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La oración nos saca de nosotros mismos, porque en ella actúa Dios, que nos introduce en la dinámica de la entrega de Cristo, que es la del amor y del servicio
Hay quien piensa que la oración, si no es perder el tiempo, es un ensimismarse fuera de la realidad. Los cristianos sabemos que la oración es lo contrario: nos pone en contacto con Dios y nos ayuda a preocuparnos de los demás. Pero ¿cómo sucede esto? ¿Es la oración simplemente un “autoconvencerse” para quedarse tranquilo y poder hacer las cosas mejor?
En sus dos últimas audiencias generales, Benedicto XVI ha explicado que en la oración aprendemos a salir de nosotros mismos y entrar en la vida de Dios y de los demás.
En la audiencia del 20 de junio se centró en el primer capítulo de la Carta a los Efesios. San Pablo alaba a Dios y le da gracias ante todo porque «nos escogió antes de la creación del mundo para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor» (v. 4). Subraya el Papa por su cuenta: «Lo que nos hace santos y sin mancha es la caridad». Y también citando a San Juan Crisóstomo: «Santo es aquél que vive por la fe» (Homilías sobre la Carta a los Efesios, 1, 1, 4).
Dios nos ha llamado a la santidad —continúa Benedicto XVI— no porque seamos buenos, sino porque él es bueno, es amor, y el amor es difusivo. Y propone que esta certeza de que Dios nos ama, de que está “por nosotros”, «tenemos que insertarla en nuestro ser, en nuestra conciencia de cristianos», siguiendo el ejemplo de san Pablo (cf. Rm 8, 31 ss.). Tal es el plan de la salvación: «El Padre que nos ha elegido antes de la fundación del mundo, ha pensado en nosotros y nos ha creado; el Hijo que nos ha redimido por su sangre, y la promesa del Espíritu Santo, prenda de nuestra redención y de la gloria futura».
En oración aprendemos a ver la misericordia de Dios
Pues bien, señala el Papa, es en la oración donde aprendemos a ver los signos de este plan misericordioso de Dios en el camino de la Iglesia. La belleza de las cosas creadas (que en el periodo de vacaciones podemos admirar mejor) y de la obra redentora, que nos da la belleza de estar con Dios. Así como Dios ha querido acostumbrarse a estar con el hombre (San Ireneo), así también nosotros nos vamos “acostumbrando” a estar con Él. Y de esta manera, explicará Benedicto XVI, la oración nos transforma, da una nueva vida y una nueva fuerza a nuestra alma y desde ahí a toda nuestra acción:
«La oración como una forma de “acostumbrarse” a estar junto a Dios, crea hombres y mujeres animados no por el egoísmo, del deseo de poseer, de la sed de poder, sino de la gratuidad, del deseo de amar, de la sed por servir, es decir, animados por Dios; y solo así se puede llevar luz a la oscuridad del mundo».
Pero, cabe seguir preguntando: ¿cómo se llega a esto? ¿Es nuestra propia psicología la que, por una especie de autosugestión, acaba convenciéndonos de que tenemos que ser mejores o más fuertes? No se trata de esto, como veremos.
Hacer nuestros los sentimientos de Cristo
De hecho, en la audiencia del miércoles siguiente, 27 de junio, el Papa subrayó la alabanza y el agradecimiento que debemos a Dios no sólo por habernos dado a conocer y comprender los sentimientos de Cristo (cf. Ef. 3, 18-19), sino también por habernos dado la posibilidad de participar de ellos, de hacerlos nuestros.
Desde la cárcel, cercano ya su martirio, san Pablo considera la grandeza de ser discípulo de Cristo, y se alegra hasta el punto de ver su muerte no como una pérdida, sino como una ganancia. Pero, se pregunta el Papa, «¿de dónde o mejor dicho, de quién san Pablo obtiene la serenidad, la fuerza, el coraje de ir al encuentro de su martirio, y del derramamiento de su sangre?»
La respuesta la encontramos expresada por el Apóstol en el denominado himno cristológico de su carta a los Filipenses (cf. Flp. 2, 5-11). Aquí, según Benedicto XVI, «se centra toda la atención en los “sentimientos” de Cristo, es decir, en su modo de pensar, y en su actitud concreta y vivida (…): el amor, la generosidad, la humildad, la obediencia a Dios, el don de uno mismo».
