Una tristeza que convive con la alegría de la fe hace menos dura la separación, nos hace felices incluso en el dolor
Con el paso de los años suelen cambiar las circunstancias especiales por las que vamos a una iglesia. Más allá de la misa dominical, con treinta o treintaymuchos años es frecuente acudir a las bodas de nuestros amigos. Cuando cambiamos de décadas, la asistencia a bodas disminuye y aumenta, muy a nuestro pesar, el número de funerales. Una de estas celebraciones causó el título tan llamativo de este artículo. Al terminar el funeral, una de las hijas del difunto se acercó al ambón para agradecernos nuestra presencia. Además, comenzó a decir: como hacía mi padre con mucha frecuencia, voy a contar un chiste. La expectación se veía en la cara de todos los presentes. ¿Un chiste en un funeral? ¿Y además en la iglesia, y en este momento? La hija continuó: “Mi padre ha llegado al cielo, donde ya está con su mujer, y es plenamente feliz”.
Un chiste, por esencia, es algo que llama positivamente nuestra atención, rompe el ritmo ordinario, normal, casi aburrido, de las circunstancias, y nos hace reír, alegrarnos, ser felices. Y cuánto coincide la frase de esta persona, en el funeral de su padre, con la definición de chiste. Rompe nuestra vida diaria, ordinaria, y además nos transmite alegría, felicidad, la felicidad de la persona que ha llegado a su meta, el cielo, y la felicidad de la hija que sabe que su padre ha cumplido el principal objetivo de nuestra vida: vivir bien y morir mejor, entrando a una vida nueva.
Esto no implica que no lloremos por la muerte de un ser querido. A todos nos duele la pérdida. E incluso aquel a quien reconocemos como Dios y hombre verdadero, Hombre perfecto, lloró ante la pérdida de su amigo Lázaro. El “héroe” del Evangelio llora, y dejan constancia de ello tanto sus seguidores como los judíos que estaban presentes en aquel velatorio de Lázaro. Sin embargo, no es una tristeza absoluta, es una tristeza que convive con la alegría de la fe, y hace menos dura la separación, nos hace felices incluso en el dolor.
La felicidad, todos lo sabemos, es lo que más nos interesa. Nos preocupa y nos interesa, nos jugamos mucho en esa palabra tan deseada. El decir popular, más en broma que en serio, habla de que el ser humano tiene que hacer tres cosas importantes, casi irrenunciables, en la vida: tener un hijo, escribir un libro y plantar un árbol. Lo curioso es que en las tres cosas late una realización futura, un deseo de permanecer en la memoria de alguien, incluso en la naturaleza física. Queremos ser felices manteniéndonos en la vida y en la memoria. Como decía el poeta latino Ovidio, ya hace unos cuantos siglos: “Non omnis morear”, “No moriré del todo”, “Viviré de algún modo para siempre”. Buscamos la felicidad, una felicidad que sabe a eternidad.
Pero la felicidad no se encuentra buscándola directamente. Es algo así como coger una pompa de jabón: cuando parece que la hemos cogido desaparece de nuestras manos, se esfuma. La felicidad, más que un objetivo en sí mismo, es un efecto colateral fruto de un estilo de vida. No sabemos definirla bien, pero reconocemos perfectamente a alguien feliz, a alguien que vive la felicidad y transmite la felicidad, vive la verdadera paz y transmite la verdadera paz. Ese es el principal chiste de nuestra vida, que deberían escuchar todos los que se acercan a nosotros.