No está claro si los intelectuales que piensan se hacen entender o si son escuchados por los que deberían oírles
Levante-Emv
Es necesaria esa sabiduría que la antigüedad atribuía a los ancianos y a los filósofos, porque con su experiencia y pensamiento se instalaban de algún modo en la cima donde ven más y mejor
Ni sé, ni me corresponde saber, si esta crisis económica se resuelve con más o menos impuestos, a través de un descenso de salarios o precios, bajando la deuda radicalmente o poco a poco, con más o menos flexibilidad laboral, etcétera. Pero sé algo que manejaron muy bien los hombres reflexivos: que la sabiduría consiste en ver los asuntos por sus últimas causas, pues solamente así se conocen completamente y se alcanzan los remedios oportunos para la raíz. Saber no consiste exclusivamente en unas fórmulas matemáticas que resuelvan el quehacer técnico.
Hace años, leí un librito de Gilson (El amor a la sabiduría), en el que elogiándose los conocimientos técnicos, venía a mostrar la necesidad de esa sabiduría que la antigüedad atribuía a los ancianos y a los filósofos, porque con su experiencia y pensamiento se instalaban de algún modo en la cima donde ven más y mejor. Es un tipo de conocimiento acerca de la existencia humana y de los valores que la rigen, es un saber unitario —algo así dice Llano— que permite adquirir una visión de conjunto de todos los saberes y armonizarlos entre sí a partir de esa sabiduría, de esa visión más alta del mundo que nos ha tocado vivir. Es una tarea apasionante. Pero no está claro si los intelectuales que piensan se hacen entender o si son escuchados por los que deberían oírles.
Hablamos hasta la hartura del Estado del bienestar —mejor sería sociedad— pero lo hemos buscado consumiendo hasta la saciedad, poseyendo hasta la avaricia, gozando hasta la lujuria, mandando hasta dejarlo de sobra. Sin darme cuenta, he citado tres males que comenta san Juan: concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida. Pues quizá un buen fruto de esta situación pueda ser que miremos las sociedades y personas desde las virtudes aniquiladas: limpieza de corazón, generosidad para dar y darse, y humildad en pensamientos, obras y palabras. La calidad de vida va más por ahí, pero ha sido perseguida por la codicia, la mentira y la desidia in vigilando de los que debían vigilar. Todos somos parte. Todos reconstruibles.
Si ese cambio sucediera, ganaríamos mucho con esta crisis, lo que no quita responsabilidad alguna a los causantes de tanto paro, tanto sufrimiento, tanta miseria, tanta desigualdad originada en una colectividad cuya clase media la equilibraba. Creo que fue Ortega quien dijo: lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa. No seré yo quien se piense como el augur que lo sabe. Pero, desde mi modestia, me gusta pensar y promover tal tarea, siempre recordando que lo más profundo y elevado del hombre está en su interior.
El humanismo clásico y el cristianismo han considerado desde hace siglos que la educación de la voluntad, del sentimiento y de los apetitos es el modo de adquirir la armonía psíquica conducente al logro de hábitos operativos buenos (virtudes). Como esa armonía es quebradiza, la razón ha de ser la instancia humana hegemónica, aunque no despótica. Precisamente esa fragilidad demanda un referente para la vida lograda. Sólo puede ser Dios. De otro modo, sucederá lo que expresa el título de estas líneas.