El triste testimonio de un médico que no es un objetor de conciencia
“¿Sabe qué quería hacer? Quería denunciarle. Fui a ver a mi abogado. ¿Pero sabe algo? Le digo gracias ¡Gracias por equivocarse, doctor!” Señaló con la mano al pequeño Giulio. “Es la alegría de nuestra familia”.
Estas palabras fueron dirigidas al doctor Massimo Segato −actualmente subdirector de ginecología en el hospital de Valdagno (Vicenza, Italia)− por una mujer que había acudido a él para abortar y que, en cambio, resultó estar todavía embarazada aún después de la operación.
Algo no había salido como estaba planeado y el bebé permaneció en el útero de la madre. El doctor Segato había cometido un error y Giulio había venido al mundo.
Fue un error médico, explicará más tarde, pero el error más hermoso de su vida, con el que, involuntariamente, había hecho a una familia más feliz, simplemente asustada de verse abrumada por la llegada de una nueva vida.
Esa historia marcará el comienzo del desacuerdo interno del doctor Segato, cuya historia como médico no objetor de conciencia se cuenta en el libro autobiográfico Lo hice por las mujeres.
El doctor Segato comenzó su carrera como ginecólogo a principios de los años 80, poco después de la aprobación de la ley que introdujo el aborto en Italia, una ley por la que afirma haber luchado desde que iba a la universidad.
¿La razón que lo lleva a creer en la bondad de esa disposición legislativa? El sufrimiento de pensar en mujeres en crisis que se dirigen a escondidas a personas incompetentes para abortar, arriesgando sus vidas.
Los abortos ilegales, afirma, conducen a la pérdida de dos vidas, mientras que el aborto en condiciones de seguridad garantiza al menos la salvación de la madre.
Un razonamiento utilitarista que no toma en cuenta los derechos del no nacido, pero que Segato justifica de esta manera: “Soy médico: hago elecciones prácticas, no filosóficas. Si puedo elegir salvar una vida en lugar de perder dos, prefiero salvar esa vida...”.
Este razonamiento, sin embargo, que socava los cimientos de la justicia social, ya que no contempla el respeto de los derechos de todos, sino que tolera la supresión de algunos para la “protección” de otros, también estropea la conciencia personal del médico, que pronto se encuentra odiando su “trabajo sucio”.
En particular, los escrúpulos de conciencia se ven exacerbados como resultado de esa “intervención equivocada”, con la que permitió que naciera un niño que iba a ser abortado.
“Barbara y Giulio me habían sacudido profundamente, tocando cuerdas que no conocía, que −llegará a escribir− ese bebé despierto, revoltoso y vivaracho estaba dentro de mí y jugaba con mi alma. Cuando decidía interrumpir un embarazo, Giulio gritaba y daba patadas”.
Sin embargo, a pesar de que su conciencia le dice en voz alta que se detenga, él continúa eligiendo en cada nueva ocasión la obediencia a esa ley.
Al describir los dos ámbitos de su trabajo −los nacimientos y las interrupciones− en su libro, Segato habla de esta manera: “Por aquí los abortos, por allí los nacimientos. Y en el medio, esa puerta. Una puerta de color gris, pesada y fría como la sala de operaciones que dejaba atrás: las perneras ginecológicas, las válvulas, los aspiradores, las cánulas. Frío el ambiente, frías las almas, fría la sangre. Porque frío es el aborto. Triste, silencioso y terriblemente frío. Al menos como cálida es la obstétrica con sus madres y sus bebés”.
Si, entonces, se le pregunta por qué eligió ser un médico abortista, se defiende rápidamente, casi ofendido por el adjetivo: “No me defino a mí mismo abortista. Ninguna persona equilibrada, seria y sana de mente puede estar a favor del aborto. El aborto es una realidad horrible. Sería la persona más feliz del mundo si ninguna mujer decidiera hacerlo más... Pero es una realidad que existe y una ley permite abortar de forma segura. Me limito a aplicarlo, lo hago para garantizar un servicio prestado por el Estado...”.
Segato, en su cabeza, toma así las distancias con el aborto, tanto que incluso llega a afirmar ser “un autómata” mientras trabaja, y si le preguntas por qué no deja de ser cómplice de algo que él considera una abominación, él responde, tratando de autoconvencerse: “No me considero un cómplice. La elección del aborto no la tomo yo, de hecho, si puedo, siempre trato de hacer cambiar de idea a las mujeres, trato de convencerlas de que tener un hijo es algo maravilloso. Y muchas veces lo consigo. Sin embargo, cuando la mujer está decidida y no cambia de opinión, decido hacer yo la operación para que no corra peligro en otra parte…”.
Sin embargo, estas justificaciones no son suficientes para apaciguar sus sentimientos de culpa: el diktat de la ley, la voluntad de las mujeres, la conciencia de que “si él no lo hace, lo hará a otra persona” debe chocar con la voz de todos esos “niños ya un poco formados” (palabras textuales) que le gustaría dejar vivir y de los cuales, en cambio, causa la muerte con sus propias manos.
