Demasiado a menudo olvidamos que aquellos que viven con nosotros son un reflejo −quizá el más real− de la presencia de Dios, que nos interpela a ser mejores, es decir, a ser santos
En la reciente Exhortación apostólica Gaudete et exsultate el Papa Francisco recuerda la llamada que todos hemos recibido a la santidad en la vida ordinaria. Pero la santidad no se alcanza de forma individual. Nadie se salva solo, como individuo aislado, sino que “Dios toma en cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que se establecen en la comunidad humana”. Para cada uno de nosotros, la vida ordinaria se compone de un mosaico de relaciones interpersonales.
Y el primer lugar lo ocupan las relaciones familiares. El esfuerzo de los esposos por vivir su compromiso matrimonial, enseña a los hijos a sobrellevar las dificultades y los cambios, e imprime la certeza de poder amar y ser amado con y a pesar de las limitaciones e imperfecciones propias y ajenas.
La santidad en el contexto familiar no se construye desde el exterior, con la multiplicidad de actos de piedad, o con la imitación de comportamientos ejemplares, sino sobre todo desde dentro de la propia dinámica de la vida familiar: compartiendo las alegrías y los posibles sinsabores; sabiendo sonreír, olvidando las propias preocupaciones; escuchando al esposo o la esposa o a los hijos; pasando por alto desencuentros; poniendo cariño en los mil detalles que componen el mosaico de la convivencia diaria.
Hemos de ser capaces de descubrir en nuestra propia familia al “santo de la puerta de al lado”. Dejémonos estimular por los signos de santidad que el Señor nos presenta a través de nuestros seres más cercanos. Demasiado a menudo olvidamos que aquellos que viven con nosotros son un reflejo −quizá el más real− de la presencia de Dios, que nos interpela a ser mejores, es decir, a ser santos.
Montserrat Gas Aixendri Directora del Instituto de Estudios Superiores de la Familia UIC, Barcelona