La historia de Calista, Ángel, Elita y José Manuel. Los cuatro han ardido en el infierno y han resucitado gracias a la parroquia de Puente de Vallecas
Esta película negra está basada en hechos reales
Plano cenital de Puente de Vallecas. Madrid. Es primavera, pero aquí la nube de la pobreza, de las vidas complicadas, del hambre y de las familias amargadamente descuajeringadas está siempre como ennegreciendo el ambiente. Rueda de reconocimiento en las instalaciones del comedor social: Calista, Ángel, Elita y José Manuel. De frente y de perfil. Hemos venido a llorar juntos. Primero, de pena; después, de alegría.
Calista María Reyes lleva 28 años en Madrid.
−¿Contenta?
−¡Viviendo!
A los 16 años aterrizó en España con la ilusión de estudiar algo y ser cuidadora. Desde el principio se truncaron sus planes y con 18 años limpió casas como una mula. Para mantener a su primer hijo desmelenó su dignidad cada noche entre carnes frescas de estriptis. Embarazada de la segunda se le cerraron las puertas en el negocio de contornear las caderas y dos meses antes de dar a luz se quedó sin pareja. Con una niña dentro y pocas esperanzas fuera, empezó su vía crucis.
«Mis cuentas eran 1.000 euros de ingresos y 974 de hipoteca. ¡Horrible! Me tocaba hacer barbaridades para dar de comer a mis hijos y no me quedaba más remedio que meter la mano en los cubos de basura de los supermercados para completar la alimentación. No teníamos ni luz ni gas. En ese contexto recurrí al alcohol como vía de escape hacia no se sabe dónde».
Calista es peleona y saca garras. Esos atributos le han servido para no hundirse para siempre. Mientras algunas señoras con visón la miraban de reojo y algún chulo de Las Rozas le llamaba «negra de mierda», la dominicana errante siguió arrastrándose sobre las oportunidades: «Porque yo he nacido con el derecho a existir».
La vida le deparó servir comidas en tres restaurantes. Primero en Elche, después en Entrevías y finalmente en Arganda del Rey. Los tres echan el cierre, y con el último llegó un coma etílico inducido por la máxima desesperación.
Sin casa, con dos hijos, sin empleo, sin ahorros, y sin nadie, Calista llamó a la puerta de san Ramón Nonato.
Ángel es un tipo risueño que lo ha sufrido todo. Hostelero de postín, jefe de barra en La Perdiz de Somontes. Casado y con una hija. En 1992 a su hermano le matan las drogas. En su casa le echan en cara el desenlace del difunto. Años después muere su madre y luego su mujer le deja para siempre.
Lleva 13 años sin probar la heroína. «Me metí en el mundo de la droga y del tráfico en mis años de trabajo en los bajos de Orense. Estaba solo».
Ángel salió del primer bache. Por oposición se ganó una plaza en Correos y le volvió a salir al sol, hasta que, inesperadamente, la estafa perpetrada unos años atrás le estalló en la cara. Tres años de cárcel. Primero, Soto del Real. Después, Navalcarnero. Y al salir, sin nada, sin nadie, se instaló en la calle durante cinco meses, «con sus fríos, sus lluvias, sus vejaciones y sus meadas»... Pero un buen día la hermana Sara le tendió la mano y le abrió las puertas de la parroquia San Ramón Nonato.
Elita Tuctoculqui tiene 31 años y es de Perú. Desembarcó en España en 2006 para ayudar a unas monjas en tareas de voluntariado. Burgos, Logroño, Zaragoza y Tortosa. Hasta que se cansó de esa vida y decidió irse a Madrid a probar suerte. Con su experiencia en el cuidado de ancianos consiguió un trabajo. Conoció a un ecuatoriano, se enamoró perdidamente y se quedó embarazada. «Él no quería ser padre y me dejó. Fue tremendo para mí. Todo se desvanecía de pronto». Encinta, los abuelos a los que atiende ya no quieren los servicios de una madre soltera. Despido. Sin casa. Sin nadie cercano. Con un niño por nacer en una cuna de soledad y pobreza. Una mañana de suerte le hablan de un comedor social y de una parroquia en la que podían echarle una mano. Y se lanzó.
José Manuel tonteó desde siempre con grupos neonazis. Estudió Económicas y encontró un puesto en la cúspide comercial de El Corte Inglés en plenos años 80. Dinero y posición, «y eso implicaba fiestas y desenfreno». Murió su madre. Mientras por las mañanas cuidaba a su padre de un cáncer, el hijo único se drogaba y se bebía Madrid cada noche. El mismo día que enterró a su padre fue detenido por la Guardia Civil: «Iba a Manzanares y me pillaron llegando a Burgos. No me preguntes qué hacía... Y el 10 de enero de 2004 entré en delirium tremens: 21 días en coma».
«Fui liquidando mi patrimonio en alcohol y drogas. Me caí desde un sexto a un quinto. No sé si me tiré. Sólo sé que llevaba encima una botella de Cacique, otra de José Cuervo y tres gramos de coca. Esto te lo pones tú y te mueres».
