Lo importante es la apertura desinteresada del corazón hacia la llamada personal de cada uno, conscientes de que Dios, al amarnos, no se equivoca
En antevísperas de la próxima asamblea ordinaria del sínodo de obispos se ha promulgado una constitución apostólica, en el aniversario de la creación de esta figura por Pablo VI: desea subrayar la dimensión evangelizadora de la jerarquía y de los fieles. Sin duda, al menos en occidente, importa mucho revigorizar la multiplicidad de iniciativas que aportan una nueva fuerza −una dinámica− para forjar la Iglesia del futuro. El relevo generacional no se produce por sí solo: no es mera demografía, sino fruto de una transmisión activa, atenta a las condiciones de cada tiempo, que −contando siempre con la primacía de la gracia− depende de la responsabilidad de los fieles del presente.
Lo expresó con su proverbial capacidad de síntesis san Josemaría Escrivá, en algunos pasajes de su primer libro de homilías, Es Cristo que pasa: “la familia humana se renueva constantemente; en cada generación es preciso continuar con el empeño de ayudar a descubrir al hombre la grandeza de su vocación de hijo de Dios, es necesario inculcar el mandato del amor al Creador y a nuestro prójimo” (n. 121). “Cada generación de cristianos ha de redimir, ha de santificar su propio tiempo: para eso, necesita comprender y compartir las ansias de los otros hombres, sus iguales, a fin de darles a conocer, con don de lenguas cómo deben corresponder a la acción del Espíritu Santo, a la efusión permanente de las riquezas del Corazón divino. A nosotros, los cristianos, nos corresponde anunciar en estos días, a ese mundo del que somos y en el que vivimos, el mensaje antiguo y nuevo del Evangelio” (n. 132).
Desde estas perspectivas, adquiere especial importancia el tema central que ocupará a los padres sinodales en Roma del 3 al 28 de octubre: “Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional”. Puede parecer mucho tiempo, y tal vez lo sea, pues esa realidad está muy presente en la vida y en la acción de los cristianos. Pero se trata de reforzar los grandes principios de comunión, colegialidad, servicio al obispo de Roma y a la iglesia universal, que el papa Francisco quiere en “estado permanente de misión”, como recuerda la reciente constitución apostólica sobre el sínodo de obispos. (Por cierto, sólo he podido consultar el texto en italiano −no sé si habrá original en latín y traducción a las diversas lenguas−, y me ha parecido tan complicado o más que los anteriores, con riesgo de provocar dudas, y las consiguientes imprecisiones). Más allá de tecnicismos, y aunque el sínodo sea un organismo episcopal, permitirá profundizar en el sensus fidei, escuchar al pueblo de Dios. Y siempre con visión universal, activar la clásica sollicitudo omnium ecclesiarum descrita por san Pablo.
Como en ocasiones precedentes, la secretaría del sínodo elaboró un documento de trabajo (instrumentum laboris), publicado a mediados de junio. Como afirmó en la presentación el cardenal Lorenzo Baldisseri, se ha redactado, tras el periodo previo de consultas, según el método ignaciano del “discernimiento”, familiar al papa Francisco. Lo presentó en Evangelii gaudium con tres verbos: reconocer, interpretar, elegir.
Dios habla a través del y en el tiempo. A la observación atenta de la realidad sigue su valoración mediante el adecuado marco de referencia. Pero todo sería vano sin la decisión, especialmente necesaria en el proceso de la juventud hacia la madurez.
El camino no deja de ofrecer cierta dificultad, por la complejidad del tiempo presente, acentuada con la abundancia y rapidez de las comunicaciones; habrá que ver la experiencia de su profusa utilización en la inminente asamblea sinodal. Al cabo, las coordenadas culturales de nuestro tiempo presentan manifestaciones alejadas del clásico principio de no contradicción. Parte de la falta de madurez −no sólo en los jóvenes− refleja el deseo de querer algo y su contrario, es decir, la dificultad de elegir, pues optar por lo más positivo implica también renuncias. Desde luego, quizá por la edad, huiría de paradigmas que se presentan con el label de la novedad.
Una vez más recuerdo pasajes de Tomás de Aquino sobre la pasión humana de la esperanza: si era más propia de jóvenes o de ancianos. En el fondo, analizaba la influencia de la experiencia personal ante bienes arduos o difíciles. Justamente porque los jóvenes tienen exigua memoria del pasado, pueden ver realizable lo aparentemente imposible. En cambio, el anciano considera ya imposible lo que antes juzgó hacedero: contempla un futuro lleno de imposibles y piensan que todo va a peor. A pesar de la mayor mutabilidad de ánimo en los jóvenes, Tomás aduce la autoridad de Aristóteles: la juventud es causa de esperanza, también porque la falta de experiencia invita al optimismo. Lo importante es la apertura desinteresada del corazón hacia la llamada personal de cada uno, conscientes de que Dios, al amarnos, no se equivoca.
En todo caso, la esperanza −virtud, no pasión−, según la metáfora de san Juan Crisóstomo, es áncora para evitar que el barco, sacudido por los vientos, navegue a la deriva. En Cristo se encuentra la seguridad para las diversas singladuras de la vida, por agitadas que aparezcan en momentos decisivos.