Hoy, 28 de octubre, el Santo Padre ha presidido la misa de clausura de la XV Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos dedicado al tema de los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional
En su homilía, el Papa ha indicado tres pasos fundamentales para acompañar el camino de la fe: escuchar, hacernos prójimos y testimoniar en nombre de Jesús.
El episodio que hemos escuchado es el último que narra el evangelista Marcos sobre el ministerio itinerante de Jesús, quien poco después entrará en Jerusalén para morir y resucitar. Bartimeo es, por lo tanto, el último que sigue a Jesús en el camino: de ser un mendigo al borde de la vía en Jericó, se convierte en un discípulo que va con los demás a Jerusalén. Nosotros también hemos caminado juntos, hemos “hecho sínodo” y ahora este evangelio sella tres pasos fundamentales para el camino de la fe.
En primer lugar, nos fijamos en Bartimeo: su nombre significa “hijo de Timeo”. Y el texto lo especifica: «El hijo de Timeo, Bartimeo» (Mc 10,46). Pero, mientras el Evangelio lo reafirma, surge una paradoja: el padre está ausente. Bartimeo yace solo junto al camino, lejos de casa y sin un padre: no es alguien amado sino abandonado. Es ciego y no tiene quien lo escuche; y cuando quería hablar lo hacían callar. Jesús escucha su grito. Y cuando lo encuentra le deja hablar. No era difícil adivinar lo que Bartimeo le habría pedido: es evidente que un ciego lo que quiere es tener o recuperar su vista. Pero Jesús no es expeditivo, da tiempo a la escucha. Este es el primer paso para facilitar el camino de la fe: escuchar. Es el apostolado del oído: escuchar, antes de hablar.
Por el contrario, muchos de los que estaban con Jesús imprecaban a Bartimeo para que se callara (cfr. v. 48). Para estos discípulos, el necesitado era una molestia en el camino, un imprevisto en el programa predeterminado. Preferían sus tiempos a los del Maestro, sus palabras en lugar de escuchar a los demás: seguían a Jesús, pero lo que tenían en mente eran sus propios planes. Es un peligro del que tenemos que prevenirnos siempre. Para Jesús, en cambio, el grito del que pide ayuda no es algo molesto que dificulta el camino, sino una pregunta vital. ¡Qué importante es para nosotros escuchar la vida! Los hijos del Padre celestial escuchan a sus hermanos: no las murmuraciones inútiles, sino las necesidades del prójimo. Escuchar con amor, con paciencia, como hace Dios con nosotros, con nuestras oraciones a menudo repetitivas. Dios nunca se cansa, siempre se alegra cuando lo buscamos. Pidamos también nosotros la gracia de un corazón dócil para escuchar. Me gustaría decirles a los jóvenes, en nombre de todos nosotros, adultos: disculpadnos si a menudo no os hemos escuchado; si, en lugar de abrir vuestro corazón, os hemos llenado los oídos. Como Iglesia de Jesús deseamos escucharos con amor, seguros de dos cosas: que vuestra vida es preciosa ante Dios, porque Dios es joven y ama a los jóvenes; y que vuestra vida también es preciosa para nosotros, más aún, es necesaria para seguir adelante.
Después de la escucha, un segundo paso para acompañar el camino de fe: hacerse prójimos. Miramos a Jesús, que no delega en alguien de la «multitud» que lo seguía, sino que se encuentra con Bartimeo en persona. Le dice: «¿Qué quieres que haga por ti?» (v. 51). Qué quieres: Jesús se identifica con Bartimeo, no prescinde de sus expectativas; que yo haga: hacer, no solo hablar; por ti: no de acuerdo con ideas preestablecidas para cualquiera, sino para ti, en tu situación. Así lo hace Dios, implicándose en primera persona con un amor de predilección por cada uno. Ya en su modo de actuar transmite su mensaje: así la fe brota en la vida.
La fe pasa por la vida. Cuando la fe se concentra exclusivamente en las formulaciones doctrinales, se corre el riesgo de hablar solo a la cabeza, sin tocar el corazón. Y cuando se concentra solo en el hacer, corre el riesgo de convertirse en moralismo y de reducirse a lo social. La fe, en cambio, es vida: es vivir el amor de Dios que ha cambiado nuestra existencia. No podemos ser doctrinalistas o activistas; estamos llamados a realizar la obra de Dios al modo de Dios, en la proximidad: unidos a él, en comunión entre nosotros, cercanos a nuestros hermanos. Proximidad: aquí está el secreto para transmitir el corazón de la fe, no un aspecto secundario.
