En la apertura de la XV Asamblea general ordinaria del sínodo de los obispos
Queridas Beatitudes, Eminencias, Excelencias, queridos hermanos y hermanas, queridísimos jóvenes. Entrando en esta aula para hablar de los jóvenes, se siente ya la fuerza de su presencia que emana positividad y entusiasmo, capaces de invadir y alegrar no solo a esta aula, sino a toda la Iglesia y el mundo entero.
¡Por eso no puedo comenzar sin deciros gracias! Gracias a los presentes, gracias a tantas personas que a lo largo de un camino de preparación de dos años −aquí en la Iglesia de Roma y en todas las Iglesias del mundo− han trabajado con dedicación y pasión para hacernos llegar a este momento. Gracias de corazón al Cardenal Lorenzo Baldisseri, Secretario General del Sínodo, a los Presidentes Delegados, al Cardenal Sérgio da Rocha, Relator General; a Mons. Fabio Fabene, Subsecretario, a los Oficiales de la Secretaría General y a los Ayudantes; gracias a todos vosotros, Padres sinodales, Auditores, expertos y consultores; a los Delegados fraternos; a los traductores, a los cantores, a los periodistas. Gracias de corazón a todos por vuestra participación activa y fecunda.
Un gracias sincero merecen los dos Secretarios Especiales, el Padre Giacomo Costa, jesuita, y Don Rossano Sala, salesiano, que han trabajado generosamente con esfuerzo y abnegación. ¡Se han dejado la piel en la preparación!
Deseo también agradecer vivamente a los jóvenes que están en conexión con nosotros en este momento, y a todos los jóvenes que de tantos modos han hecho sentir su voz. Les agradezco por haber querido apostar a que vale la pena sentirse parte de la Iglesia o entrar en diálogo con ella; vale la pena tener a la Iglesia como madre, como maestra, como casa, como familia, capaz, a pesar de las debilidades y de las dificultades, de brillar y trasmitir el eterno mensaje de Cristo; vale la pena aferrarse a la barca de la Iglesia que, incluso a través de las despiadadas tempestades del mundo, continua ofreciendo a todos refugio y hospitalidad; vale la pena ponerse en escucha los unos de los otros; vale la pena nadar contracorriente y unirse a los valores altos: la familia, la fidelidad, el amor, la fe, el sacrificio, el servicio, la vida eterna. Nuestra responsabilidad aquí en el Sínodo es no desmentirlos, es más, demostrar que tienen razón para apostar: ¡de verdad que vale la pena, de verdad que no es tiempo perdido!
¡Y agradezco en particular a vosotros, queridos jóvenes presentes! El camino de preparación al Sínodo nos ha enseñado que el universo juvenil es tan variado que no puede estar representado totalmente, pero vosotros sois ciertamente un signo importante. Vuestra participación nos llena de alegría y de esperanza.
El Sínodo que estamos viviendo es un momento de convivencia. Deseo pues, al inicio del trayecto de la Asamblea sinodal, invitar a todos a hablar con valentía y parresia, es decir integrando libertad, verdad y caridad. Solo el diálogo puede hacernos crecer. Una crítica honesta y transparente es constructiva y ayuda, mientras que no lo hacen los chismorreos inútiles, los rumores, las especulaciones o los prejuicios.
Y a la valentía de hablar debe corresponder la humildad para escuchar. Dije a los jóvenes en la Reunión pre-sinodal: «Si habla de lo que no me gusta, debo escucharlo más, porque cada uno tiene el derecho a ser escuchado, como cada uno tiene el derecho a hablar». Esa escucha abierta requiere valor al tomar la palabra y hacerse portavoz de tantos jóvenes del mundo que no están presentes. Esa escucha es la que abre el espacio al diálogo. El Sínodo debe ere un ejercicio de diálogo, sobre todo entre los que participan. Y el primer fruto de este diálogo es que cada uno se abra a la novedad, a cambiar su propia opinión gracias a cuanto ha escuchado de los demás. Esto es importante para el Sínodo. Muchos de vosotros ya tenéis preparada vuestra intervención antes de venir −y os agradezco por ese trabajo−, pero os invito a sentiros libres de considerar cuanto habéis preparado como un borrador provisional abierto a las posibles integraciones y cambios que el camino sinodal podría sugerir a cada uno. Sintámonos libres de acoger y comprender a los demás y, por tanto, de cambiar nuestras convicciones y posiciones: es señal de gran madurez humana y espiritual.
