Hace veinticinco años la ONU dedicó 1994 a la familia
Me permito recordar esta efeméride por dos motivos: el primero, manifestar cierta perplejidad ante el abandono por parte de la asamblea general de Naciones Unidas de objetivos como el que planteó entonces a escala planetaria. Parece como si los representantes de los pueblos dejasen esa cuestión central en manos de comisiones marginales, llevadas por expertos de dudosa cualificación, que buscan más la presencia en los medios de comunicación que orientar la solución de problemas reales.
La segunda razón es invitar a releer un espléndido documento pontificio: la Carta de Juan Pablo II a las familias (Gratissimam sane), escrita justamente como adhesión a la convocatoria universal. El pontífice resumió y actualizó el magisterio para animar en la gran tarea de la construcción de la familia, más importante quizá aún hoy, como refleja la honda inquietud positiva del papa Francisco. Ha implicado a los pastores −dos sínodos de obispos en poco tiempo− e invita a los creyentes a difundir las maravillas del amor humano. Al comentar su reciente discurso a la Rota romana, decidí escribir estas líneas: no porque el documento del papa polaco esté injustamente olvidado; sólo que merece ser mucho más conocido. También porque está en el origen de futuros textos pontificios, como la aplicación al amor humano del gran himno paulino de la caridad en la primera carta a los Corintios: “es como la carta magna de la civilización del amor”.
Al comienzo de su pontificado, Juan Pablo II subrayó que “el hombre es el camino de la Iglesia”. Unos quince años después, afirmaría que “entre los numerosos caminos, la familia es el primero y el más importante”. Y recordaría el título que la constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II eligió sobre un cometido de la Iglesia en ese tiempo histórico: Fomentar la dignidad del matrimonio y de la familia (segunda parte, cap. I).
En su carta de 1994, el papa apunta grandes orientaciones teológicas, culturales y sociales para entender la situación de la familia. Un punto de partida es que “la oración sea el elemento predominante del Año de la familia en la Iglesia: oración de la familia, por la familia y con la familia”. Recuerda que en la oración el ‘yo’ humano percibe más fácilmente la profundidad de su ser como persona, un principio válido para la familia, que tiene su propia subjetividad, que se confirma y consolida “cuando sus miembros invocan juntos: ‘Padre nuestro’. La oración refuerza la solidez y la cohesión espiritual de la familia, ayudando a que ella participe de la ‘fuerza’ de Dios”. Como es natural, esa plegaria llega también “a las familias en dificultad o en peligro, las desesperanzadas o divididas, y las que se encuentran en situaciones que la Familiaris consortio califica como ‘irregulares’”.
Una vez más, se evoca el gran criterio cristiano de que el modelo originario de la familia hay que buscarlo en el misterio trinitario de Dios. Juan Pablo II afirma sintéticamente: “la genealogía de la persona está unida ante todo con la eternidad de Dios, y en segundo término con la paternidad y maternidad humana que se realiza en el tiempo. Desde el momento mismo de la concepción el hombre está ya ordenado a la eternidad en Dios”. Y desarrolla luego las conclusiones de los principios del Concilio Vaticano II: el ser humano, como única criatura sobre la tierra amada por Dios por sí misma, que “no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en la entrega sincera de sí mismo”. Desde ahí se entiende que el hijo es un don: para los padres, para la sociedad: “su vida se convierte en don para los mismos donantes de la vida”. Aunque suponga esfuerzo, cargas económicas, condicionamientos prácticos.
Porque la familia −“santuario de la vida”−, constituye la base de lo que Pablo VI calificó como “civilización del amor”, al clausurar el Año Santo de 1975: casi veinte años después, escribe Juan Pablo II que “la familia depende por muchos motivos de la civilización del amor, en la cual encuentra las razones de su ser como tal. Y al mismo tiempo, la familia es el centro y el corazón de la civilización del amor”. Y añade, tras despejar amenazas como las que proceden del individualismo y recordar que los Padres de la Iglesia han hablado de la familia como “iglesia doméstica”, que “la civilización del amor es posible, no es una utopía”.
La belleza de la familia remite, en definitiva, a la Madre-Virgen, María, “Madre del amor hermoso”. Concluye san Juan Pablo II que hablar de amor hermoso es hablar de la belleza: “belleza del amor y belleza del ser humano que, gracias al Espíritu Santo, es capaz de este amor. Hablamos de la belleza del hombre y de la mujer: de su belleza como hermanos y hermanas, como novios, como esposos. El evangelio ilumina no sólo el misterio del ‘amor hermoso’, sino también el no menos profundo de la belleza, que procede de Dios como el amor”.