Hacerse prójimos es llevar la novedad de Dios a la vida del hermano, es el antídoto contra la tentación de las recetas preparadas. Preguntémonos si somos cristianos capaces de ser prójimos, de salir de nuestros círculos para abrazar a los que “no son de los nuestros” y que Dios busca ardientemente. Siempre existe esa tentación que se repite tantas veces en las Escrituras: lavarse las manos. Es lo que hace la multitud en el Evangelio de hoy, es lo que hizo Caín con Abel, es lo que hará Pilato con Jesús: lavarse las manos. Nosotros, en cambio, queremos imitar a Jesús, e igual que él ensuciarnos las manos. Él, el camino (cfr. Jn 14,6), por Bartimeo se ha detenido en el camino. Él, la luz del mundo (cfr. Jn 9,5), se ha inclinado sobre un ciego. Reconozcamos que el Señor se ha ensuciado las manos por cada uno de nosotros, y miremos la cruz y recomencemos desde allí, del recordarnos que Dios se hizo mi prójimo en el pecado y la muerte. Se hizo mi prójimo: todo viene de allí. Y cuando por amor a él también nosotros nos hacemos prójimos, nos convertimos en portadores de nueva vida: no en maestros de todos, no en expertos de lo sagrado, sino en testigos del amor que salva.
Testimoniar es el tercer paso. Fijémonos en los discípulos que llaman a Bartimeo: no van a él, que mendigaba, con una moneda tranquilizadora o a dispensar consejos; van en el nombre de Jesús. De hecho, le dirigen solo tres palabras, todas de Jesús: «Ánimo, levántate, que te llama» (v. 49). En el resto del Evangelio, solo Jesús dice ánimo, porque solo él resucita el corazón. Solo Jesús dice en el Evangelio levántate, para sanar el espíritu y el cuerpo. Solo Jesús llama, cambiando la vida del que lo sigue, levantando al que está por el suelo, llevando la luz de Dios en la oscuridad de la vida. Muchos hijos, muchos jóvenes, como Bartimeo, buscan una luz en la vida. Buscan un amor verdadero. Y al igual que Bartimeo que, a pesar de la multitud, invoca solo a Jesús, también ellos invocan la vida, pero a menudo solo encuentran promesas falsas y unos pocos que se interesan de verdad por ellos.
No es cristiano esperar que los hermanos que están en busca llamen a nuestras puertas; tendremos que ir donde están ellos, no llevándonos a nosotros mismos, sino a Jesús. Él nos envía, como a aquellos discípulos, para animar y levantar en su nombre. Él nos envía a decirles a todos: “Dios te pide que te dejes amar por él”. Cuántas veces, en lugar de este mensaje liberador de salvación, nos hemos llevado a nosotros mismos, nuestras “recetas”, nuestras “etiquetas” en la Iglesia. Cuántas veces, en vez de hacer nuestras las palabras del Señor, hemos hecho pasar nuestras ideas por palabra suya. Cuántas veces la gente siente más el peso de nuestras instituciones que la presencia amiga de Jesús. Entonces pasamos por una ONG, por una organización paraestatal, no por la comunidad de los salvados que viven la alegría del Señor.
Escuchar, hacerse prójimos, testimoniar. El camino de fe termina en el Evangelio de una manera hermosa y sorprendente, con Jesús que dice: «Anda, tu fe te ha salvado» (v. 52). Y, sin embargo, Bartimeo no hizo profesiones de fe, no hizo ninguna obra; solo pidió compasión. Sentirse necesitados de salvación es el comienzo de la fe. Es el camino más directo para encontrar a Jesús. La fe que salvó a Bartimeo no estaba en la claridad de sus ideas sobre Dios, sino en buscarlo, en querer encontrarlo. La fe es una cuestión de encuentro, no de teoría. En el encuentro Jesús pasa, en el encuentro palpita el corazón de la Iglesia. Entonces, lo que será eficaz es nuestro testimonio de vida, no nuestros sermones.
Y a todos vosotros que habéis participado en este “caminar juntos”, os agradezco vuestro testimonio. Hemos trabajado en comunión y con franqueza, con el deseo de servir a Dios y a su pueblo. Que el Señor bendiga nuestros pasos, para que podamos escuchar a los jóvenes, hacernos prójimos suyos y testimoniarles la alegría de nuestra vida: Jesús.
Queridos hermanos y hermanas, buenos días, aunque no parece tan bueno [llueve y hace viento]. Esta mañana, en la Basílica de San Pedro, hemos celebrado la Misa de clausura de la Asamblea del Sínodo de Obispos dedicada a los jóvenes. La primera Lectura, del profeta Jeremías (31,7-9), era particularmente apropiada a este momento, porque es una palabra de esperanza que Dios da a su pueblo. Una palabra de consuelo, fundada en que Dios es padre para su pueblo, lo ama y lo cuida como un hijo (cfr v. 9); le abre delante un horizonte de futuro, una senda accesible, practicable, por la que podrán caminar hasta «el ciego y el cojo, la mujer encinta y la parturienta» (v. 8), es decir, las personas en dificultad. Porque la esperanza de Dios no es un espejismo, como cierta publicidad donde todos son sanos y guapos, sino que es una promesa para gente real, con méritos y defectos, potencialidades y fragilidades, como todos nosotros: la esperanza de Dios es una promesa para la gente como nosotros.
