Homilía del Santo Padre en la Misa en ocasión de la II Jornada Mundial de los Pobres, celebrada hoy en la Basílica de San Pedro
“Despiértanos, Señor, de la calma ociosa, de la tranquila quietud de nuestros puertos seguros. Desátanos de los amarres de la autorreferencialidad que lastran la vida, libéranos de la búsqueda de nuestros éxitos. Enséñanos a saber dejar, para orientar nuestra vida en la misma dirección de la tuya: hacia Dios y hacia el prójimo”, pidió el Papa durante la homilía en la Santa Misa con motivo de la Jornada Mundial de los Pobres, cuyo lema para este año es Este pobre gritó y el Señor lo escucho.
Veamos las tres acciones que realiza Jesús en este Evangelio (cfr. Mt 14,22-23)[1].
La primera. En pleno día, deja: deja la gente en el momento del éxito, cuando era aclamado por haber multiplicado los panes. Y mientras los discípulos querían gozar de la gloria, enseguida les obliga a irse y despide a la gente. Rodeado de la gente, se va solo; cuando todo iba “de bajada”, sube al monte a rezar. Luego, en mitad de la noche, baja del monte y se une a los suyos caminando sobre las aguas agitadas por el viento. En todo Jesús va contracorriente: primero deja el éxito, luego la tranquilidad. Nos enseña el valor de dejar: dejar el éxito que hincha el corazón y la tranquilidad que adormenta el alma.
¿Para ir adónde? A Dios, rezando, y a quien lo necesita, amando. Son los auténticos tesoros de la vida: Dios y el próximo. Subir a Dios y bajar a los hermanos, esa es la ruta indicada por Jesús. No nos deja apacentarnos tranquilamente en las cómodas llanuras de la vida, ni ir tirando ociosamente entre las pequeñas satisfacciones diarias. Los discípulos de Jesús no están hechos para la previsible tranquilidad de una vida normal. Como el Señor Jesús, viven su camino, ligeros, dispuestos a dejar las glorias del momento, atentos a no apegarse a los bienes pasajeros. El cristiano sabe que su patria está en otro sitio, sabe que ya es −como recuerda el Apóstol Pablo en la segunda Lectura− “conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios” (cfr. Ef 2,19). Es un viandante ágil de la existencia. No vivimos para acumular, nuestra gloria está en dejar lo que pasa para quedarnos con lo que permanece. Pidamos a Dios que nos parezcamos a la Iglesia descrita en la primera Lectura: siempre en movimiento, experta en dejar y fiel en servir (cfr. Hch 28,11-14). Despéganos, Señor, de la calma ociosa, de la bonanza de nuestros puertos seguros. Desátanos de las amarras de la auto-referencialidad que lastra la vida, líbranos de la búsqueda de nuestros éxitos. Enséñanos Señor a saber dejar para edificar la ruta de la vida sobre la tuya: hacia Dios y hacia el prójimo.
La segunda acción: en plena noche Jesús infunde ánimo. Va a los suyos, inmersos en la oscuridad, caminando «sobre el mar» (v. 25). En realidad se trataba de un lago, pero el mar, con la profundidad de sus oscuridades subterráneas, evocaba en aquel tiempo las fuerzas del mal. Jesús, en otras palabras, va al encuentro de los suyos pisando a los enemigos malignos del hombre. Es el significado de este signo: no una manifestación celebrativa de poderío, sino la revelación para nosotros de la certeza tranquilizadora de que Jesús, solo Él, Jesús, vence a nuestros grandes enemigos: el diablo, el pecado, la muerte, el miedo, la mundanidad. También a nosotros nos dice hoy: «Tened confianza, soy yo, no tengáis miedo» (v. 27).
La barca de nuestra vida es a menudo zarandeada por las olas y sacudida por los vientos, y cuando las aguas están calmadas pronto vuelve a agitarse. Entonces nos molestamos con las tempestades del momento, que parecen nuestros únicos problemas. Pero el problema no es la tempestad del momento, es cómo navegar por la vida. El secreto para navegar bien es invitar a Jesús a bordo. El timón de la vida hay que dárselo a Él, para que sea Él quien dirija la ruta. Solo Él da vida en la muerte y esperanza en el dolor; solo Él cura el corazón con el perdón y libera del miedo con la confianza. Invitemos hoy a Jesús a la barca de nuestra vida. Como los discípulos experimentaremos que con Él a bordo los vientos se calman (cfr. v. 32) y nunca se naufraga. ¡Con Él a bordo nunca se naufraga! Y solo con Jesús somos capaces también de animarnos. Hay gran necesidad de gente que sepa consolar, pero no con palabras vacías, sino con palabras de vida, con gestos de vida. En nombre de Jesús se da verdadero consuelo. No con ánimos formales y obvios, sino con la presencia de Jesús que calma. Anímanos, Señor: consolados por ti, seremos verdaderos consoladores para los demás.
