Aleksandr Solzhenitsyn no se imaginaba en lucha contra una forma radicalizada de la dictadura, sino contra un régimen político inédito, que aniquila la parte más íntima del ser humano
La conmemoración del centenario del nacimiento de Solzhenitsyn nos permite recordar una existencia que ha encarnado, de la manera más exigente, la figura del disidente en el siglo XX. Esto nos permite, también, volver a la obra de un hombre que ha teorizado la resistencia al totalitarismo, descifrando de qué manera éste pervierte el alma humana y desestructura los puntos de referencia fundamentales de la conciencia. Solzhenitsyn no se imaginaba en lucha contra una forma radicalizada de la dictadura, sino contra un régimen político inédito, que aniquila la parte más íntima del ser humano.
Este 11 de diciembre se conmemora el centenario del nacimiento de Aleksandr Solzhenitsyn (1918-2008). Una de las mejores biografías sobre el escritor ruso es la de Joseph Pearce: Solzhenitsyn. Un alma en el exilio.
Sabemos que, para Solzhenitsyn, la institucionalización de la mentira es la marca distintiva del totalitarismo. Orwell ya lo había observado, y afirmó que éste quería obligar al hombre a decir que 2+2=5. Al estilo de un régimen ideocrático, plantea una verdad oficial a la que todos deben someterse, sobre todo porque es contraria a la verdad efectiva de las cosas. El totalitarismo obliga al hombre a decir lo contrario de lo que piensa, e incluso lo contrario de lo que ve. Más aún, lo tiene que decir con entusiasmo. Ante los sabios oficiales del régimen debe repetir las "verdades" decretadas, a pesar de que en lo más hondo de sí mismo sea consciente de su falsedad. Milosz observó que este desdoblamiento del ser provoca una forma de esquizofrenia.
La primera forma de resistencia al totalitarismo consiste, entonces, en atreverse a decir la verdad, llamando a las cosas por su nombre. Pero, ¿dónde podemos encontrar la fuerza para resistirnos al totalitarismo? ¿Cómo mantenerse firme ante un sistema que pretende confiscar el sentido de la historia, y que sólo ve en sus opositores la madera muerta de la humanidad o unos restos históricos insignificantes? ¿Por qué luchar cuando ya de antemano creemos que nos han vencido? ¿Acaso es la disidencia un testimonio moral sacrificial que hay que clasificar bajo el signo del martirio? Aquí Solzhenitsyn se desmarca: el escritor nunca dudó de su victoria. Incluso en el exilio, estaba convencido de que un día vería su país liberado y habiendo recuperado lo que hoy llamaríamos su identidad.
Muchos han observado que la filosofía de Solzhenitsyn estaba anclada en un patriotismo ruso y en una fe ortodoxa profundamente arraigados; no se reducía a un liberalismo anodino, ajeno a la transcendencia, que encierra al hombre en una concepción materialista y horizontal de la existencia. Si se prefiere, estaba arraigada en un conjunto de tradiciones nacionales y religiosas, como sucedió en otros casos de disidencia en las naciones de Europa del Este, que conjugaban de la manera más natural del mundo identidad y libertad. La piedad, ya sea patriótica o religiosa, no es enemiga de la libertad: puede incluso alimentarla.
El objetivo del totalitarismo es someter al hombre en su integridad para, así, fabricar al hombre nuevo a través del control total de todos los mecanismos de socialización. Sin embargo, el hombre no se puede manipular completamente. El hecho de nacer en una nación histórica concreta es, para él, una fuente valiosa de identidad; y su búsqueda espiritual, que le empuja hacia los fines últimos, revela una naturaleza humana que ningún orden social, por terrible que sea, podrá nunca aplastar y a partir del cual la aspiración por la libertad puede resurgir. La conciencia de su filiación, como también de su finitud, crean para el hombre, paradójicamente, la posibilidad de su libertad. Solzhenitsyn resistió al comunismo gracias a su unión con el mundo a través de sus raíces más profundas y sus aspiraciones más elevadas.
Solzhenitsyn lo vio antes que el resto del mundo: Occidente no está inmunizado contra el totalitarismo. La democracia contemporánea renueva ciertos esquemas a través del fantasma del dominio total del ser vivo o de la existencia social, donde se deja adivinar de nuevo la figura del hombre nuevo, que hoy queremos sin sexo, sin padres, sin patria, sin religión y sin civilización. Es muy posible que nuestras tradiciones más profundas sean, una vez más, las que nos permitan resistir a los excesos de una modernidad que somete al hombre con la pretensión de emanciparlo.
Y del mismo modo que ayer se leía el Pravda aprendiendo a descifrarlo, hoy leemos entre líneas de ciertos periódicos para descifrar la parte real que el régimen de la diversidad no puede revelar sin debilitarse. Ya sea que se trate de la ideología de género, del multiculturalismo que desarraiga a los pueblos y los expulsa mentalmente de sus casas, demonizando el deseo de tener un hogar, o de la neurosis de la corrección política que encierra al mundo del pensamiento en un mundo paralelo, basado en la falsificación de la realidad, tendremos que encontrar de nuevo la valentía de decir la verdad.
Mathieu Bock-Côté, escritor y periodista canadiense