Cuando terminó y se apagaron las cámaras y la vida, creció su agitación interior: se sentía furiosa, enojada. Podía comprender las razones de su marido y sus argumentos intelectuales, pero no podía compartirlos
No he leído el libro en el que Deborah Binner intenta explicarse después de acompañar a su marido Simon, un periodista de Sky News, hasta la clínica suiza en la que le ayudaron a morir en 2016. Viajaba también con ellos el equipo que grabó el documental How to Die: Simon’s Choice. El libro de ella se titula Yet Here I Am, pero solo conozco algunos párrafos. Por ejemplo, el que compara la muerte de su marido con la de su hija, tres años antes, consumida a los dieciocho por un cáncer. Dos muertes muy diferentes. Una aconteció en casa, después de una batalla larga, pero con la certeza de que no se había ahorrado ningún esfuerzo. Murió en sus brazos mientras le decía que había sido feliz y ella «sentía que rozaba el nivel más profundo del amor».
A su marido le diagnosticaron una enfermedad neuromotora de curso rápido y decidió abreviar el trámite. Deborah comprende la pureza de sus motivos, que no eran egoístas: quería evitarle el doloroso proceso de su progresivo debilitamiento, «la espiral hasta la incapacidad completa». Ella le reconoce el coraje, pero piensa que sería más valiente vivir con la enfermedad, afrontarla, reconocer que no lo podemos controlar todo.
Cuando terminó y se apagaron las cámaras y la vida, creció su agitación interior: se sentía furiosa, enojada. Podía comprender las razones de su marido y sus argumentos intelectuales, pero no podía compartirlos. Para evitarle trabajos y padecimientos, él había decidido marcharse y que ella se las arreglara sola después. Pero lo que ella realmente quería era más tiempo con él, todo el tiempo posible. Hubiera preferido cuidarle con todo el cariño hasta que la naturaleza hiciera su trabajo.