¿Cuál es la finalidad prioritaria de la educación? ¿Preparar a nuestros hijos para alcanzar el éxito en un sentido mundano? ¿Debe principalmente abrir el camino a una carrera remunerativa?...
¿O preparar a nuestros hijos para alcanzar el éxito en un sentido distinto al mundano, enseñándoles a ser santos? ¿Debe principalmente abrir el camino del cielo? En cuanto padres cristianos, probablemente coincidiremos en que la finalidad prioritaria de la educación es enseñar a nuestros hijos lo que implica ser santos, pero estoy seguro de que la mayoría de nosotros confía en que nuestros hijos también serán capaces en algún momento de buscarse el sustento por sí mismos y de que este objetivo, aunque secundario, debe también formar parte de su educación. No es, pues, con un “o esto o lo otro”, sino con un “esto y lo otro”, como disponemos las cosas en su justo orden.
Sin embargo, si la finalidad prioritaria de la educación es alcanzar la salvación en el cielo, como algo distinto de la riqueza mundana, entonces tenemos que enseñar a nuestros hijos la diferencia entre ser bueno y ser el mejor. Lo paradójico es que ser bueno es mejor que ser el mejor, y ser el mejor no siempre es lo mejor que se puede ser.
Quizá un ejemplo práctico puede ayudar, y más si se trata de un ejemplo personal.
Nuestra hija está aprendiendo a tocar el piano. Aprende porque es bueno para ella saber tocar un instrumento musical. Sin duda ella va mejorando su habilidad musical, pero sería aún mejor si practicase más. Sin embargo, como padres, nos preocupa mucho más su crecimiento en la virtud que su virtuosismo. Ella necesita tiempo para el resto de sus estudios; tiempo para colaborar en la educación de su hermano con necesidades especiales; tiempo para leer; tiempo para jugar; tiempo para rezar; tiempo para estar con sus amigas; tiempo para estar con nosotros. Todo ello le quita tiempo de practicar al piano. Aprendiendo a “saber de todo” está abocada a no ser una maestra en nada. Y así debe ser. Si la especialización en un área lleva a descuidar otras áreas igualmente importantes, eso va en perjuicio del progreso del niño en conocimiento y experiencia de muchas cosas que son necesarias para crecer en la virtud.
En el corazón de este concepto de educación se encuentra otra paradoja tan aparentemente desconcertante como la paradoja de que lo mejor no siempre es lo mejor. Esta otra paradoja fue acuñada por Chesterton. Consiste en que todo lo que merece hacerse, merece hacerse mal. Es una paradoja tan contra-intuitiva que estamos tentados de pasar del desconcierto a la irritación, considerándola un puro dislate.
Obviamente, algo que merece hacerse, merece hacerse bien. ¿Cómo puede alguien sugerir que debería hacerse mal? ¿En qué estaba pensando el habitualmente sagaz Chesterton cuando soltó ese sinsentido disfrazado de paradoja?
Si queremos responder a estas preguntas tenemos que dar un paso atrás para poder entender lo que Chesterton decía realmente. Al decir que algo que merece hacerse merece hacerse mal, Chesterton no estaba diciendo que no merezca hacerse bien. No estamos ante un escenario “o esto o lo otro”. Es un escenario “esto y lo otro”. Algo que merece hacerse merece hacerse mal y merece hacerse bien. De hecho, merece hacerse mal porque merece hacerse bien. Y he ahí el núcleo de la paradoja: es imposible hacer algo bien hasta que lo hayas hecho mal. Salvo que estés preparado para hacerlo mal, nunca lo harás bien. Como dice el refrán, la práctica hace al maestro.
Y lo que es verdad sobre tocar el piano es verdad sobre cosas más importantes, como crecer en la virtud. Necesitamos practicar la fe, aunque sea mal, porque hacerlo mal merece hacerse. Es infinitamente mejor que no hacerlo en absoluto, por mal que lo hagamos. Por supuesto, debemos intentar hacerlo mejor; de hecho, siempre debemos intentar hacerlo mejor. Y sin embargo, al hacer las cosas mejor no debemos intentar ser “el mejor”, porque nunca podremos ser “el mejor”. Dios es el Mejor. Nosotros solo podemos mejorar haciéndonos más parecidos al Mejor, sabiendo que nunca podemos ser el Mejor. He ahí el camino de la virtud, que trasciende relativas trivialidades como el virtuosismo.