Miguel y yo no tenemos las mismas ideas, no: ni de tejas abajo, ni de tejas arriba. ¿Y?
La semana pasada quedé con un amigo −llamémosle Miguel−. Pues eso, que quedé con Miguel a tomar unas cervezas, unas cañas.
Hacía mucho tiempo −mucho siempre es demasiado− que no nos veíamos: tarjeta amarilla. Me explico: no es admisible dilatar indebidamente las cosas buenas de la vida. Las que verdaderamente importan. No, mientras nos afanamos en ocupar nuestras agendas con mil tareas, de las cuales más de una es aplazable, si no prescindible (te invito a leer ‘Aprendamos a priorizar: ¿urgente o importante?’).
El caso es que, entre caña y caña (eso quiere decir que al menos hubo dos…) pensaba yo en qué buen tipo era el que estaba a mi lado. O, por mejor decir, el que siempre había estado a mi lado. En los días de sol y… en los más nublados.
No tenemos las mismas ideas, no: ni de tejas abajo, ni de tejas arriba. ¿Y?
Y, a veces, discutimos. ¿Y quién no? Pero coincidimos en algo esencial: nos queremos y nos respetamos como somos; hemos sabido ‘crecer’ juntos, celebrar nuestras alegrías y compartir preocupaciones, ayudarnos mutuamente… Estamos seguros de que podemos confiar el uno en el otro y valoramos, por encima de todo, nuestra amistad. Una amistad que se fraguó en nuestra niñez y que se extinguirá cuando ‘nos vayamos’ (ninguno de los dos tenemos especial prisa, ¿eh?).
A mi amigo, por fortuna, no le ha llegado ‘el día de las alabanzas’. Sin perjuicio de esto, os anticipo (lo suyo no es Internet, creo que no me lee… ¡ten amigos para esto!) que Miguel es una gran persona, un buen padre de familia y un trabajador, un profesional, ejemplar. He podido aprender de él muchas cosas buenas. Y sigo en ello.
Me consta que en tiempos problemáticos para mí −que los he tenido: 20 años, por ejemplo, con escolta por culpa de la banda terrorista ETA− Miguel se hubiera partido la cara por defender la mía. Afirmaba J. Churton Collins: en la prosperidad, nuestros amigos nos conocen de veras. En la adversidad, los conocemos a ellos… Pues eso.
Miguel es de los que te dice, de frente, con serenidad y de forma clara, lo que piensa. Y hace muy requetebién. Y es, además, de los que te defiende por la espalda. ¿Recuerdas el post ‘La crítica leal’?
La amistad puede surgir entre personas con múltiples afinidades, desde luego. Pero también entre personas distintas, que saben anteponer el sustantivo −amigo− a lo adjetivo y que practican el respeto mutuo, el trato, y cultivan su relación y afecto.
Señalo lo de anteponer el sustantivo a lo adjetivo porque vivimos en una sociedad atiborrada de etiquetas. Y las etiquetas deberían utilizarse para las mercaderías, para los objetos, no para los seres humanos.
Desgraciadamente, no siempre ocurre así: y a veces se tiende al encasillamiento, a la catalogación, a la ‘calificación’. O peor, a la descalificación. Por eso, quizás hay quien cree que tener amigos dispares es un disparate. Yo no lo pienso. Para nada.
Cuando se emplean etiquetas, estas pueden tapar a las personas. O cosificarlas.
Luego aparecen los prejuicios −no ves en realidad, humanamente, al tapado−.
Junto a los prejuicios están quienes se ocupan, con fruición, de alimentarlos. De separar, más que de propiciar la convivencia. Y necesitamos encuentros. ¡Qué digo encuentros, abrazos!
En general, se goza de acreditada maestría para levantar muros indebidamente. ¡Vaya mérito! Prefiero a las personas que, con sinceridad, con honestidad, muchas veces no sin dificultades, trabajan por tender puentes. Ellos son ingenieros del bien común.
En ocasiones, cuando el puente se ha construido y visitas el ‘otro lado’, cuando te acercas, te das cuenta de que no era tan distinto al tuyo, de que no había tanta distancia; o de que, desde lejos, no podías apreciar parajes objetivamente valiosos; o percatarte de algunas grietas que… te duelen incluso a ti… Por eso, suele ser conveniente ponerte en el lugar del otro. Si este fuera, metafóricamente, un árbol, hacerlo desde sus raíces a sus ramas, con su diversa historia y avatares −¿a quién no le ha dañado un temporal?.
Naturalmente, la amistad que me une con Miguel no me genera el menor ‘síndrome de Estocolmo’. Tengo claro lo que pienso y aquello en lo que creo, con independencia de lo que haga él. A mi amigo le ocurre lo mismo. Los debates que surgen, a veces, matizan cuestiones, pero otras ratifican −y cómo− convicciones. A mí, desde luego, me enriquecen.
Repito: discrepar es saludable.
Como lo es que te permitan hacerlo en libertad (ello no siempre se facilita en nuestra sociedad, tan políticamente correcta). Los que te aprecian de verdad lo aceptan de buen grado.
Las personas somos distintas, sí. Pero cuando uno tiene una convicción, como cuando descubre un tesoro, suele querer compartir ese hallazgo con sus más próximos. Entre los que están… los buenos amigos.
Hace algunos días pensaba en que:
Oye, y tú, ¿cantas o… cuentas las cosas? Me gustaría escuchar tu melodía. Al menos tu eco.
Y ya que hablamos de eco, ¿me ayudas a difundir el post? Somos amigos, ¿no?
José Iribas, en dametresminutos.wordpress.com.
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