La Declaración Universal de los DD.HH. cumple 70 años en medio de una ofensiva que le desprende de todo el trasfondo antropológico
En la nueva concepción del ser humano, la autonomía moral, por la que uno es capaz de definir y redefinir su identidad hasta lo más esencial, es el centro.
En diciembre de 1948, y después de un intenso proceso de debates y negociaciones liderados por Eleanor Roosevelt −representante de los Estados Unidos− y Charles Malik −representante del Líbano− decenas de países firmaron el documento fundante del sistema internacional de protección de derechos humanos: la Declaración Universal de Derechos Humanos. Aunque este instrumento internacional no tiene carácter vinculante por ser una declaración, para algunos doctrinantes, parte de su contenido es considerado como norma imperativa de derecho internacional. Sin embargo, más allá de su valor jurídico es necesario resaltar que la Declaración Universal sigue siendo el parámetro ético de todo el sistema internacional de protección de derechos humanos, y el modelo a seguir de convergencia entre culturas y países diametralmente diferentes.
Setenta años después de la promulgación de la Declaración Universal es propicio evaluar qué ha sucedido con el sistema internacional de protección de derechos humanos. El punto central de esta reflexión es la contrastante divergencia entre el fundamento filosófico y antropológico de la Declaración Universal con la visión antropológica imperante en el sistema internacional de derechos humanos. Mientras que la Declaración Universal tiene como fundamento una visión del ser humano que recibe y descubre su identidad y dignidad, la visión imperante en el sistema internacional de protección de derechos humanos es una idea de un ser humano carente de identidad pues es un ser autoconstruido que se dota a sí mismo de contenido. La importancia de esto radica en que los derechos humanos que se protejan o se reconozcan dependen en gran medida de la visión de la persona humana que se tenga.
El artículo primero de la Declaración Universal dice: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. La noción de que los seres humanos han sido “dotados” de razón y conciencia da a entender que el ser humano ha recibido una naturaleza con dos características fundamentales que constituyen la esencia de su valor: razón y conciencia, de lo cual se deriva el deber de comportarse en solidaridad con los demás, como miembros de una misma familia. En este orden de ideas, la dimensión humana de los derechos humanos en la Declaración Universal es una concepción de un ser que ha recibido su identidad, inherentemente digno y naturalmente llamado a la vida en sociedad en razón a su sustancia como un ser racional.
En contraste, la concepción hegemónica del ser humano en el sistema internacional de derechos humanos es la de un ser capaz de definir y redefinir su identidad hasta lo más esencial de ella como la última expresión de su capacidad más fundamental: la autonomía moral. El ser humano es digno, y su valor radica en la capacidad de escoger lo que es bueno para sí mismo y de vivir una vida de acuerdo con esa elección. En este orden de ideas, el ser humano no ha sido dotado, sino que se ha dado a sí mismo su identidad. Esta visión neo-kantiana del ser humano, se ha ido decantando en la historia reciente de los derechos humanos, por un lado, en la absolutización de la noción de privacidad que incluye la capacidad de abortar o pedir la eutanasia (incluso para niños), por otro, en el reconocimiento de un derecho de cambiarse de género (raza, edad etc.) de acuerdo con la autopercepción de cada individuo. Estos son solo ejemplos de cómo los derechos humanos en el mundo contemporáneo se han convertido más en garantías de preferencias personales que en mecanismos de protección de las condiciones esenciales que todo ser humano necesita para desarrollarse.
Ante esta situación, una opción que tenemos es tomar una actitud reticente y adversa frente al lenguaje y estructuras de protección de derechos humanos porque son en realidad plataformas para promover una agenda ideológica. La otra opción es reclamar y defender la noción de lo humano inserta en el código genético de la Declaración Universal de modo que impregne e ilumine el resto del sistema internacional de protección de derechos humanos. No solo porque el lenguaje de derechos humanos nos pertenece, pero nos los han robado, sino porque hay un valor intrínseco en los derechos humanos y más que nunca los necesitamos.
Lo necesitamos porque a los profesores universitarios, panaderos, artistas y otros profesionales se les está vulnerando su derecho al trabajo, de conciencia y de libertad de expresión porque son despedidos por no acoplarse a las ideas políticamente correctas y en cambio defiende una visión tradicional de familia. Los necesitamos porque a miembros de grupos pro-vida se les vulnera el derecho a la libertad de asociación y de expresión cuando son encarcelados por intentar salvar vidas de niños no nacidos frente a centros que practican el aborto. Los necesitamos porque diariamente a miles de niños no nacidos se le vulnera su derecho a la vida y todo otro derecho al asesinarlos en su estado de mayor indefensión bajo la absolutización de la autonomía personal. Los necesitamos para defendernos de Estados autoritarios que eliminan la oposición y se mantienen en el poder a pesar de que su pueblo muere de hambre. Los necesitamos porque a los padres de familia se nos limita injustificadamente el derecho a educar a nuestros hijos mientras que el poder del Estado crece hasta meterse en nuestros hogares. Los necesitamos porque los migrantes son tratados como humanos de segunda clase cuyos derechos y necesidades son brutalmente ignorados. Los necesitamos porque la cultura del desecho ha producido una clase de empresas que están dispuestas a sacrificar personas por utilidades. Estos son solo algunos de los restos que tenemos por los cuales precisamente el sistema internacional de derechos humanos fue creado en primer lugar y razón por la cual es un sinsentido abandonar este proyecto aún inconcluso.
Setenta años después de haberse promulgado la Declaración Universal, el reto es profundizar más en lo humano y menos en los derechos, propiciar diálogos que nos lleven a construir convergencias, como lo hicieron Roosevelt, Malik y Maritain acerca de los que es verdaderamente humano en vez de continuar con esta carrera precipitada por más preferencias convertidas en derechos. Tenemos un deber de reclamar lo que es nuestro, participar como sociedad civil en las instancias internacionales que la izquierda progresista tiene acaparados, formar abogados con la más alta calidad para que trabajen en estas instituciones, y académicos que fortalezcan expliquen y profundicen la visión de derechos humanos de la Declaración Universal. Setenta años después de haberse promulgado la Declaración Universal, el sistema internacional de derechos humanos enfrenta el reto más grande de todos los retos: ser fiel a sí mismo. Fiel a la visión de los hombres y mujeres que iniciaron este sistema, volver a las raíces, volver a lo humano de los derechos humanos.
Andrés Felipe López es abogado, doctor en Derecho Internacional de los Derechos Humanos por la Universidad de Notre Dame, y magíster en Derecho Internacional por la Universidad de Georgetown. Es profesor universitario por vocación, autor por pasión y crítico por naturaleza. Pero sobre todo, es esposo y padre de familia.