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No sabremos conquistar a los hombres para el Evangelio a no ser que nosotros mismos seamos los primeros en volver a una profunda experiencia de Dios
Alguien podría pensar que Benedicto XVI debe tener suficientes problemas, que no le dejan más que un poco de respiro para sujetar, a trancas y barrancas, el timón de la Iglesia. Sin embargo, todo indica que el Papa mantiene el rumbo de modo sereno y clarividente. En un discurso a la Conferencia Episcopal Italiana, el pasado 24 de mayo, ha renovado su propuesta para la próxima celebración del 50 aniversario del Concilio Vaticano II en el marco del Año de la Fe, de un modo que responde con realismo a las necesidades de la nueva evangelización.
Conocer los textos y la finalidad del Concilio Vaticano II
Una primera meta es la lectura y el estudio de los textos del Concilio: «Que el 50° aniversario de su inicio, que celebraremos en otoño, sea motivo para profundizar en los textos, condición de una recepción dinámica y fiel».
En segundo lugar el Papa invita a redescubrir el propósito principal del Concilio como fue señalado por Juan XXIII en su discurso de apertura: «Lo que principalmente atañe al Concilio ecuménico es esto: que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado de forma cada vez más eficaz». Con estas palabras, señala Benedicto XVI, «el Papa (Juan XXIII) comprometía a los padres a profundizar y a presentar esa doctrina perenne en continuidad con la tradición milenaria de la Iglesia». Así se deduce de estas otras palabras que también se recogen ahora: «Transmitir la doctrina pura e íntegra sin atenuaciones o alteraciones», sino de un manera nueva, «como exige nuestro tiempo» (Discurso en la apertura solemne del concilio ecuménico Vaticano II, 11 de octubre de 1962). Dos elementos para entender la finalidad del Concilio: custodiar la doctrina de la fe íntegramente; y transmitirla eficazmente de una manera nueva según las necesidades de nuestro tiempo.
Desde esas coordenadas, según Benedicto XVI, debe entenderse la totalidad del Concilio Vaticano II, para descubrir el modo en que hoy debemos responder a las transformaciones actuales: «Con esta clave de lectura y de aplicación —no en la perspectiva de una inaceptable hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura, sino de una hermenéutica de la continuidad y de la reforma— escuchar el Concilio y hacer nuestras sus indicaciones autorizadas constituye el camino para descubrir las modalidades con que la Iglesia puede dar una respuesta significativa a las grandes transformaciones sociales y culturales de nuestro tiempo, que también tienen consecuencias visibles sobre la dimensión religiosa».
En las circunstancias actuales: recomenzar desde Dios
Tercero, se plantea cuáles son las circunstancias actuales. El Papa traza el panorama: una racionalidad científica reducida al método empírico; la marginación de toda norma moral; un secularismo que socava la verdad. (Aunque, al mismo tiempo, «surge, a veces de manera confusa, una singular y creciente demanda de espiritualidad y de lo sobrenatural, signo de una inquietud que anida en el corazón del hombre que no se abre al horizonte trascendente de Dios»). La disminución de la práctica religiosa (visible en la baja participación en los sacramentos de la Eucaristía y más aún de la Penitencia), la ignorancia de los contenidos esenciales de la fe o la reducción de los horizontes del Reino de Dios, hasta la reclusión de Dios mismo en la esfera privada, junto con el abandono y la cerrazón a la trascendencia, son las manifestaciones centrales de la crisis que hiere a Europa, «que es crisis espiritual y moral: el hombre pretende tener una identidad plena solamente en sí mismo». En suma: la exclusión de Dios es la característica central de la situación en que nos encontramos.
Ya los padres conciliares del Vaticano II descubrieron de qué se trataba: «Se trataba de recomenzar desde Dios, celebrado, profesado y testimoniado». No por casualidad, observa el Papa, el primer documento aprobado fue la Constitución sobre la liturgia.
