“En todo matrimonio auténtico, incluso fuera de la Iglesia, el hombre y la mujer expresan la imagen de Dios en la medida en que viven su amor como un regalo mutuo, aunque no sean conscientes de ello”
Intervención del Cardenal Secretario de Estado de la Santa Sede en el 12° Congreso Mundial sobre la Familia, celebrado del 13 al 16 de septiembre en Chisinau (Moldavia)
“Lo más lindo que hizo Dios −dice la Biblia− fue la familia. Creó al hombre y a la mujer; y les entregó todo; les entregó el mundo: «Creced, multiplicaos, cultivad la tierra, hacedla producir, hacedla crecer». Todo el amor que hizo en esa Creación maravillosa se lo entregó a una familia”. Estas palabras, que pronunció el Papa Francisco durante la Vigilia de las Familias en Filadelfia en 2015 (Discurso del 26-IX-2015), invitan a reflexionar sobre la belleza de la familia y a maravillarse del gran plan de la Creación.
Durante el Encuentro Mundial de las Familias, recientemente celebrado en Dublín, familias de todo el mundo profundizaron su conocimiento del plan de Dios para la Creación y reflexionaron sobre los retos que afrontan las familias en la sociedad contemporánea. Se escucharon testimonios concretos de vidas, problemas y alegrías de las familias en situaciones muy diferentes. El Encuentro puso conceptos y teoría en contacto con la vida y la experiencia. Los muchos puntos de vista y testimonios que se presentaron fueron particularmente útiles, ya que apuntan de manera tangible a la belleza única del amor conyugal y de la familia en el plan de salvación de Dios. En el matrimonio vemos un reflejo de ese amor gozoso que es la vida de la Santísima Trinidad. La alegría de dar y recibir, la alegría de la entrega mutua, que es la fuente de nuestra realización como individuos y como familia humana.
Los testimonios que escuchamos en Dublín convergieron en un punto indiscutible, es decir, las relaciones dentro de la familia deben basarse en el Evangelio de la familia si quieren hablar de manera efectiva a la cultura de nuestros días. Las familias, cuya naturaleza es dada por Dios y cuya vocación es el amor, están hoy −quizás más que nunca− llamadas a ser un faro de esperanza, un rayo de luz en nuestro mundo. La verdad del matrimonio y la familia es permanente. Y es de vital importancia que siga siendo proclamada en su integridad, especialmente en tiempos como el nuestro, cuando somos conscientes de lo frágiles que parecen ser muchas relaciones humanas.
La familia es la primera escuela donde aprendemos el significado de nuestra común humanidad. A pesar de los desafíos tan amenazantes, que consideraré brevemente, muchas familias continúan dando un testimonio convincente de la belleza del amor conyugal y del poder redentor del sacrificio de Cristo en la cruz. Su fiel testimonio también señala, más allá de sí mismos, el pacto matrimonial entre Dios y la humanidad prefigurados en el "gran misterio" de la unión entre el Señor y su Iglesia. Al habitar en ese amor, las familias cristianas se convierten en un signo profético de esperanza en el mundo de hoy. Tanto en las culturas tradicionales y “progresistas”, en países ricos y pobres, ese testimonio de las familias sigue siendo vital. Incluso donde son una pequeña minoría, numerosas familias son generosas y responsables en la defensa de los valores humanos y cristianos como fuente de sabiduría y fortaleza para la sociedad en general. En muchos países vemos un número creciente de iniciativas destinadas a ayudar a la familia. Pienso, por ejemplo, en asociaciones, tanto religiosas como civiles, dedicadas a apoyar la vida y los valores familiares. Este mismo Congreso, en el que tengo el honor de participar, es una expresión privilegiada e importante de dicho apoyo al matrimonio y a la familia.
La necesidad de alentar y apoyar a las familias es una realidad especialmente metida en el corazón del Papa Francisco. En su Exhortación Apostólica Amoris Laetitia, el Santo Padre medita sobre la alegría del amor experimentado por las familias y la belleza del matrimonio. Reflexionando sobre la amplia gama de desafíos, a menudo serios, que enfrentan las familias, nos invita a todos a ofrecerles apoyo, orientación y acompañamiento (cfr. nn. 217-258).
Para que esto suceda, es importante, y de hecho esencial, comprender las realidades concretas que amenazan la institución del matrimonio hoy.
Hablando en términos generales, los graves desafíos que enfrentan las familias de hoy se derivan de una cultura individualista, utilitarista y consumista. En su Exhortación Apostólica Amoris Laetitia, el Papa Francisco advierte contra “el creciente peligro que representa un individualismo exasperado que desvirtúa los vínculos familiares y acaba por considerar a cada componente de la familia como una isla, haciendo que prevalezca, en ciertos casos, la idea de un sujeto que se construye según sus propios deseos asumidos con carácter absoluto” (n. 33).
La cultura individualista goza de un enorme prestigio en el mundo de los medios, las finanzas y la política, pero en última instancia relega a las instituciones intermedias, como la familia, a una opción no esencial. Podemos ver esa indiferencia reflejada en la idea de que las cosas de la Iglesia y de la religión deben limitarse y permanecer en la “esfera privada”. El razonamiento es que, si la relación entre familia y los que están dentro de la Iglesia no son esenciales para el proceso de generar ganancias, ¿qué valor real pueden tener para la sociedad en general? En esa cultura, las familias a menudo necesitan virtudes heroicas para crecer y florecer, especialmente donde las políticas sociales tienden cada vez más a socavar el valor de la familia y a pasar por alto sus necesidades reales.