Desempleado. Sin derecho a prestaciones. Arruinado y sin nada que hacer, un día, por casualidad, entró en San Ramón Nonato. Dentro de la parroquia sonaba Monteverdi y una luz encendida en el confesonario le indicó el camino a partir de entonces.
Calista, Ángel, Elita y José Manuel llamaron a las puertas de un parque de atracciones de esperanza. Con su cura, sus bodas, bautizos y comuniones. Y su comedor social, sus casas de acogida, su ropero, sus clases de apoyo, sus ayudas para buscar un trabajo y sus milagros ordinarios que resucitan a los muertos. Incluso a los muertos que se dan asco.
José Manuel Horcajo es un sacerdote joven que lidia con estos toros en Puente de Vallecas desde 2009. Cuando llegó a este templo con pinta de fábrica entendió que además de curar almas tenía que llenar estómagos y sanar biografías. Trescientas comidas diarias para los vecinos que ponen el cazo. Residencias para sin techo. Y un clima de familia que ha salvado de las penas del infierno a estas cuatro almas aniquiladas por las circunstancias.
Entre sacramentos y tápers, Horcajo sostiene: «El Señor me ha casado con los pobres, y estoy encantado. Es algo que jamás me podía imaginar».
La respuesta de esta parroquia no la encuentran muchos vecinos en los servicios sociales y el efecto llamada atrae a personas de otros distritos de Madrid. No es fácil mantener este parque de atracciones a pleno rendimiento, porque la solidaridad es gratuita, pero las cosas cuestan. Horcajo también pone el cazo. Cada mes la cosa le sale por 5.000 euros y sus reservas se van agotando.
Mientras la noria gira y la montaña rusa acelera el subidón, las duras historias van mutando.
Calista abrirá en breve Glamour Vintage, un negocio de barrio de arreglos y costura. Su hija Ana Marta es lista como el hambre y quiere dedicarse al cine. Saca buenas notas y toca el ukelele. Las dos viven en una de las casas de la parroquia. «Hasta llegar aquí lloré demasiado. Tuve una etapa de sonrisa histérica y otra de silencio, de absorber, de saborear. Ahora ando valorando el punto, porque soy consciente de que estoy viviendo una curación. Dios está al final del túnel».
Ángel está en el coro de la parroquia y hace las lecturas en misa cuando su trabajo en el quiosco El Retiro le ofrece un respiro. Después de 1.135 días en la cárcel y 150 noches de manta sucia sobre la acera, «estaba muerto» y ha «aprendido» a quererse. «Aunque tengo que estar alerta para no volver a caer, gracias a la parroquia he salido del acantilado. Ahora, sin la Iglesia estoy desnudo. ¡Tengo un enganche tremendo a Dios! No soy Superman y he conseguido salir del hoyo, porque todos nos merecemos una segunda oportunidad».
Elita limpia hoy en una residencia del Opus Dei con contrato indefinido. Está feliz con su trabajo, su pisito, y su hijo Francisco Javier. Sigue ayudando cuando puede en el comedor social que le dio un sustento. Ahí está ella, sonriente de verdad: la que fue voluntaria y no tuvo más remedio que agachar la cabeza para sobrevivir a la cruda realidad.
José Manuel cuida ancianos. Sí, con su carrera de Económicas bajo el brazo. Es feliz así, sin cadenas asesinas. Redescubrió a Dios y se hizo neocatecumenal. Ha convertido su piso en casa de acogida para dos familias más y no se le conocen parientes.
Le pregunto de sopetón después de escuchar su historia:
−¿Tú has sido muy cabrón?
−Sí.
−¿Y de eso cómo te curas?
−Con misericordia... La he recibido y la he sentido de verdad.
José Manuel descubrió la parroquia un miércoles y esa misma tarde empezó a dar clases de apoyo a los niños del barrio. El sábado siguiente superó la prueba del nueve:
−El párroco: ¿Sabes conducir?
−Él: Sí.
−El párroco: Toma estos 300 euros, coge mi coche y ve a Rivas a por un castillo inflable para que los niños disfruten en la fiesta de las familias.
−Él: ¿Qué parte de que soy cocainómano y alcohólico no ha entendido usted, que me da 300 euros, un coche y la obligación de pasar por la Cañada Real?
−El párroco: ¿Lo vas a hacer?
−Él: ¡Sí!
«Y aquí estoy», dice.
Antes de su ascensión, José Manuel temía morir solo. Mientras renacía, el domingo pasado se lo llevó para siempre un ictus. No tenía familia, pero más de cien personas estuvieron en su funeral. Era su gente de la parroquia, la que le encarriló hasta el final. Eran los mismos que ahora diseñan un sencillo columbario para que reposen en paz sus cenizas. Mientras sus amigos de los 80 «o siguen enganchados a la coca o están en el cementerio de La Almudena», él había vuelto a nacer para siempre.
En esta parroquia bajo el puente se resucitan zombis urbanos. No es cuestión de fe. Es cuestión de encender la grabadora y escuchar las historias de un Matrix que está ahí al lado. Con su parada de metro.
Álvaro Sánchez León, en elmundo.es (Reportaje en PDF)
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