Advierte el Papa, como suele hacer en este tema, que no se trata únicamente de imitar a Cristo desde fuera: «No se trata sólo y únicamente de seguir el ejemplo de Jesús, como algo moral, sino de involucrar toda la existencia en su propia manera de pensar y de actuar». Con otras palabras: «La oración debe conducir a un conocimiento y a una unión en el amor cada vez más profundos con el Señor, para poder pensar, actuar y amar como Él, en Él y por Él». Este ejercicio, resume el Papa, este «aprender los sentimientos de Jesús, es el camino de la vida cristiana».
Cristo repara la desobediencia de Adán y la confusión de Babel
En este himno se contiene además toda la historia humana. Jesús, al anonadarse a sí mismo y asumir todo lo humano (incluidos el sufrimiento, la pobreza y la muerte) menos el pecado, se humilló a sí mismo y obedeció hasta la muerte, y muerte de Cruz. Y así, observa Benedicto XVI, Cristo invierte la experiencia de Adán. Éste, creado a imagen y semejanza de Dios, quiso ser como Dios con sus propias fuerzas. Jesús, al contrario, era Dios, pero se abajó a la condición humana para restituir al hombre la dignidad perdida por la desobediencia de Adán.
Y ahora viene la aplicación a nuestra oración con lo que se alcanza la respuesta más profunda a nuestras preguntas: «En la oración, en la relación con Dios, abrimos la mente, el corazón, la voluntad a la acción del Espíritu Santo para entrar en esa misma dinámica de vida». La lógica humana busca realizarse a sí mismo en el poder y el dominio (como sucedió con la torre de Babel, para ser como Dios). Jesús, en cambio, con la encarnación y la cruz nos enseña que «la plena realización está en el conformar la propia voluntad humana a la del Padre, en el vaciarse del propio egoísmo, para llenarse del amor, de la caridad de Dios y así llegar a ser verdaderamente capaces de amar a los demás».
Sólo si salimos de nosotros mismos nos encontramos
En consecuencia: «El hombre no se encuentra a sí mismo permaneciendo encerrado en sí, afirmándose en sí mismo. El hombre se encuentra sólo saliendo de sí mismo, sólo si salimos de nosotros mismos nos encontramos». Así imita a Dios que es «amor que se entrega desde ya en la Trinidad, y luego en la creación. E imitar a Dios significa salir de sí mismo, darse en el amor».
Por la obediencia de Cristo, dice san Pablo, «Dios le exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre» (Fil. 2,9). Es importante, observa el Papa, recordar que «el ascenso hasta Dios está en el descenso del servicio humilde, en el descenso del amor, que es la esencia de Dios y por lo tanto la fuerza verdaderamente purificadora, que hace al hombre capaz de percibir y de ver a Dios» (Jesús de Nazaret).
Arrodillarse ante el Señor
Descubre el Papa, en el himno de la Carta a los Filipenses, otras dos claves importantes para nosotros: la invocación “Señor”, porque Cristo Jesús debe tener la primacía en nuestra vida (cf. Flp. 3, 8); el ponernos de rodillas ante la Eucaristía o en la oración, como gesto que expresa la adoración ante Dios, como confesión de fe que hemos de hacer «no por la costumbre y con prisa, sino con una conciencia profunda» de que Él es, en efecto, «el único Señor de nuestra vida».
Y concluye: «En nuestra oración fijamos nuestra mirada en el crucifijo, nos detenemos en adoración ante la Eucaristía con frecuencia, para hacer entrar nuestra vida en el amor de Dios, que se humilló a sí mismo con humildad para elevarse hasta Él». Esta es la razón de la alegría y la fortaleza de san Pablo, de su fe, de su esperanza y de su amor.
* * *
En definitiva: la oración nos saca de nosotros mismos, porque en ella actúa Dios, que nos introduce en la dinámica de la entrega de Cristo, que es la del amor y del servicio. Y así, participando realmente de la vida de Cristo (en su Cuerpo que es la Iglesia), por los sacramentos y la oración, alcanzamos no sólo la certeza, la alegría y la fortaleza, sino también la fe, la esperanza y el amor que tuvieron los santos.
Ramiro Pellitero. Universidad de Navarra
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