El santo no es un superhombre. Justamente porque acepta sin fisuras la primacía de la gracia en todos los aspectos de la vida
Mis amigos saben que he superado mi freno inicial ante la nueva exhortación apostólica del papa Francisco. Me alegró que una vez más mostrase la antropología optimista del cristianismo en la elección del título de un documento: Gaudate et exsultate. Pero me venía como un rechazo instintivo al uso del masculino al describir el “llamado a la santidad en el mundo actual”.
Gracias a Dios, superé tiquismiquis lingüísticos, y me adentré en la lectura, con un importante parón al llegar al n. 9: “La santidad es el rostro más bello de la Iglesia”. Ciertamente, como recuerda el papa, esa santidad queda muchas veces como oculta ante la realidad de tantas vidas heroicas sólo conocidas por quienes están a su lado. A la vez, precisa que también fuera de la Iglesia, y en ámbitos muy diferentes, el Espíritu suscita “signos de su presencia, que ayudan a los mismos discípulos de Cristo”, palabras de Juan Pablo II en su carta Novo millennio ineunte: los mayores recordamos la gran sorpresa de su firma solemne, el 6 enero de 2001, antes de cerrar la puerta sacra de la basílica de san Pedro, como clausura del jubileo del año 2000.
Ese documento tenía una fuerte carga de futuro: el papa polaco abría su corazón para manifestar sus grandes esperanzas al comienzo de un nuevo milenio. Como no podía ser de otra manera, muchas son recogidas y lanzadas con nuevo brío por Francisco. Me ha venido continuamente a la cabeza al leer la exhortación, y he repasado la carta de Juan Pablo II, donde se subrayaba “el encuentro con Cristo, como herencia del gran jubileo".
Al comenzar el milenio, recordaba con alegría el sinnúmero de eventos y experiencias positivas de los años de preparación del jubileo, desde la importante purificación de la memoria, al redescubrimiento de la santidad en la multitud de testigos de la fe: santos y mártires tan antiguos y tan cercanos. Pero concluía con una mirada al porvenir: “si quisiéramos individuar el núcleo esencial de la gran herencia que nos deja, no dudaría en concretarlo en la contemplación del rostro de Cristo (…) Ahora tenemos que mirar hacia adelante, debemos ‘remar mar adentro’, confiando en la palabra de Cristo: Duc in altum! Lo que hemos hecho este año no puede justificar una sensación de dejadez y menos aún llevarnos a una actitud de desinterés. Al contrario, las experiencias vividas deben suscitar en nosotros un dinamismo nuevo”.
A ese impulso de la vida cristiana invita el papa Francisco, en un momento del año muy apropiado, porque la liturgia canta a diario la exultación de la Pascua, reviviendo la reacción de los primeros: “los discípulos se alegraron de ver al Señor” (Juan, 20, 20). El misterio de la Resurrección, con la promesa radical de Jesús −“he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mateo 28, 20)− constituyen fuerzas inspiradoras del caminar optimista del cristiano en la tierra.
No oculta los problemas. No cree en fórmulas mágicas, en soluciones únicas, en recetas unívocas. El santo no es un superhombre. Justamente porque acepta sin fisuras la primacía de la gracia en todos los aspectos de la vida. Aunque suponga ir a contracorriente de tantas manifestaciones de la cultura contemporánea. Por eso el papa, con sentido pedagógico, no deja de referirse a los enemigos de la santidad, de la alegría cristiana, y dedica cierto espacio a una descripción práctica −preventiva, no académica− de dos grandes tentaciones: el neopelagianismo y el neognosticismo.
También Juan Pablo II, al insistir en la primacía de la gracia −en el arte de la oración−, prevenía en 2001: “Hay una tentación que insidia siempre todo camino espiritual y la acción pastoral misma: pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente, Dios nos pide una colaboración real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestro servicio a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que, sin Cristo, ‘no podemos hacer nada’ (cf. Juan 15, 5)”.
La reiteración del duc in altum! confirma esa armonía: el deseo de advertir el rostro de Cristo en los rincones del mundo, se apoya en la gracia. Lucas narra al comienzo del capítulo quinto de su evangelio la pesca milagrosa: invita a Pedro con esa frase y le anima a echar las redes; le obedece, a pesar de haber gastado la noche en vano; y recogieron tal cantidad de peces que las redes se rompían. El papa Francisco insiste: “Solamente a partir del don de Dios, libremente acogido y humildemente recibido, podemos cooperar con nuestros esfuerzos para dejarnos transformar más y más (...) Por otra parte, la Iglesia siempre enseñó que solo la caridad hace posible el crecimiento en la vida de la gracia, porque si no tengo caridad, no soy nada (cf. 1Corintios 13, 2)”.
En definitiva, el compromiso social del cristiano se inserta armónicamente con la exigencia evangélica de la relación con Dios, de la gracia, auténtico primado. De otro modo, “se convierte al cristianismo en una especie de ONG, quitándole esa mística luminosa que tan bien vivieron y manifestaron san Francisco de Asís, san Vicente de Paúl, santa Teresa de Calcuta y otros muchos. A estos grandes santos ni la oración, ni el amor de Dios, ni la lectura del Evangelio les disminuyeron la pasión o la eficacia de su entrega al prójimo, sino todo lo contrario”.