Ciertos movimientos políticos tienen la rara habilidad de volver a convertir el gran signo de la reconciliación universal en motivo de conflictos y enfrentamientos
En 2011, la presencia de crucifijos en las escuelas públicas italianas fue reconocida por el Tribunal de Estrasburgo. La familia Lautsi, de origen finlandés, había planteado la ilegalidad de esa representación en los centros de enseñanza. Las autoridades gubernativas y judiciales no consideraron que afectase a la libertad religiosa, por ser elemento de una tradición cultural, que formaba parte de la identidad nacional, y era plenamente respetuosa con las convicciones de los no cristianos. La sentencia de la Gran Sala del Tribunal europeo de derechos humanos del 18 de marzo de 2011 declaró la legitimidad de esa praxis italiana, por quince votos contra dos. Dio toda la razón a las autoridades locales. Y nada ha cambiado después, a pesar de la alternancia de partidos en el poder.
Llamó entonces la atención que uno de los defensores de esa postura ante el Tribunal fue Joseph Weiler, profesor de la New York University, autor de Una Europa cristiana, de religión hebrea. No dudó en acudir a la sala luciendo la kipá. Defendió el crucifijo sin argumentos estrictamente religiosos, es decir, apoyados en creencias o convicciones. Acentuó el derecho de cada pueblo a expresar el pasado en sus símbolos, sin ceder al chantaje de cualquiera que, en nombre de lógicas absolutistas e irrespetuosas de la historia, pretenda su desaparición. Mencionó que la señal de la cruz aparece en diversas banderas europeas, o en himnos escuchados por aquella época en los estadios de Sudáfrica, o en tantos monumentos artísticos del viejo Continente.
Más reciente, y muy distinta, es la polémica aún abierta en Alemania por una norma bávara: el gobierno de la CSU impone la instalación de crucifijos en un lugar visible del vestíbulo de los edificios de la Administración regional a partir del próximo mes de junio. Lo explicó públicamente el presidente del land, el socialcristiano Markus Söder, en la sede de la cancillería de Múnich, donde había fijado una cruz en un muro de la entrada al edificio. A su juicio, “la cruz no es un símbolo religioso; la cruz es el símbolo fundamental de la identidad cultural del carácter cristiano-occidental”.
No habría caso de violencia de la neutralidad o laicidad del Estado. Pero resulta inevitable pensar que la medida tiene carga política, porque a mediados de octubre se celebran las elecciones regionales: da la impresión de que la CSU bávara −aliada desde siempre de la CDU− quiere frenar la sangría de votos que beneficia a la formación derechista Alternativa para Alemania (AfD); como es sabido, explota contra Angela Merkel el a su juicio inmoderado aflujo de refugiados a Alemania desde 2015, y repite que la mayoría entró por Baviera.
AfD no está contra la cruz, puesto que su discurso es más bien xenófobo e, incluso, antiislamista. Pero reprocha a CSU −que, por cierto, salvo error mío, no tiene ese signo en su escudo, a diferencia de la antigua DC italiana− haber convertido la cruz en "un instrumento electoral, mientras los conservadores rechazan proteger nuestros valores básicos con acciones reales”, según reza un comunicado del grupo parlamentario de la AfD en el Bundestag. Seguramente el caso llegará al Tribunal Constitucional, con sede en Karlsruhe, que anuló ya una ley escolar de Baviera en 1995.
Entretanto, resultó inevitable una intervención de la jerarquía católica: el cardenal Reinhard Marx, arzobispo de Múnich y presidente de la conferencia episcopal, precisó que la cruz es más que un signo cultural: puede considerarse una señal de protesta contra la injusticia, el pecado y la muerte, pero no contra otras personas.
Algo semejante tendrán que hacer quizá los obispos catalanes, ante la campaña de las cruces amarillas en las playas, aunque no sean de madera, sino a base de toallas, como en Mataró. Desde luego, no deja de ser una zafia boutade considerar ese signo como “símbolo de la muerte de la democracia en el estado español”.
Parece una especie de antitipo de algunos radicales izquierdistas europeos −paradójicamente proislamistas− que pugnan por cambiar la bandera de diversos países: conservan la cruz en su enseña nacional los nórdicos, Suiza o el Reino Unido −que sigue siendo Estado confesional−, y figura en el correspondiente escudo nacional de otras, presente también en la bandera. Pero ciertos movimientos políticos tienen la rara habilidad de volver a convertir el gran signo de la reconciliación universal en motivo de conflictos y enfrentamientos. En cualquier caso, triste sería volver a tiempos de cruzadas...