Se entiende fácilmente que la piedad popular prefiera reyes con sus coronas y armiños, con sus camellos y pajes, pero a mí me gusta más la versión auténtica, la de San Mateo, la de los sabios capaces de arrodillarse ante un Niño que ni habla
Los Reyes saldrán en cabalgata esta tarde por todos los rincones del país, desde las grandes ciudades hasta los pueblos más pequeños. Los niños se han pasado las Navidades vigilando su camino, viendo cómo se acercaban, primero, al palacio de ese otro rey, Herodes, al que miran sin miedo y con desprecio, porque era un rey que mataba niños.
Pero la imagen de los reyes, con sus dromedarios y sus pajes, representada no solo en belenes y cabalgatas, sino en muchísimas obras pictóricas y escultóricas, esa imagen, dice Ratzinger, tiene su origen en una profecía de Isaías más que en el Evangelio. San Mateo, que es quien lo cuenta, resume el episodio en la llegada de unos sabios de Oriente, pocos, que adoran al Niño y se ofrecen a él, porque eso significan sus regalos. No parece que fueran reyes ni poderosos ni magos, sino solo sabios, los primeros de una fila larguísima de mentes privilegiadas −a la que el propio Ratzinger pertenece− capaces de inclinar sus cabezas prodigiosas ante un bebé recién nacido en un pesebre.
Se entiende fácilmente que la piedad popular prefiera reyes con sus coronas y armiños, con sus camellos y pajes, pero a mí me gusta más la versión auténtica, la de San Mateo, la de los sabios capaces de arrodillarse ante un Niño que ni habla. Quizá porque vivimos tiempos en los que nadie se arrodilla, tiempos de una pretenciosidad, de una fatuidad, de un esnobismo delirantes. Tiempos en los que creemos saberlo todo, como aquellos otros sabios que trabajaban para Herodes y supieron decirle a qué lugar debería mandar sus tropas y degollar a todos los niños. Dos maneras muy distintas de buscar al Niño que se repiten hoy.