Ante esta situación, nosotros, como Iglesia, debemos reafirmar nuestra confianza en el plan de Dios para la familia. Se puede decir que el Dios Trino es en cierto sentido “familia” de tres personas, de quien, como dice San Pablo, toma su nombre toda familia en el cielo y en la tierra (Ef 3,14). Cada familia humana está llamada a reflejar esa vida de comunión y fecundidad que es el corazón de la Trinidad. En todo matrimonio auténtico, incluso fuera de la Iglesia, el hombre y la mujer expresan la imagen de Dios en la medida en que viven su amor como un regalo mutuo, aunque no sean conscientes de ello (cfr. S. Juan Pablo II, Mulieris Dignitatem, 7, Gratissimam Sane, 6). Porque, desde el comienzo de la creación, “Dios los creó a su imagen, a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó” (Gn 1,27). La institución natural del matrimonio, presente desde el comienzo de la creación, fue perfeccionada y elevada por Cristo a la dignidad de un sacramento de la Nueva Alianza.
Como imagen y semejanza de Dios, la familia tiene características únicas que la convierten en la célula básica de toda sociedad. Es una comunidad de vida y amor donde las diferencias humanas fundamentales, entre los sexos y a través de las generaciones, promueven el crecimiento y desarrollo mutuos. Por eso debemos afirmar, y hacerlo claramente, que la familia contribuye, y siempre contribuirá, a la armonía y al desarrollo de la sociedad: la estructura de una sociedad depende de la estructura de la familia y de la relación que en ella se alimenta.
El amor revela su auténtica naturaleza y nobleza cuando se considera en su origen supremo, Dios, que es amor (cfr. 1Jn 4,8). Por tanto, la Iglesia ve esa realidad humana primordial en el contexto de un amor que debe ser entrega mutua y comunión en la vida de Dios. Y esa vida da frutos: por su propia naturaleza busca ser compartida para beneficio de todos. El Papa Francisco lo reiteró con fuerza: “El matrimonio cristiano y la vida familiar manifiestan toda su belleza y atractivo si están anclados en el amor de Dios, que nos creó a su imagen, para que podamos darle gloria como imagen de su amor y de su santidad en el mundo” (Discurso a las familias, 25-VIII-2018).
Con esto en mente, animo a todos los participantes en este Congreso a ver esta reunión como una ocasión para renovar nuestra confianza en el plan de Dios sobre la familia: el amor y la fecundidad del testimonio de vida familiar, y cooperar en su designo amoroso para toda la familia humana. Esa es nuestra esperanza, esa es la base sólida sobre la que debemos avanzar.
Finalmente, me gustaría añadir a una última consideración. La familia es un puente para el mundo que nos rodea. Respetando a todos los que no comparten la visión cristiana del matrimonio y la familia, los cristianos deben ser valientes y alegres al proclamar “el Evangelio de la familia” como fuente de esperanza para nuestro mundo. Aquí solo puedo repetir las emocionantes palabras que el Papa Francisco dirigió a las familias en Irlanda: “Vosotras, familias, sois la esperanza de la Iglesia y del mundo. (…) Con vuestro testimonio del Evangelio podéis ayudar a Dios a realizar su sueño, podéis contribuir a acercar a todos los hijos de Dios, para que crezcan en la unidad y aprendan qué significa para el mundo entero vivir en paz como una gran familia” (Ibíd.). La experiencia de la belleza de la familia es el argumento más fuerte que tenemos, porque tiende a dar la bienvenida en lugar de excluir, mostrar compasión en lugar de condenar, atraer en lugar de imponer. Por su propia naturaleza, la familia nos inspira a salir de nosotros mismos, sentir compasión por aquellos que están heridos en el espíritu y en el alma porque nunca tuvieron la oportunidad de experimentar el amor en una familia. Esa forma de manifestar el amor de Dios es una contribución valiosa y vital para transformar una cultura individualista, utilitaria y consumista en la “cultura de encuentro” que el Papa Francisco está pidiendo. Es decir, “tan sencillo como lo hizo Jesús. No solo ver: mirar. No solo oír: escuchar. No solo cruzarse: detenerse. No solo decir ‘qué pena, pobre gente’, sino dejarse llevar por la compasión. Y luego acercarse, tocar y decir, en la lengua que a cada uno le salga en ese momento, la lengua del corazón: ‘No llores’, y dar al menos una gota de vida” (cfr. Homilía en Santa Marta, 13-IX-2016).
En conclusión, permítanme asegurarles la cercanía espiritual del Papa Francisco, y reiterar su esperanza de que las familias tomarán con vigor su vocación para compartir en la construcción de la Iglesia como un todo. Ciertamente, hay muchos desafíos que enfrentar. Sin duda, la tarea puede parecer desalentadora. Sin embargo, Cristo es nuestra esperanza y nuestra fuerza. Su victoria en la Cruz es la victoria definitiva del amor sobre el pecado y el egoísmo. La suya es la victoria de la vida sobre la muerte, la victoria de la bondad sobre el mal. Él nos dijo esto en la Última Cena: “No temáis, yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). Que cada uno de nosotros pongamos de nuestra parte para realizar el plan de Dios sobre el matrimonio y la familia. Me uno a vosotros en la oración diaria por las familias, y le pido a Nuestra Señora que fortalezca nuestra fe en su Hijo. Que Ella meta en nuestras familias su amor que supera todos los obstáculos y hace que todo sea para bien (cfr. Rm 8,28).
Fuente: vatican.va.
Traducción de Luis Montoya.
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