Esta Palabra de Dios expresa bien la experiencia que hemos vivido en las semanas del Sínodo: ha sido un tiempo de consuelo y de esperanza. Lo ha sido principalmente como momento de escucha: escuchar requiere tiempo, atención, apertura de la mente y del corazón. Pero ese esfuerzo se transformaba cada día en consuelo, sobre todo porque teníamos en medio de nosotros la presencia vivaz y estimulante de los jóvenes, con sus historias y sus contribuciones. A través de los testimonios de los Padres sinodales, la realidad multiforme de las nuevas generaciones ha entrado en el Sínodo, por así decir, de todas partes: de cada continente y de tantas diversas situaciones humanas y sociales.
Con esa actitud fundamental de escucha, hemos intentado leer la realidad, captar los signos de estos tiempos. Un discernimiento comunitario, hecho a la luz de la Palabra de Dios y del Espíritu Santo. Este es uno de los dones más bonitos que el Señor hace a la Iglesia Católica, el de recoger voces y rostros de las realidades más variadas y así poder intentar una interpretación que tenga en cuenta la riqueza y la complejidad de los fenómenos, siempre a la luz del Evangelio. Así, en estos días, hemos tratado sobre como caminar juntos a través de tantos retos, como el mundo digital, el fenómeno de las migraciones, el sentido del cuerpo y la sexualidad, el drama de las guerras y la violencia.
Los frutos de este trabajo están ya “fermentando”, como hace el zumo de la uva en las botas después de la vendimia. El Sínodo de los jóvenes ha sido una buena vendimia, y promete buen vino. Pero querría decir que el primer fruto de esta Asamblea sinodal debería estar precisamente en el ejemplo de un método que se ha intentado seguir, desde la fase preparatoria. Un estilo sinodal que no tiene como objetivo principal la redacción de un documento, que también es precioso y útil. Pero más que el documento es importante que se difunda un modo de ser y trabajar juntos, jóvenes y ancianos, en la escucha y en el discernimiento, para llegar a decisiones pastorales que correspondan a la realidad.
Invoquemos para esto la intercesión de la Virgen María. A Ella, que es la Madre de la Iglesia, encomendamos el agradecimiento a Dios por el don de esta Asamblea sinodal. Y que Ella nos ayude ahora a llevar adelante todo lo experimentado, sin miedo, en la vida ordinaria de las comunidades. Que el Espíritu Santo haga crecer, con su sabia fantasía, los frutos de nuestro trabajo, para continuar caminando juntos con los jóvenes del mundo entero.
Queridos hermanos y hermanas, expreso mi cercanía a la ciudad de Pittsburgh, en Estados Unidos, y en particular a la comunidad judía, afectada ayer por un terrible atentado en la sinagoga. Que el Altísimo acoja a los difuntos en su paz, confortes a sus familias y sostenga a los heridos. Todos, en realidad, estamos heridos por este inhumano acto de violencia. Que el Señor nos ayude a apagar los focos de odio que se dan en nuestras sociedades, reforzando el sentido de humanidad, el respeto a la vida, los valores morales y civiles, y el santo temor de Dios, que es Amor y Padre de todos.
Ayer, en Morales, Guatemala, fueron proclamados Beatos José Tulio Maruzzo, religioso de los Frailes Menores, y Luis Obdulio Arroyo Navarro, asesinados por odio a la fe en el siglo pasado, durante la persecución contra la Iglesia, comprometida en promover la justicia y la paz. Alabamos al Señor y confiamos a su intercesión a la Iglesia guatemalteca, y a todos los hermanos y hermanas que desgraciadamente aún hoy, en varias partes del mundo, son perseguidos por ser testigos del Evangelio. A los dos Beatos un aplauso, todos.
Saludo con afecto a todos, queridos peregrinos de Italia y de varios países, en concreto a los jóvenes de Maribor (Eslovenia), a la Fundación española “Centro Académico Romano” y a los parroquianos de San Siro Obispo en Canobbio (Suiza). Saludo a los voluntarios del Santuario San Juan XXIII de Sotto il Monte, a los 60 años de la elección del amado Papa bergamasco; así como a los fieles de Cesena y de Thiene, a los monaguillos y a los chicos de la Acción Católica de la diócesis de Padua.
Hoy se celebra la fiesta del Señor de los Milagros, muy querida en Lima y en todo el Perú; dirijo un agradecido pensamiento al pueblo peruano y a la comunidad peruana de Roma. El domingo pasado estabais aquí con la imagen del Señor de los Milagros, y yo no me di cuenta. Muchas felicidades en el día de la fiesta. Y saludo con afecto a la comunidad venezolana en Italia, aquí reunida con la imagen de Nuestra Señora de Chiquinquirá, la Chinita.
A todos os deseo un feliz domingo y, por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen provecho y hasta pronto!
Fuente: vatican.va.
Traducción de Luis Montoya.
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