Hoy, Fiesta de la Epifanía, “la manifestación del Señor a todas las naciones”, el Santo Padre ha presidido la Santa Misa en la Basílica de San Pedro, a la que han asistido miles de fieles y peregrinos
Homilía del Santo Padre en la Epifanía del Señor
Subtitulada en español (12’04’’)
Epifanía: la palabra indica la manifestación del Señor, el cual, como dice san Pablo en la segunda Lectura (cfr. Ef 3,6), se revela a todas las gentes, representadas hoy por los Magos. Se desvela así la bellísima realidad de Dios venido para todos: toda nación, lengua y pueblo es por Él acogida y amada. Símbolo de esto es la luz, que todo lo alcanza e ilumina.
Ahora, si nuestro Dios se manifiesta para todos, sin embargo, es sorprendente cómo se manifiesta. En el Evangelio se narran unas idas y venidas en torno al palacio del rey Herodes, precisamente mientras Jesús es presentado como rey: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?» (Mt 2,2), preguntan los Magos. Lo encontrarán, pero no donde pensaban: no en el palacio real de Jerusalén, sino en una humilde morada en Belén. La misma paradoja que en Navidad, cuando el Evangelio hablaba del censo de toda la tierra en tiempos del emperador Augusto y del gobernador Quirinio (cfr. Lc 2,2). Pero ninguno de los poderosos de entonces se dio cuenta de que el Rey de la historia nacía en su tiempo. Y de nuevo, cuando Jesús, con treinta años, se manifiesta públicamente, precedido por Juan el Bautista, el Evangelio ofrece otra solemne presentación del contexto, mencionando a todos los “grandes” de entonces, poder secular y espiritual: Tiberio Cesar, Poncio Pilato, Herodes, Filippo, Lisania, los sumos sacerdotes Anás y Caifás. Y concluye: «vino la Palabra de Dios sobre Juan (…) en el desierto» (Lc 3,2). O sea, sobre ninguno de los grandes, sino sobre un hombre que se había retirado al desierto. De ahí la sorpresa: Dios no se pone en el centro del mundo para manifestarse.
Escuchando aquella lista de personajes ilustres, podría venir la tentación de “enfocar las luces” sobre ellos. Podríamos pensar: habría sido mejor que la estrella de Jesús hubiera aparecido en Roma, en la colina del Palatino, desde la que Augusto reinaba sobre el mundo; todo el imperio se habría vuelto inmediatamente cristiano. O bien, si hubiese iluminado el palacio de Herodes, este podría haber hecho el bien, en vez del mal. Pero la luz de Dios no va a quien brilla con luz propia. Dios se propone, no se impone; ilumina, pero no deslumbra. Siempre es grande la tentación de confundir la luz de Dios con las luces del mundo. ¡Cuántas veces hemos seguido los seductores brillos del poder y de la atención, convencidos de hacer un buen servicio al Evangelio! Pero así hemos dirigido las luces a la parte equivocada, porque Dios no estaba allí. Su luz amable brilla en el amor humilde. ¡Cuántas veces también, como Iglesia, hemos intentado brillar con luz propia! Pero nosotros no somos el sol de la humanidad. Somos la luna, que, aun con sus sombras, refleja la luz verdadera, el Señor. La Iglesia es el mysterium lunae y el Señor es la luz del mundo (cfr. Jn 9,5). Él, no nosotros.
La luz de Dios va a quien la acoge. Isaías en la primera Lectura (cfr. 60,2) nos recuerda que la luz divina no impide a las tinieblas y a la niebla intensa cubrir la tierra, pero brilla en quien está dispuesto a recibirla. Por eso el profeta dirige una invitación, que interpela a cada uno: «Levántate y resplandece» (60,1). Hay que levantarse, es decir, levantarse del propio sedentarismo y disponerse a caminar. Si no, se permanece quieto, como los escribas consultados por Herodes, que sabían bien dónde había nacido el Mesías, pero no se movieron. Y luego hay que revestirse de Dios que es la luz, cada día, hasta que Jesús sea nuestro vestido diario. Pero para vestir la ropa de Dios, que es sencilla como la luz, primero hay que dejar los vestidos pomposos. Si no, se hace como Herodes, que a la luz divina prefería las luces terrenas del éxito y del poder. Los Magos, en cambio, realizan la profecía, se levantan para ser revestidos de luz. Solo ellos ven la estrella en el cielo: no los escribas, ni Herodes, nadie en Jerusalén. Para encontrar a Jesús hay que emprender un itinerario diverso, hay que tomar una vía alternativa, la suya, la vía del amor humilde. Y hay que mantenerla. Pues el Evangelio de hoy concluye diciendo que los Magos, tras encontrar a Jesús, «se marcharon a su tierra por otro camino» (Mt 2,12). Otra senda, diversa de la de Herodes. Una vía alternativa al mundo, como la recorrida por cuantos en Navidad están con Jesús: María y José, los pastores. Como los Magos, dejaron sus casas y se convirtieron en peregrinos por las vías de Dios. Porque solo quien deja sus apegamientos mundanos para ponerse en camino encuentra el misterio de Dios.