El Sínodo es un ejercicio eclesial de discernimiento. Franqueza para hablar y apertura para escuchar son fundamentales para que el Sínodo sea un proceso de discernimiento. El discernimiento no es un eslogan publicitario, no es una técnica organizativa, y tampoco una moda de este pontificado, sino una actitud interior que está arraigado en un acto de fe. El discernimiento es el método y al mismo tiempo el objetivo que nos proponemos: se funda en la convicción de que Dios está al frente de la historia del mundo, en los acontecimientos de la vida, en las personas que encuentro y que me hablan. Por eso estamos llamados a ponernos en escucha de lo que el Espíritu nos sugiere, con modos y en direcciones a menudo imprevisibles. El discernimiento necesita espacio y tiempo. Por eso, dispongo que durante los trabajos, en asamblea plenaria y en los grupos, cada 5 intervenciones se guarde un momento de silencio −unos tres minutos− para permitir a cada uno que prestar atención a las resonancias que las cosas escuchadas suscitan en su corazón, para ir al fondo y captar lo que más nos ha impresionado. Esa atención a la interioridad es la clave para realizar el recorrido de reconocer, interpretar y decidir.
Somos signo de una Iglesia en escucha y en camino. La actitud de escucha no puede limitarse a las palabras que nos intercambiaremos en los trabajos sinodales. El camino de preparación para este momento ha demostrado una Iglesia “en deuda de escucha” también respecto a los jóvenes, que a menudo se sienten, por parte de la Iglesia, incomprendidos en su originalidad y no acogidos por lo que son de verdad, y a veces incluso rechazados. Este Sínodo tiene la oportunidad, la tarea y el deber de ser signo de la Iglesia que se pone de verdad en escucha, que se deja interpelar por las instancias de los que encuentra, que no siempre tiene una respuesta preparada y dispuesta. Una Iglesia que no escucha se muestra cerrada a la novedad, cerrada a las sorpresas de Dios, y no podrá resultar creíble, en particular para los jóvenes, que inevitablemente se alejarán en vez de acercarse.
Salgamos de prejuicios y estereotipos. Un primer paso en la dirección de la escucha es liberar nuestras mentes y nuestros corazones de prejuicios y estereotipos: cuando pensamos saber ya quién es el otro y qué quiere, entonces nos cuesta escucharlo en serio. Las relaciones entre las generaciones son un terreno donde prejuicios y estereotipos arraigan con una facilidad proverbial, tanto que a menudo ni siquiera nos damos cuenta. Los jóvenes se ven tentados de considerar a los adultos anticuados; los adultos se ven tentados de considerar a los jóvenes inexpertos, de saber cómo son y sobre todo cómo deberían ser y comportarse. Todo esto puede constituir un fuerte obstáculo al diálogo y al encuentro entre las generaciones. La mayor parte de los presentes no pertenece a la generación de los jóvenes, por lo que está claro que debemos prestar atención sobre todo al riesgo de hablar de los jóvenes a partir de categorías y esquemas mentales ya superados. Si sabemos evitar ese peligro, entonces contribuiremos a hacer posible una alianza entre generaciones. Los adultos deberían superar la tentación de minusvalorar las capacidades de los jóvenes y juzgarlos negativamente. Una vez leí que la primera mención de este hecho se remonta al 3000 a.C. y se encontró en una olla de barro de la antigua Babilonia, donde está escrito que la juventud es inmoral y que los jóvenes no son capaces de salvar la cultura del pueblo. ¡Es una vieja tradición de los viejos! Los jóvenes en cambio deberían superar la tentación de no prestare escucha a los adultos y de considerar a los ancianos “cosa antigua, pasada y aburrida”, olvidando que es absurdo querer recomenzar siempre de cero como si la vida iniciase solo con cada uno de ellos. En realidad, los ancianos, a pesar de su fragilidad física, siempre son la memoria de nuestra humanidad, las raíces de nuestra sociedad, el “pulso” de nuestra civilización. Despreciarlos, desecharlos, encerrarlos en reservas aisladas o desairarlos es un indicio de ceder a la mentalidad del mundo que está devorando nuestras casas desde dentro. Descuidar el tesoro de experiencias que cada generación hereda y trasmite a la otra es un acto de autodestrucción.