Y tercera acción de Jesús: en mitad de la tempestad, tiende la mano (cfr. v. 31). Agarra a Pedro que, asustado, dudaba y hundiéndose gritaba: «¡Señor, sálvame!» (v. 30). Podemos meternos en la piel de Pedro: somos gente de poca fe y estamos aquí mendigando la salvación. Somos pobres de vida verdadera y necesitamos la mano tendida del Señor, que nos saque del mal. Ese es el inicio de la fe: vaciarse de la orgullosa convicción de creernos bien, capaces, autónomos, y reconocernos necesitados de salvación. La fe crece en ese clima, un clima al que nos adaptamos estando junto a los que no se ponen en un pedestal, sino que pasan necesidad y piden ayuda. Por eso vivir la fe en contacto con los necesitados es importante para todos nosotros. No es una opción sociológica, no es la moda de un pontificado, es una exigencia teológica. Es reconocerse mendicantes de salvación, hermanos y hermanas de todos, pero especialmente de los pobres, predilectos del Señor. Así alcanzamos el espíritu del Evangelio: «El espíritu de pobreza y de caridad −dice el Concilio− son gloria y testimonio de la Iglesia de Cristo» (Gaudium et spes, 88).
Jesús ha escuchado el grito de Pedro. Pidamos la gracia de escuchar el grito de quien vive en aguas borrascosas. El grito de los pobres: es el grito ahogado de los niños que no pueden ver la luz, de los pequeños que padecen hambre, de los chicos habituados al fragor de las bombas en vez de a los alegres clamores de los juegos. Es el grito de los ancianos descartados y dejados solos. Es el grito de quien debe afrontar las tempestades de la vida sin una presencia amiga. Es el grito de quien debe huir, dejando casa y tierra sin la certeza de un destino. Es el grito de enteras poblaciones, privadas también de los ingentes recursos naturales de los que disponen. Es el grito de tantos Lázaros que lloran, mientras pocos epulones banquetean con lo que por justicia corresponde a todos. La injusticia es la raíz perversa de la pobreza. El grito de los pobres se cada día más fuerte, pero cada día menos escuchado. Cada día es más fuerte ese grito, pero cada día es menos escuchado, dominado por el ruido de unos pocos ricos, que son cada vez menos y cada vez más ricos.
Ante la dignidad humana pisoteada a menudo nos quedamos de brazos cruzados o los abrimos impotentes ante la oscura fuerza del mal. Pero el cristiano no puede estar de brazos cruzados, indiferente, o de brazos abiertos, fatalista, no. El creyente tiende la mano, como hace Jesús con él. Ante Dios el grito de los pobres encuentra escucha. Pregunto: ¿y en nosotros? ¿Tenemos ojos para ver, oídos para oír, manos tendidas para ayudar, o repetimos aquel “vuelve mañana”? «Es el propio Cristo quien en los pobres levanta su voz para despertar la caridad de sus discípulos» (ibíd.). Nos pide reconocerlo en quien tiene hambre y sed, es forastero y despojado de dignidad, enfermo y encarcelado (cfr. Mt 25,35-36).
El Señor tiende la mano: es un gesto gratuito, no obligado. Así es como se hace. No estamos llamados a hacer el bien solo a quien nos quiere. Corresponder es normal, pero Jesús pide ir más allá (cfr. Mt 5,46): dar a quien no tiene para devolver, o sea amar gratuitamente (cfr. Lc 6,32-36). Miremos nuestras jornadas: entre otras cosas, ¿hacemos algo gratuito, algo para quien no tiene cómo corresponder? Esa será nuestra mano tendida, nuestra verdadera riqueza en el cielo.
Tiende la mano a nosotros, Señor, agárranos. Ayúdanos a amar como amas tú. Enséñanos a dejar lo que pasa, a infundir ánimo a quien tenemos al lado, a dar gratuitamente a quien pasa necesidad. Amén.
* * *
En el Ángelus del XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario y Jornada Mundial de los Pobres, el Papa invitó a reflexionar “si la Palabra del Hijo de Dios ha iluminado nuestra existencia personal, o si le hemos dado la espalda y hemos preferido confiar en nuestras propias palabras”.
En el texto del Evangelio de este domingo (cfr. Mc 13,24-32), el Señor quiere instruir a sus discípulos acerca de los eventos futuros. No es solo un discurso sobre el fin del mundo, sino más bien la invitación a vivir bien el presente, a estar vigilantes y siempre dispuestos para cuando seamos llamados a dar cuentas de nuestra vida. Dice Jesús: «En aquellos días, después de esa gran angustia, el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo» (vv. 24-25). Estas palabras nos hacen pensar en la primera página del Libro del Génesis, el relato de la creación: el sol, la luna, las estrellas, que desde el inicio del tiempo brillan en su orden y dan luz, signo de vida, aquí son descritos en su decaimiento, mientras caen en la oscuridad y el caos, señal del fin. En cambio la luz que en aquel día último brillará será única y nueva: será la del Señor Jesús que vendrá en su gloria con todos los santos. En aquel encuentro veremos finalmente su rostro en la plena luz de la Trinidad; un rostro radiante de amor, ante el cual aparecerá con total verdad también todo ser humano.
