Una de las claves de la confusión es crear apariencias que, en realidad, ocultan lo contrario
El Mundo
Un alto funcionario de la Santa Sede ha dicho refiriéndose a esta cuestión: «En el Vaticano no somos momias, y los diferentes puntos de vista, incluso las valoraciones opuestas, son bastante normales». En mi opinión, esto no es una tragedia, sino más bien un signo de vitalidad
Si hoy viviera Maquiavelo, probablemente utilizaría las recientes filtraciones vaticanas para insistir en el cinismo como estrategia del ethos político. El centro de gravedad de la gran arquitectura eclesiástica es el Papa: cuando éste se debilita, el edificio amenaza ruina. Apuntar a la clave de bóveda equivale a promover tempestades de confusión. Se trata de una de las leyes clásicas de las relaciones entre desinformación y poder.
Insistentemente los cuervos vaticanos que filtran y filtran documentos hablan «de la necesidad de defender al Papa de sus colaboradores». Pero una de las claves de la confusión es crear apariencias que, en realidad, ocultan lo contrario. Los desinformadores suelen cultivar el arte de la honestidad en un campo para ocultar su deshonestidad en otros. Se trata de aparentar el apoyo a una causa noble, contraria de la que uno en realidad persigue. Es una de las tácticas analizadas por Robert Greene en sus 48 leyes del poder. Pero dudo que los protagonistas de las filtraciones vaticanas conozcan la finura del análisis de Greene.
Como es sabido, una comisión de investigación creada en 1967 condensó en 40 volúmenes los aciertos y los errores de la guerra en Asia. Daniel Ellsberg, que había intervenido en el análisis, filtró a The New York Times, Washington Post y hasta una docena de periódicos más la casi totalidad de los documentos. En realidad, tras las buenas intenciones de Ellsberg se ocultaba también un activista político que, con posterioridad, llegó a ser detenido hasta 60 veces por actuaciones radicales.
Si el asunto de los papeles del Pentágono se traslada a la actual galaxia mediática, Ellsberg se hubiera ahorrado la larga peripecia anterior a las filtraciones (como tratar de ser escuchado por varios senadores), limitándose a colgar en la Red la totalidad de los documentos. Prácticamente es lo que ha hecho Assange con una melée documental variada, combinando autoría anónima coram populo y directo acceso a periódicos de todo el mundo. En fin, la acción combinada de las filtraciones orales de Garganta Profunda y la tenacidad de Bernstein y Woodward prendió un cartucho que explotó tiempo después en un escándalo político que conmovió los cimientos de la presidencia de Nixon.
En todos estos casos, la característica común es la filtración indiscriminada de documentos relevantes con la finalidad de poner en crisis el sistema político o aspectos importantes de él. En realidad, no es tanto una rotura de ese refugio íntimo que es la conciencia cuanto de actuaciones contrarias a la confidencialidad en un contexto político.
Cuando se leen los documentos vaticanos hasta ahora filtrados, se aprecia enseguida una notable diferencia con los precedentes antes citados. Se trata de puntos de vista, valoraciones, opiniones, etc., de contenido no demasiado sorprendente. Ninguna de esas cartas roza siquiera la seguridad nacional. Ni pone en peligro no ya país o entidad nacional alguna, sino ni siquiera la estabilidad histórica de una diócesis o cualquier otra estructura eclesiástica. Todo lo más, deja ver un modo de trabajar en la curia vaticana en la que quien tiene o cree tener algo que decir lo dice o, más bien, lo escribe y lo hace llegar al Papa o a sus colaboradores más cercanos.
De ahí que el gran tema que se encierra en la filtración vaticana sea la invasión de los soportales de la conciencia. Si se examinan detenidamente las declaraciones del Papa o de sus colaboradores en torno a este affaire, lo que enseguida destaca es la firme reacción ante un ataque a la conciencia humana. Así, el sustituto de la Secretaría de Estado (el número tres de la jerarquía vaticana) pone el acento en este aspecto al decir que la publicación de estos documentos es «un acto inmoral de inaudita gravedad. Sobre todo porque no se trata únicamente de una violación, ya en sí misma gravísima, de la reserva a la que cualquiera tiene derecho, sino también de un ultraje a la relación de confianza entre Benedicto XVI y quien se dirige a él, también para expresar en conciencia una protesta. No se han robado simplemente algunas cartas al Papa, se ha violentado la conciencia de quien se ha dirigido a él como al vicario de Cristo». Algo similar han dicho el propio Papa y el cardenal Bertone.
Poner bajo el microscopio a los protagonistas de una institución cuyo gobierno se basa en la confianza y las cuestiones de conciencia, someterlos de golpe a lo que la sociología llama la visibilidad mediática, es un método de invasión de las conciencias que corre el riesgo de sepultar en vida a los dramatis personae. A eso se añade lo que en un supuesto escándalo Bernard Nussbaum llamó «reflectores sin rumbo». Los investigadores acaban fijándose en aspectos de la filtración que sólo indirectamente tienen que ver con el escándalo original.
El Vatileaks trata de mezclar en un puzle explosivo el Banco Vaticano, la penosa vida de Maciel, los supuestos problemas litúrgicos de un movimiento eclesial o la discusión sobre cómo administrar mejor los recursos dedicados al cuidado de los jardines vaticanos. En realidad, no lo consigue. Porque de lo publicado emerge un procedimiento, un modo de intercambiar opiniones en la curia vaticana o, si se quiere, un modo peculiar de tratar los problemas. Pero le falta a esa mezcla el elemento de gravedad —de deshonestidad en los actores que menciona— que pondría en peligro lo que la institución vaticana es y representa. El libro que recoge esos documentos puede resultar interesante o aburrido, tal vez hará vender más ejemplares de las obras de Dan Brown. Pero lo que pesará en un eventual proceso a los filtradores es haber violado la privacidad de quien escribe en conciencia a quien debe por su misión evaluar conciencias.
Un alto funcionario de la Santa Sede ha dicho refiriéndose a esta cuestión: «En el Vaticano no somos momias, y los diferentes puntos de vista, incluso las valoraciones opuestas, son bastante normales». En mi opinión, esto no es una tragedia, sino más bien un signo de vitalidad.