo para conservar el recuerdo de un momento feliz, ahora hay quien pierde la vida intentado inmortalizar un instante de emoción, una sensación que puede ser asombrosa y atraiga el mayor número de like o follower.
Una carrera hacia un ilusorio éxito, que a veces, últimamente demasiadas, lleva a la muerte.
Hace un año, la Universidad Carnegie Mellon de Pensilvania elaboró una lista de 170 personas muertas a causa de selfies en el límite. Unos fallecieron por intentar fotografiarse andando en bici −para acabar cayendo de bruces y morir−; o en la cúspide de un edificio, colgados de una cornisa −perdieron después el equilibrio−, o incluso en los raíles de un tren de alta velocidad.
La tendencia afecta a todos, sin límites de edad, pero con frecuencia provoca la muerte de chicos jovencísimos que escapan al control de sus padres y de las fuerzas del orden buscando el selfie más “pistonudo", y de este modo, conseguir que se hable de ellos.
Este preocupante fenómeno ha llevado al Estado indio de Goa a prohibir los selfies, por las numerosas muertes provocadas por los reiterados intentos de realizar fotos al límite.
Selfie significa “auto foto”, pero semánticamente también "pequeño-yo-mismo", como ha propuesto Pamela Rutledge, de la Massachusetts School of Professional Psychology , porque el diptongo "ie" remite al diminutivo, dándole un tono de afecto.
El 31% de los adolescentes se hace los selfies como recuerdo; el 11%, por aburrimiento, y el 8,5% para divertirse. El 15,5% comparte todos los selfies en las redes sociales y en whatsapp, sobre todo las chicas. Son datos publicados en 2016, tras una investigación a cargo del Observatorio sobre las tendencias y comportamientos de los adolescentes, presidido por Maura Manca, psicoterapeuta y directora de AdoleScienza.it. En un período histórico contaminado por teléfonos móviles en todas partes, el selfie supera cualquier otra forma de comunicación: es la expresión por excelencia del narcisismo que caracteriza nuestro tiempo. A veces es insensato y letal, pero no es más que un intento desesperado de afirmar la propia identidad y de sentirse parte de un sistema.
La gratificación resultante de compartir la propia imagen es consecuencia de los signos de aprobación que ofrecen las community virtuales (like, poner en común, comentarios). Buscando un personal branding (marca personal) o la comercialización de sí mismo, se puede llega a perder todo, incluso la vida.
La posibilidad de compartir esos momentos inmortalizados por una foto, fruto de un uso espasmódico de instrumentos tecnológicos avanzados, contribuye a dar vida a lo que Musil definía como el "hombre sin atributos": caprichoso, sin un fin al servicio del cual poner sus grandes dotes intelectuales.
Como afirma Christopher Lasch, el concepto de narcisismo ha adquirido una dimensión social, reflejo de orientaciones y comportamientos cotidianos. Según Lasch, la decadencia de las grandes ideologías ha conducido a modelos de individualismo exasperado que empujan a prácticas de autoconciencia, al culto del propio cuerpo y a la liberación sexual.
El narcisismo patológico llega al extremo con el advenimiento de los social network y es vivido hoy como un comportamiento normal y socialmente aceptable.
Es verdad que cualquiera puede disfrutar de la maravillosa sensación de ver el propio selfie y advertir que ha dado vida a una obra fantástica, pero no deja de ser también patológico arriesgarse a perder la vida para conseguir un selfie que −Dios no lo permita− uno no podrá ver nunca.
Los jóvenes, desde siempre, necesitan definir y afirmar su propia identidad. Durante la adolescencia, en especial, y durante toda la vida, todos necesitamos definir el propio "yo", oscilando continuamente entre el “sí personal” −el modo en que cada uno se ve a sí mismo−, y el "sí social", cómo los demás nos perciben.
En los períodos de definición de la propia identidad, como la adolescencia, los selfies se convierten en uno de los instrumentos más utilizados para entender quién es uno y en quién se quiere convertir.
La pregunta surge espontánea: pero en el pasado, sin selfies, ¿cómo se lograba crear el propio yo? Pues por medio de las interacciones con los iguales, con los grupos de referencia, y con el grupo familiar.
Y el quid de la cuestión es siempre el mismo: la falta de tiempo dedicado a los jóvenes, en un período muy delicado para su crecimiento y su desarrollo.
El grupo de iguales es cada vez más virtual, y comparte sólo la parte bonita de la propia vida: ¿quién comparte los momentos malos o tristes en las redes sociales?
Un grupo familiar en el que no se hace caso a las normas y todo se justifica en nombre de la modernidad y la utilización de la tecnología.
Además, adultos cada vez más adolescentes compiten con sus hijos, también en las redes sociales. Cada vez más amigos y menos padres, y menos atentos a los hábitos de consumo de los instrumentos tecnológicos.
En resumen, bastaría con dejar de lado los teléfonos durante las comidas, dedicar más tiempo y energías a comprender lo que realmente quieren los jóvenes, apoyarles y ayudarles a definirse a sí mismos, sin demonizar los medios tecnológicos, pero ayudándoles a comprender algunas dinámicas sociales, antes de las interactivas.
La escucha juega un papel fundamental. Detrás de selfies más o menos peligrosos hay chicos en busca de un reconocimiento social que quizás no tienen ni siquiera dentro de su propia casa. Corresponde a los padres la tarea de aceptar este nuevo desafío, abrir el diálogo en la familia y transformar la mesa del comedor en un momento de convivencia, con la tablet y el smartphone apagados y en el bolsillo, como sugería Steve Jobs e insiste Fabrice Hadjadj.
Ilaria Di Paolo, en familyandmedia.eu.
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