La historia de la humanidad, como la historia personal de cada uno de nosotros, no puede ser comprendida como un simple sucederse de palabras y de hechos que no tienen un sentido. No puede ser tampoco interpretada a la luz de una visión fatalista, como si todo fuese ya preestablecido según un destino que quita todo espacio de libertad, impidiendo tomar decisiones que sean fruto de una verdadera elección. En el Evangelio de hoy, más bien, Jesús dice que la historia de los pueblos y de los individuos tiene un fin y una meta que alcanzar: el encuentro definitivo con el Señor. No conocemos el tiempo ni los modos como llegará; el Señor ha recordado que «nadie lo conoce, ni los ángeles del cielo ni el Hijo» (v. 32); todo es conservado en el secreto del misterio del Padre. Conocemos, sin embargo, un principio fundamental con el que debemos confrontarnos: «El cielo y la tierra pasarán −dice Jesús−, pero mis palabras no pasarán» (v. 31). El verdadero punto crucial es este. En aquel día, cada uno de nosotros tendrá que comprender si la Palabra del Hijo de Dios ha iluminado su propia existencia personal, o si le ha dado la espalda prefiriendo confiar en sus propias palabras. Será más que nunca el momento para abandonarnos definitivamente al amor del Padre y confiarnos a su misericordia.
Nadie puede huir de ese momento, ¡ninguno de nosotros! La astucia, que a menudo usamos en nuestros comportamientos para aparentar la imagen que queremos dar, ya no servirá; de la misma manera, el poder del dinero y de los medios económicos con los que pretendemos con presunción comprarlo todo y a todos, ya no podrá ser usada. Tendremos con nosotros nada más que los que hayamos realizado en esta vida creyendo en su Palabra: el todo y el nada de cuanto hayamos vivido o dejado de cumplir. Con nosotros solamente llevaremos los que hayamos dado.
Invoquemos la intercesión de la Virgen María, para que la constatación de nuestra provisionalidad en la tierra y de nuestro límite no nos haga hundirnos en la miseria, sino que nos llame a la responsabilidad con nosotros mismos, con el prójimo, con el mundo entero.
Queridos hermanos y hermanas, con ocasión de la Jornada Mundial de los Pobres, he celebrado esta mañana en la Basílica de San Pedro una Misa en presencia de los pobres, acompañados por asociaciones y grupos parroquiales. Dentro de poco participaré en un almuerzo en el Aula Pablo VI con tantas personas indigentes. Análogas iniciativas de oración y de convivencia se han promovido en las diócesis del mundo, para expresar la cercanía de la comunidad cristiana a cuantos viven en condición de pobreza. Esta Jornada, que involucra cada vez a más parroquias, asociaciones y movimientos eclesiales, quiere ser un signo de esperanza y un estímulo para ser instrumentos de misericordia en el tejido social.
Con dolor he sabido la noticia de la tragedia de hace dos días en un campo de desplazados en la República Centroafricana, donde han matado incluso a dos sacerdotes. A este pueblo para mí tan querido, donde abrí la primera Puerta Santa del Año de la Misericordia, expreso toda mi cercanía y mi amor. Recemos por los muertos y heridos y para que cese toda violencia en aquel amado país que tanto necesita de paz. Recemos juntos a la Virgen un Avemaría.
Una oración especial para cuantos están afectados por los incendios que están flagelando California, y ahora también a las víctimas de las heladas en la costa este de los Estados Unidos. Que el Señor acoja en su paz a los difuntos, conforte a los familiares y sostenga a cuantos se esfuerzan en los socorros.
Y ahora os saludo a vosotros, familias, parroquias, asociaciones y fieles, que habéis venido de Italia y de tantas partes del mundo. En particular, saludo a los peregrinos de Union City y Brooklyn, a los de Puerto Rico con el Obispo de Ponce y al grupo de sacerdote de Campanha (Brasile) con su Obispo; y también a los acompañantes de los Santuarios marianos del mundo, a la Confederación italiana ex-alumnos de las escuelas católicas, a los fieles de Crotone y al coro de Roncegno Terme.
Deseo a todos un feliz domingo. Y por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen provecho y hasta pronto!
Después de la celebración de la Santa Misa el Papa organizó un especial y multitudinario almuerzo en el aula Pablo VI al que acudieron 1.500 personas sin techo de Roma.
Fuente: vatican.va.
Traducción de Luis Montoya.
[1] No son las lecturas del domingo XXXIII, sino las elegidas por el Papa para esta Jornada (ndt).
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