La paz es un anhelo permanente de la humanidad, al menos como un deseo, no siempre correspondido por la conducta práctica. Es hermoso hablar de la paz, pero eso no es suficiente
“La paz es un valor y un deber universal” (San Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2004, n. 4); halla su fundamento en el orden racional y moral de la sociedad que tiene sus raíces en Dios mismo, «fuente primaria del ser, verdad esencial y bien supremo» (San Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1982, n. 4).
La paz no es una situación amorfa ni anodina, ni simplemente ausencia de guerra, ni siquiera un equilibrio estable entre fuerzas adversarias (Cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 78). Tampoco es la paz de las cárceles ni de los cementerios, sino que se funda sobre una correcta concepción de la persona humana (Cf. San Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, n. 51), y requiere la edificación de un orden según la justicia y el amor.
La paz es fruto de la justicia (cf. Isaías 32,17). De tal manera que si en una sociedad no se respeta la justicia, es imposible que haya paz, aunque mucho se hable de ella. La paz peligra cuando al hombre no se le reconoce su humanidad, cuando no se respeta su dignidad y cuando la convivencia no está orientada hacia el bien común. Para construir una sociedad pacífica resulta esencial la defensa y la promoción de los derechos humanos (Cf. Pablo VI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1969; Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1999, n. 12).
La paz también es fruto del amor: «La verdadera paz tiene más de caridad que de justicia, porque a la justicia corresponde sólo quitar los impedimentos de la paz: la ofensa y el daño; pero la paz misma es un acto propio y específico de caridad» (Pío XI, Carta enc. Ubi arcano; cf. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 78).
La paz se construye día a día en la búsqueda del orden querido por Dios (Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, n. 76), y sólo puede florecer cuando cada uno reconoce la propia responsabilidad para promoverla (Cf. Pablo VI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1974). La paz es, por tanto, «el fruto del orden plantado en la sociedad humana por su divino Fundador, y que los hombres, sedientos siempre de una justicia más perfecta, han de llevar a cabo» (Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 78). Este ideal de paz «no se puede lograr si no se asegura el bien de las personas y la comunicación espontánea entre los hombres de sus riquezas de orden intelectual y espiritual» (idem).
La violencia no constituye jamás una respuesta justa. La Iglesia proclama, con la convicción de su fe en Cristo y con la conciencia de su misión, «que la violencia es un mal, que la violencia es inaceptable como solución de los problemas, que la violencia es indigna del hombre. La violencia es una mentira, porque va contra la verdad de nuestra fe, la verdad de nuestra humanidad. La violencia destruye lo que pretende defender: la dignidad, la vida, la libertad del ser humano» (Juan Pablo II, Discurso en Drogheda, Irlanda, 29 de septiembre de 1979, n. 9).
El mundo actual necesita también el testimonio de profetas no armados, desafortunadamente ridiculizados en cada época (Cf. Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias,12 de noviembre de 1983, n. 5). «Los que renuncian a la acción violenta y sangrienta y recurren para la defensa de los derechos del hombre a medios que están al alcance de los más débiles, dan testimonio de caridad evangélica, siempre que esto se haga sin lesionar los derechos y obligaciones de los otros hombres y de las sociedades. Atestiguan legítimamente la gravedad de los riesgos físicos y morales del recurso a la violencia con sus ruinas y sus muertes» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2306).