En aquel lugar, Westerbork, que para otros era un lugar de muerte, ella encontró una fuente de sentido
En su primer discurso después de su renuncia (13 febrero 2013), el Papa Benedicto XVI recordaba a “Etty Hillesum, una joven holandesa de origen judío que morirá en Auschwitz. Inicialmente lejos de Dios, lo descubre mirando profundamente dentro de sí misma”.
Etty Hillesum nació en enero de 1914 en Middelburg, Holanda, en una familia judía con la que siempre tuvo una relación complicada: se refería a su casa como un “manicomio”. Era una joven brillante, intensa, que tenía pasión por la lectura y la filosofía. A partir de 1941 escribe un diario y más adelante, ya en el campo de concentración, numerosas cartas que han visto la luz a partir de 1980. Esos textos muestran su despertar religioso a la vez que narran la persecución de los judíos holandeses por parte de los nazis durante la ocupación alemana. En septiembre de 1943 será deportada a Auschwitz y poco después ejecutada.
Etty era un alma profunda y sensible, amante de las letras. En 1942 comienza a trabajar para el Consejo Judío y a los pocos meses solicita ser trasladada a Westerbork. Se trataba de un campo de tránsito en el este de Holanda en el que se concentraba a los judíos holandeses para enviarlos a los campos de exterminio. Por su trabajo en el Consejo, Etty gozaba de cierta libertad y podía regresar con relativa frecuencia a Amsterdam. Durante los meses que Etty vivió en el campo sufrió un tremendo cambio: descubrió una tierna y confiada relación con Dios, a la vez que encontró sentido a su vida, que antes había sido llevada en gran medida por depresiones y desequilibrios emocionales.
Sus obras transmiten el cambio que se produce en su interior. La naturalidad con la que en las primeras páginas describe la repugnancia que su madre y su padre le producen, la desesperación con sus propios defectos y sus inestables relaciones amorosas. Dice de sí misma: “Me siento más bien en un pequeño campo de batalla en el que se debaten los problemas y cuestiones de estos tiempos. Lo único que se puede hacer es ponerse humildemente a disposición, convertirse en un campo de batalla” (Diario, p. 27).
Sin embargo, Etty fue adquiriendo una profunda confianza en Dios que le sirvió de apoyo el resto de su vida. Contrasta la sencillez con la que al principio se refería a su inestable relación con Dios: “Dentro de mí hay un pozo muy profundo. Y ahí dentro está Dios. A veces me es accesible. Pero a menudo hay piedras y escombros taponando ese pozo y entonces Dios está enterrado. Hay que desenterrarlo de nuevo” (Diario, p. 41), con la seguridad que le otorgaba su recién descubierta conciencia religiosa hacia el final de sus días: “No quieren ver, Dios, mío, que todo es perecedero e incierto, excepto Tú” (Cartas, p. 123).
Aunque la relación con su familia siempre le fue especialmente difícil, aprendió a quererlos y cuidarlos incondicionalmente, en particular cuando son internados en Westerbork. “Es la única actitud que te permite sobrevivir en este lugar. Solo con el alma en paz puedo despojarme cada noche de mis numerosas preocupaciones terrenales y depositarlas a los pies de Dios. Bien es verdad que son pesares triviales, por ejemplo cómo ingeniármelas para lavar la ropa de toda la familia… y cosas así” (Cartas, p. 119). Ese amor a su familia y a sus seres queridos va extendiéndose hasta convertirse en una inmensa fuente de amor: “Es mucho el amor que llevo dentro, hacia alemanes y holandeses, hacia judíos y no judíos, hacia la humanidad entera…” (Cartas, p. 26). El reconocimiento sencillo de sus limitaciones la convierte en un modelo con el que no es difícil identificarse.
Cuando Etty llegó a Westerbork su principal preocupación era servir a las personas y no endurecerse con las circunstancias que le tocaba vivir. Sabía que la principal tentación en el campo sería esa: dejar de pensar, dejar de sentir. Temía el embotamiento y, tal como se lee en sus cartas, no cedió ante ese peligro. Etty siguió profundizando en su relación con Dios y con los demás a pesar de las adversidades y del sufrimiento. “¿Y no es cierto que se pueda rezar en cualquier sitio, en una barraca de madera o en un monasterio de piedra, o en otro lugar de esta tierra en la que Dios, en esta época convulsa, decida arrojar a sus criaturas?”, escribía (Cartas, p. 54). Muchas de las cartas que envió durante esos meses son casi poemas de amor, que dejan traslucir una ternura y una fortaleza admirables.
Sus cartas describen también las condiciones en el campo: barracones superpoblados, cables electrificados, torres de vigilancia, lodo y miseria por todas partes. Una comunidad que vivía en el constante terror de los transportes semanales hacia el este. En ese infierno Etty fue una luz que dedicó sus últimos meses a cuidar de los débiles, de los enfermos, de su familia, y a escribir cartas a sus amigos.
Su vitalidad y compasión inspiraron a muchas otras personas. En aquel lugar que para otros era un lugar de muerte, ella encontró una fuente de sentido: “Cuando estoy en algún rincón del campamento, con los pies en la tierra y los ojos apuntando al cielo, siento el rostro anegado de lágrimas, única salida de la intensa emoción y de la gratitud. A veces, por la noche, tendida en el lecho y en paz contigo, también me embargan las lágrimas de gratitud, que constituyen mi plegaria” (Cartas, p. 133).
Lo último que sabemos de ella es que fue deportada junto con sus padres y su hermano a Polonia. Antes de dejar Holanda, Etty lanzó desde el tren una postal dirigida a un amigo. Unos granjeros la encontraron y se encargaron de enviarla. Decía: “Dejamos el campo cantando”.
Carmen Camey y Jaime Nubiola
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Fuente: Revista Palabra.
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