Cada operación lo desgarra, dejando en él dudas sobre la bondad de su trabajo y sufrimiento.
“Necesitamos lloros infantiles, no abortos”, dice con tristeza: una tristeza resignada, sin embargo, la de aquellos a quienes les gustaría que las cosas vayan de manera diferente, pero luego acepta ser parte del mismo sistema enfermo que critica... una tristeza contaminada por la incoherencia, porque le gustaría un mundo diferente, pero luego ayuda a que permanezca exactamente como está.
A menudo se toma partido, ideológicamente, a favor del aborto. Se grita que es un derecho, que es un signo de civilización, que se trata de un paso adelante para la sociedad y se dice que es un indicador de progreso.
Se argumenta que la mujer debe poder disponer de su cuerpo y que abortar es sinónimo de libertad y emancipación.
Los médicos que objetan, entonces, serían retrógrados, insensibles, cínicos. Estarían ciegos frente al dolor de las mujeres.
“Entiendo a mis compañeros objetores −dice Segato− y los respeto. A nadie le gusta realizar abortos. Es fácil hablar desde afuera, sin entrar en el quirófano, sin saber qué sucede ahí dentro. Mi padre fue llamado a las armas y tuvo que matar. No estaba feliz de hacerlo, pero lo hizo para servir al Estado. Yo me siento como él, un soldado al servicio del Estado, pero cada vez que entro en la sala de operaciones tengo que taparme la nariz”.
Esta comparación, por supuesto, no es válida. Cuando trabaja, Segato, no se ve obligado a elegir entre su propia vida y la de la mujer, como sucede en la guerra.
Podía elegir sin consecuencias (la muerte o la cárcel, por ejemplo) estar siempre a favor de la vida. Él podría decidir no mancharse más de sangre inocente.
Nadie lo obliga a ir a su guerra, o a disparar.
Y, admite, que la tentación de dejarlo la ha tenido siempre.
Sin embargo, la duda que le tortura es que elegir la objeción significaría admitir que hasta entonces había luchado en el frente equivocado; eventualidad, esta, demasiado difícil de soportar, ya que con sus manos ha puesto fin a muchas vidas.
Ahora más que nunca, después de décadas de carrera, aceptar haberse equivocado de campo significaría mirar a la cara a los cuatro mil niños no nacidos que tiene en su conciencia.
Y entonces él continúa en el camino tomado, tratando de decirse a sí mismo que lo hace y lo ha hecho por las mujeres, aun cuando el temor de haberse equivocado de batalla siempre está a la vuelta de la esquina:
“¿Cuántos niños como Giulio no había hecho nacer? ¿A cuántas familias les había negado la felicidad que había visto en los ojos de Bárbara? Yo había tocado esa felicidad con mi mano, no eran solo palabras. [...] Bárbara había venido porque quería abortar y quería abortar porque se sentía vieja y cansada. [...] Y yo había apoyado esta preocupación suya, en nombre de una ley que lo permitía. Casi parecía que Giulio había venido al mundo para demostrar que ambos estábamos equivocados. [...] ¿Y cuántas personas como él no pudieron demostrarlo? ¿Cientos? ¿Miles?”
Si es cierto, como dice Segato, que necesitamos gemidos y no abortos, también es cierto que necesitamos médicos que no se doblen como hace él.
Al ver el horror del aborto mucho más de cerca que nosotros, tenéis el deber de iluminar la conciencia colectiva.
Necesitamos trabajadores de salud conscientes que nos digan cuánto es mejor elegir la vida, como hizo por ejemplo Abby Johnson, directora de una clínica de abortos que se convirtió en activista pro-vida (léase un artículo que escribimos sobre su historia).
Necesitamos doctores que despierten la conciencia social, que nos sacudan del letargo de eslóganes gritados por personas que no tocan con la mano la muerte como vosotros.
Estimado Dr. Segato, usted habla como una persona que no tiene esperanza. Elige un aparente “mal menor” porque no tiene el coraje de defender el Bien. Usted, de hecho, el Bien, lo ve lejos, inalcanzable. Y entonces, pensando que no puede alcanzar la Luz, elige la penumbra.
Y, sin embargo, podría ser precisamente usted la luz para nuestra sociedad, si tan solo dejara de aceptar compromisos con el mal, si tan solo levantara la cabeza y dijera: “Es suficiente”.
Puede hacer mucho más de lo que cree para cambiar la cultura.
No es suficiente que usted diga con pesar: “Yo ahí veo una vida. Sé que hay una vida. Independientemente de lo que dice la ley, independientemente de lo que la mujer quiera”.
Necesitamos que usted elija la vida, que elija luchar para defender una verdad que claramente ve.
Lo debe ante todo a su conciencia.
Y luego, muchos, gracias a su testimonio, podrían dejar de adherirse a una cultura de la muerte. Y podrían comenzar a trabajar, junto a usted, por ese cambio que ahora le parece imposible.
Cecilia Galatolo, en familyandmedia.eu.
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