Vale también para nosotros. No basta saber dónde ha nacido Jesús, como los escribas, si no llegamos a ese dónde. No basta saber que Jesús ha nacido, como Herodes, si no lo encontramos. Cuando su dónde se vuelve nuestro dónde, su cuándo nuestro cuándo, su persona nuestra vida, entonces las profecías se cumplen en nosotros. Entonces Jesús nace dentro y se hace Dios vivo para mí. Hoy, hermanos y hermanas, estamos invitados a imitar a los Magos. No discuten, no, caminan; no se quedan mirando, sino que entran en la casa de Jesús; no se ponen en el centro, sino que se postran ante Él, que es el centro; no se fijan en sus planes, sino que se disponen a tomar otras sendas. En sus gestos hay un contacto estrecho con el Señor, una apertura radical a Él, una implicación total con Él. Con Él utilizan el lenguaje del amor, la misma lengua que Jesús, todavía infante, ya habla. Pues los Magos van al Señor no para recibir, sino para dar. Nos preguntamos: ¿en Navidad hemos llevado algún regalo a Jesús, para su fiesta, o nos hemos intercambiado regalos solo entre nosotros?
Si hemos ido al Señor con las manos vacías, hoy podemos remediarlo. El Evangelio recoge, por así decir, una pequeña lista de regalos: oro, incienso y mirra. El oro, considerado el elemento más precioso, recuerda que a Dios debe dársele el primer puesto. Hay que adorarlo. Pero para hacerlo hay que privarse uno mismo del primer puesto y creernos menesterosos, no autosuficientes. El incienso simboliza la relación con el Señor, la oración que, como perfume, sube a Dios (cfr. Sal 141,2). Pero, como el incienso para perfumar debe quemarse, así para la oración hay que “quemar” un poco de tiempo, gastarlo para el Señor. Y hacerlo de verdad, no solo de palabra. A propósito de hechos, la mirra, ungüento que será utilizado para envolver con amor el cuerpo de Jesús bajado de la cruz (cfr. Jn 19,39). Al Señor le agrada que cuidemos de los cuerpos que padecen sufrimiento, de la carne más débil, de quien se ha quedado atrás, de quien solo puede recibir sin dar nada material a cambio. Es preciosa a los ojos de Dios la misericordia con quien no tiene con qué devolver, ¡la gratuidad! Es preciosa a los ojos de Dios la gratuidad. En este tiempo de Navidad que se acerca a su fin, no perdamos la ocasión para hacer un buen regalo a nuestro Rey, venido para todos, no en los escenarios fastuosos del mundo, sino en la pobreza luminosa de Belén. Si lo hacemos, su luz brillará sobre nosotros.
Hoy, solemnidad de la Epifanía del Señor, es la fiesta de la manifestación de Jesús, simbolizada por la luz. En los textos proféticos esa luz es prometida: se promete la luz. Isaías, de hecho, se dirige a Jerusalén con estas palabras: «¡Levántate y resplandece, Jerusalén, porque llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!» (60,1). La invitación del profeta −a levantarse porque viene la luz− parece sorprendente, porque se sitúa tras el duro exilio y las numerosas vejaciones que el pueblo había experimentado.
Esta invitación, hoy, resuena también para nosotros que hemos celebrado la Navidad de Jesús y nos anima a dejarnos alcanzar por la luz de Belén. También a nosotros se nos invita a no quedarnos ante los signos exteriores del acontecimiento, sino a recomenzar de ahí y recorrer en novedad de vida nuestro camino de hombres y de creyentes.
