Los derechos humanos son reconocidos, valorados, asumidos, protegidos; pero no deben su origen al consenso humano, sino a la eminente dignidad que corresponde a todo hombre
Así son los derechos propios de la persona humana, que no son creados por una Constitución ni por ninguna otra ley humana. Los derechos humanos son reconocidos, valorados, asumidos, protegidos; pero no deben su origen al consenso humano, sino a la eminente dignidad que corresponde a todo hombre. Y si los derechos humanos no se fundamentan en una ley positiva humana, menos aún su quebrantamiento.
“Una de las características propias de los atentados actuales contra la vida humana (...) consiste en la tendencia a exigir su legitimación jurídica, como si fuesen derechos que el Estado, al menos en ciertas condiciones, debe reconocer a los ciudadanos y, por consiguiente, la tendencia a pretender su realización con la asistencia segura y gratuita de médicos y agentes sanitarios” (San Juan Pablo II. Enc. Evangelium vitae, n. 68).
Se alega para ello que las decisiones, por ejemplo, respecto a la práctica del aborto y la eutanasia pertenecen solamente a la conciencia de la persona individual, que debe ser respetada en un régimen auténticamente democrático.
Tal afirmación se basa en un relativismo ético, que se presenta como una condición para la realización de la democracia, en cuanto sería plenamente válido todo aquello que ley civil establezca por una decisión de la mayoría. Hay aquí, sin embargo, una grave ambigüedad.
“Cuando una mayoría parlamentaria o social decreta la legitimidad de la eliminación de la vida humana aún no nacida, inclusive con ciertas condiciones, ¿acaso no acepta una elección tiránica respecto al ser humano más débil e indefenso? La conciencia universal reacciona justamente ante los crímenes contra la humanidad, de los que nuestro siglo ha tenido tristes experiencias. ¿Acaso estos crímenes dejarían de serlo si, en vez de haber sido cometidos por tiranos sin escrúpulos, hubieran sido legitimados por el consenso popular?” (Ibidem, n. 70).
Conviene traer a la memoria que las leyes humanas no constituyen una última instancia, sino que por encima de ellas está la ley de Dios, ley natural inscrita en cada corazón humano. Si las leyes humanas quebrantaren los inalienables derechos de la persona humana o la búsqueda efectiva del bien común, se opondrían a la ley de Dios y tratarían de suplantarla. Y según la enseñanza del Evangelio hay que dar a Dios lo que es de Dios, así como se da al César lo que es del César. Si se ponen en duda los fundamentos de la ley moral, el mismo ordenamiento democrático civil queda en el aire, para convertirse en un equilibrio de egoísmos contrapuestos.
La dignidad trascendente del hombre debe ser valorada como previa y fundante de toda legislación civil. El respeto de la persona humana implica la valoración de todos los derechos que por su misma condición le pertenecen. Estos derechos son anteriores a la sociedad y han de ser respetados por ella. En ellos se funda la legitimidad moral de toda autoridad: si se menosprecian o no se reconocen en la legislación positiva, una sociedad mina sus propias bases. Sin este respeto, una autoridad sólo podría apoyarse en la fuerza o en la violencia para obtener la obediencia de los ciudadanos. Corresponde a la Iglesia recordar estos derechos a los hombres de buena voluntad, teniendo en cuenta que no cualquier reclamo constituye un derecho humano, sino sólo aquél que corresponde a dimensiones esenciales de la persona.
La salvaguarda de todos los derechos humanos es esencial a la responsabilidad del Estado. Esos derechos son siempre y verdaderamente originarios. En nuestra época moderna se considera realizado el bien común, cuando se salvaguardan los derechos y los deberes de la persona humana. Una ley humana que negara el derecho fundamental y originario a la vida, dejaría de ser ley para convertirse en una “corrupción de la ley”, según la conocida afirmación de Santo Tomás de Aquino. Si el Estado no tutela la vida humana inocente, ¿qué es lo que tutela? Y así las leyes que autorizan y favorecen el aborto y la eutanasia se oponen radicalmente no sólo al bien del individuo, sino también al bien común, y, por consiguiente, están privadas de auténtica validez jurídica, aunque tengan la apariencia de una disposición legal y justa.
La existencia de una legislación que atentase contra la vida humana, por acción o por omisión, plantearía el deber y el derecho inalienable de la objeción de conciencia, por la que una persona se opone a una directa colaboración con las prácticas anti-vida. Y eso aunque pueda sufrir onerosas consecuencias en su vida profesional y económica. Porque: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hechos de los Apóstoles 5, 29).