Por tanto, es necesario, por un lado, superar de manera decisiva la plaga del clericalismo. Escuchar y salir de los estereotipos son también un potente antídoto contra el riesgo del clericalismo, al que una asamblea como esta está inevitablemente expuesta, más allá de las intenciones de cada uno de nosotros. Nace de una visión elitista y excluyente de la vocación, que interpreta el ministerio recibido como un poder para ejercer en vez de como un servicio gratuito y generoso que ofrecer; y eso conduce a considerarse perteneciente a un grupo que posee todas las respuestas y ya no necesita escuchar ni aprender nada, o finge escuchar. El clericalismo es una perversión y es raíz de tantos males en la Iglesia: de esos debemos pedir humildemente perdón y sobre todo crear las condiciones para que no se repitan.
Por otro lado, es necesario tratar el virus de la autosuficiencia y de las apresuradas conclusiones de muchos jóvenes. Dice un proverbio egipcio: “Si en tu casa no está el anciano, cómpralo, porque te servirá”. Repudiar y rechazar todo lo que ha sido trasmitido por siglos lleva solamente a la peligrosa desorientación que desgraciadamente está amenazando nuestra humanidad; lleva al estado de desilusión que ha invadido los corazones de generaciones enteras. El acumularse de las experiencias humanas, a lo largo de la historia, es el tesoro más precioso y confiable que las generaciones heredan la una de la otra. Sin olvidar nunca la revelación divina, que ilumina y da sentido a la historia y a nuestra existencia.
¡Hermanos y hermanas, que el Sínodo despierte nuestros corazones! El presente, también el de la Iglesia, aparece cargado de agobios, de problemas, de pesos. Pero la fe nos dice que es también el kairos donde el Señor viene a nuestro encuentro para amarnos y llamarnos a la plenitud de la vida. El futuro no es una amenaza que temer, sino el tiempo que el Señor nos promete para que podamos experimentar la comunión con Él, con los hermanos y con toda la creación. Necesitamos recuperar las razones de nuestra esperanza y sobre todo trasmitirlas a los jóvenes, que están sedientos de esperanza; como bien afirmaba el Concilio Vaticano II: «Se puede pensar con toda razón que el porvenir de la humanidad está en manos de quienes sepan dar a las generaciones venideras razones para vivir y razones para esperar» (Gaudium et spes, 31).
El encuentro entre las generaciones puede ser extremadamente fecundo en orden a generar esperanza. Nos lo enseña el profeta Joel en aquella que −lo recordé también a los jóvenes de la Reunión pre-sinodal− considero ser la profecía de nuestros tiempos: «vuestros ancianos soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones» (3,1) y profetizarán.
No hacen falta sofisticadas argumentaciones teológicas para mostrar nuestro deber de ayudar al mundo contemporáneo a caminar hacia el reino de Dios, sin falsas esperanzas y sin ver solo ruinas y males. En efecto, San Juan XXIII, hablando de las personas que valoran los hechos sin suficiente objetividad ni prudente juicio, afirmó: «No ven en los tiempos modernos sino prevaricación y ruina; van diciendo que nuestra época, comparada con las pasadas, ha ido empeorando; y se comportan como si nada hubieran aprendido de la historia, que sigue siendo maestra de la vida» (Discurso en la solemne apertura del Concilio Vaticano II, 11-X-1962).
Así pues, no dejarse tentar por las “profecías de desventuras”, no gastar energías en «contabilizar fracasos y reprochar amarguras», tener fija la mirada en el bien que «a menudo no hace ruido, no es tema de los blogs ni llega a las primeras páginas», y no asustarse «ante las heridas de la carne de Cristo, siempre infligidas por el pecado y no pocas veces por los hijos de la Iglesia» (cfr. Discurso a nuevos Obispos, 13-IX-2018).
Por tanto, comprometámonos a tratar de “frecuentar el futuro” y a sacar de este Sínodo no solo un documento −que generalmente es leído por unos pocos y criticado por muchos−, sino sobre todo propuestas pastorales concretas, capaces de llevar a cabo la tarea del mismo Sínodo, es decir, hacer brotar sueños, despertar profecías y visiones, hacer florecer esperanzas, estimular confianza, vendar heridas, tejer relaciones, lograr un amanecer de esperanza, aprender el uno del otro, y crear un imaginario positivo que ilumine las mentes, encienda los corazones, devuelva fuerza a las manos e inspire a los jóvenes −a todos los jóvenes, nadie excluido− la visión de un futuro lleno de la alegría del Evangelio. Gracias.
Fuente: vatican.va / romereports.com.
Traducción de Luis Montoya.
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