La luz que el profeta Isaías había anunciado, en el Evangelio está presente y encontrada. Y Jesús, nacido en Belén, ciudad de David, vino a traer salvación a los cercanos y a los alejados: a todos. El evangelista Mateo muestra diversos modos con los que se puede encontrar a Cristo y reaccionar a su presencia. Por ejemplo, Herodes y los escribas de Jerusalén tienen un corazón duro, que se obstina y rechaza la visita de aquel Niño. Es una posibilidad: cerrarse a la luz. Representan a cuantos, también en nuestros días, tienen miedo de la venida de Jesús y cierran el corazón a los hermanos y hermanas que necesitan ayuda. Herodes teme perder el poder y no piensa en el verdadero bien de la gente, sino en su propia ventaja personal. Los escribas y los jefes del pueblo tienen miedo porque no saben mirar más allá de sus certezas, no logrando así captar la novedad que está en Jesús.
En cambio, muy distinta es la experiencia de los Magos (cfr. Mt 2,1-12). Venidos del Oriente, representan a todos los pueblos lejanos de la fe judía tradicional. Sin embargo, se dejan guiar por la estrella y afrontan un viaje largo y arriesgado con tal de llegar a la meta y conocer la verdad sobre el Mesías. Los Magos estaban abiertos a la “novedad”, y a ellos se les desvela la más grande y sorprendente novedad de la historia: Dios hecho hombre. Los Magos se postran ante Jesús y le ofrecen dones simbólicos: oro, incienso y mirra; porque la búsqueda del Señor implica no solo la perseverancia en el camino, sino también la generosidad del corazón. Y finalmente, vuelven «a su país» (v. 12); y dice el Evangelio que regresan por “otro camino”. Hermanos y hermanas, cada vez que un hombre o una mujer encuentra a Jesús, cambia de camino, vuelve a la vida de un modo diferente, vuelve renovado, “por otra senda”. Regresaron «a su país» llevando dentro de sí el misterio de aquel Rey humilde y pobre; podemos imaginar que contaron a todos la experiencia vivida: la salvación dada por Dios en Cristo es para todos los hombres, cercanos y lejanos. No es posible “apoderarse” de aquel Niño: Él es un don para todos.
También nosotros, hagamos un poco de silencio en nuestro corazón y dejémonos iluminar por la luz de Jesús que proviene de Belén. No permitamos a nuestros miedos que nos cierren el corazón, sino que tengamos el valor de abrirnos a esa luz que es mansa y discreta. Entonces, como los Magos, sentiremos «una inmensa alegría» (v. 10) que no podremos quedarnos para nosotros. Que nos sostenga en ese camino la Virgen María, estrella que nos conduce a Jesús, y Madre que muestra a Jesús a los Magos y a todos los que se acercan a Ella.
Queridos hermanos y hermanas, desde hace varios días 49 personas salvadas en el Mar Mediterráneo están a bordo de dos naves de ONG, en busca de un puerto seguro donde desembarcar. Dirijo un encendido llamamiento a los líderes europeos, para que demuestren concreta solidaridad con esas personas.
Algunas Iglesias orientales, católicas y ortodoxas, que siguen el calendario Juliano, celebrarán mañana la Santa Navidad. A ella dirijo mi felicitación cordial y fraterna en el signo de la comunión entre todos los cristianos, que reconocemos a Jesús como Señor y Salvador. A todos ellos, ¡Feliz Navidad!
La Epifanía es también la Jornada Misionera de los Jóvenes, que este año invita a los jovencísimos misioneros a ser “atletas de Jesús”, para dar testimonio del Evangelio en la familia, en la escuela y en los lugares de recreo.
Dirijo mi cordial saludo a todos, peregrinos, familias, parroquias y asociaciones, provenientes de Italia y de otros países. En particular saludo a los fieles de Marsala, Peveragno y San Martino in Rio, a los chicos de la Confirmación de Bonate Sotto y al grupo “Fraterna Domus”.
Un saludo especial a la cabalgata histórico-folclórica que promueve los valores de la Epifanía y que este año está dedicada al territorio abruzzese. Deseo recordar también la cabalgata de Reyes que se realiza en numerosas ciudades de Polonia con gran participación de familias y asociaciones. Y saludo también a los músicos de la banda que he escuchado tocar. Seguid tocando la alegría de esta jornada de la Epifanía.
A todos os deseo una feliz fiesta. Y por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen provecho y hasta la vista!
Fuente: vatican.va.
Traducción de Luis Montoya.
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