Para todos, en cualquier actividad humana honesta, en todas las situaciones sociales
Fue tachado de loco, se habló de él como el hombre más capaz de engendrar polémica del siglo XX. ¿Por qué? Nunca quiso pelear con nadie. En todo caso, trataba de sacar adelante contra viento y marea un encargo divino que se le entregó hace hoy noventa años. Ahí no cejó; nunca se consideró dueño de lo que Dios le confiaba; fue Él quien fundó su Obra, afirmaba. Ese convencimiento de la divinidad de la empresa que Dios ponía en sus manos le proporcionó muchas incomprensiones y sinsabores. Bien se puede afirmar que sufrió mucho para mostrar que el Opus Dei puede ser llamado sin jactancia la Obra de Dios. Se autoafirmó como fundador sin fundamento, siempre persuadido de que él no inventó nada, pero no menos convencido de que tenía en sus manos y en su corazón un don del Señor para hacerlo fructificar con la gracia. Es san Josemaría.
Esta actitud topaba frontalmente con un ambiente en el que escandalizaba la predicación de una santidad laical y secular cuando el patrimonio de tal actividad se tenía como asunto de órdenes y congregaciones religiosas en exclusiva, de quienes no se consideraba heredero, ni siquiera con adaptaciones oportunas. Si quería enlazar con alguien, se remontaba a los primeros cristianos que vivían su fe siendo iguales que los demás. Bastaría leer la Epístola a Diogneto, los escritos de Tertuliano o a San Ireneo. En la Epístola citada se escribe que los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su habla, ni por sus costumbres. No habitan en ciudades exclusivamente suyas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan un género de vida aparte de los demás… Sí los distingue un tenor de vida al decir de todos admirable y por confesión de todos sorprendente.
Trato de explicar esta realidad no sin afirmar que aquellos hombres, igual que los miembros del Opus Dei de hoy, tendrían sus pecados y sus luchas, debían comprenderse y comprender, pero habían iniciado en mitad de la calle esa apasionante aventura de la santidad que no es otra cosa que la imitación de Cristo cumpliendo con los deberes laborales, familiares, sociales… Monseñor Ocáriz, actual Prelado del Opus Dei, ha escrito que se ha de exponer el ideal de vida cristiana sin confundirlo con el perfeccionismo, enseñando a convivir con la debilidad propia y la de los demás, asumiendo con todas sus consecuencias una actitud cotidiana de abandono esperanzado, basada en la filiación divina. Con palabras de la Escritura bien podemos exclamar: porque tú eres, Señor mi fortaleza. San Josemaría afirmó frecuentemente que nuestra fortaleza es prestada, no es la del súper-hombre o de la súper-mujer.
Tiene tan hondamente aferrada la misión del laico cristiano que no encuentra oposición entre su quehacer en el mundo y su labor en la Iglesia: no son dos tareas diferentes −explicará− porque la específica participación del laico en la misión de la Iglesia consiste precisamente en santificar “ab intra” −de manera inmediata y directa− las realidades seculares, el orden temporal, el mundo. Pueden también realizar otras funciones, pero no son las netamente específicas. Una magistral homilía, pronunciada en el Campus de la Universidad de Navarra, definía con trazos fuertes la confusión a que puede llegarse cuando el templo se convierte en el lugar por antonomasia de la vida cristiana, conduciendo a una especie de mundo segregado, mientras el mundo común recorre su propio camino. Crecía más fuerte y firme su voz: ¡Qué no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y esa es la que tiene que ser −en el alma y en el cuerpo− santa y llena de Dios. “Allí donde están vuestros hermanos los hombres, allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo”.
En este marco se encuadra la apasionante aventura de buscar la santidad a la que todos somos llamados. Ninguno está convocado a la mediocridad, nadie es buscado para la chapuza, todos pecadores, pero con la ayuda del Cielo para que la santidad no sea cosa de privilegiados. No sé si es propio decirlo de este modo: la llamada a la santidad es absolutamente democrática: para todos, en cualquier actividad humana honesta, en todas las situaciones sociales. Es universal. Pero es posible, y enlazo con el principio −como afirmaba en su homilía Hacia la Santidad− que se levante contra el afán de ser santos una tan vehemente y bien orquestada técnica de terrorismo psicológico −de abuso de poder− que arrastre en su absurda dirección incluso a quienes, durante mucho tiempo, mantenían una conducta más lógica y recta. Lo sufrió.
Ahora es indispensable tornar también al convencimiento de la divinidad de la empresa, conductor de la idea de que nadie lo pararía en el mundo. Los noventa años de vida son pocos pero dan firme fe de esa realidad. Dios quiera que siempre sea así con la fidelidad de todos.