La fe, la oración, la vida de la gracia
Ahora, señala Benedicto XVI, «nuestra situación requiere un renovado impulso, que apunte a aquello que es esencial en la fe y en la vida cristiana». ¿Y qué es lo esencial? Así lo explica el Papa: «En un tiempo en el que Dios se ha vuelto para muchos el gran desconocido y Jesús solamente un gran personaje del pasado, no habrá relanzamiento de la acción misionera sin la renovación de la calidad de nuestra fe y de nuestra oración; no seremos capaces de dar respuestas adecuadas sin una nueva acogida del don de la Gracia; no sabremos conquistar a los hombres para el Evangelio a no ser que nosotros mismos seamos los primeros en volver a una profunda experiencia de Dios».
Cuarto, por tanto, no todo está al mismo nivel en este “apuntar a lo esencial”. Hay un objetivo primordial: el anuncio de Dios, hablar de Dios. «Sin embargo —añade el Papa a renglón seguido— siempre es importante recordar que la primera condición para hablar de Dios es hablar con Dios, convertirnos cada vez más en hombres de Dios, alimentados por una intensa vida de oración y modelados por su Gracia». La iniciativa es divina y espera la respuesta de los hombres. «Por esto —explica Benedicto XVI— he querido convocar un Año de la fe, que comenzará el próximo 11 de octubre, para redescubrir y volver a acoger este don valioso que es la fe, para conocer de manera más profunda las verdades que son la savia de nuestra vida, para conducir al hombre de hoy, a menudo distraído, a un renovado encuentro con Jesucristo ‘camino, vida y verdad’».
La fe transforma la vida y la sociedad
Quinto, y puede verse como un aviso a vivir la fe con toda su autenticidad, el encuentro con Jesucristo transforma desde dentro a cada persona y a la sociedad humana. Así lo indicó Pablo VI al escribir que es tarea de la Iglesia «alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la Palabra de Dios y con el designio de salvación» (Exhort. Evangelii nuntiandi, 1975, n. 19).
Esto queda bien expresado al evocar cómo Juan Pablo II comenzó a hablar de la “nueva evangelización”: en torno a una cruz que los obreros polacos se empeñaron en erigir, en un barrio que estaba destinado a ser una “ciudad sin Dios”. Allí dijo el Papa polaco: «La evangelización del nuevo milenio debe fundarse en la doctrina del Concilio Vaticano II. Debe ser, como enseña el mismo Concilio, tarea común de los obispos, de los sacerdotes, de los religiosos y de los seglares, obra de los padres y de los jóvenes». Y concluyó: «Habéis construido la iglesia; edificad vuestra vida según el Evangelio» (Homilía en el santuario de la Santa Cruz, Mogila, 9-VI-1979).
En efecto, añade Benedicto XVI, donde entra el Evangelio, y por tanto la amistad de Cristo, «el hombre experimenta que es objeto de un amor que purifica, calienta y renueva, y lo hace capaz de amar y de servir al hombre con amor divino». Por eso todo lo anterior (redescubrir el Concilio Vaticano II y su principal objetivo de recomenzar “desde Dios”, y para esto mejorar la calidad y el conocimiento de la fe, encontrarse con Cristo en la oración y en los sacramentos, que nos aseguran la vida de la gracia en amistad con Dios, y, desde ahí, la transformación de la sociedad) queda garantizado y resellado en la ayuda material y espiritual que necesitan los que nos rodean.
Madurez en la fe: el Catecismo de la Iglesia Católica
Hoy, entiende Benedicto XVI, se precisa formar cristianos adultos que sean «maduros en la fe y testigos de humanidad»: personas que conocen a Jesucristo porque lo aman y viceversa, capaces de dar razones sólidas y creíbles de su vida. Y un instrumento para lograr esta formación en lo esencial es el Catecismo de la Iglesia Católica:
«En este camino formativo es particularmente importante —a los veinte años de su publicación— el Catecismo de la Iglesia católica, valiosa ayuda para un conocimiento orgánico y completo de los contenidos de la fe y para guiar al encuentro con Cristo. Que también gracias a este instrumento el asentimiento de fe se convierta en criterio de inteligencia y de acción que implique toda la existencia».
Ramiro Pellitero. Universidad de Navarra
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